El caballero de Olmedo
El sábado 5 de abril fuimos al Teatro Lliure para ver El caballero de Olmedo, de Lope de Vega. Llegamos con adelanto y ocupamos nuestras privilegiadas butacas a la espera de que comenzara el espectáculo. Y enseguida me llevo la primera sorpresa.
Trece sillas solitarias para una de las mejores piezas
teatrales del Fénix de los Ingenios me ha parecido un mal agüero para que el
experimento de Lluís Pasqual saliera adelante, como todas las críticas que
cuelgan del vestíbulo del Teatro no paran de celebrar. Sin embargo, la magia ha
empezado cuando los actores, la mayoría muy jóvenes, han subido al escenario y
se han reunido en un ángulo para cantar a coro la copla del Caballero, origen
de la redacción del drama lopesco, mientras la astuta Fabia se dirigía al
público para pedirnos que apagáramos los móviles porque la obra estaba a punto
de comenzar. Y ante nuestros ojos, incrédulos por lo desnudo, espartano y
minimalista del escenario, así como por los ropajes callejeros y actuales de
los actores, empezaron a desplegarse los
cincelados y emotivos versos de Lope que, en sus labios, apenas sin contexto,
escenas, actos (sólo la voz de Fabia nos avisará que un acto acaba y empieza
otro, pues la representación empieza y concluye de un tirón; sólo hay un
pequeño respiro en el clímax para oír, imitando al acostumbrado entremés de la
época clásica, un tango que al pobre Monstruo de la Naturaleza hubiera hecho
gritar fuera de sí, pero que a nosotros nos parece hasta acertado). Las luces y
los fundidos, las proyecciones al fondo del desnudo escenario, la música de
guitarra y percusión se encargan de marcar el cambio y transcurso del tiempo,
como los amaneceres o las noches, así como el galopar de los caballos o el
viento, sin olvidar de encuadrar emocionalmente el amor entre Alonso e Inés, el
odio y el ansia de venganza de Rodrigo, o destacar, finalmente, la tragedia de
la muerte del protagonista precedida del disparo de arcabuz que lo derribará a
tierra a medio camino entre Medina y Olmedo.
Y la magia del teatro, creada este caso por Lluis
Pasqual, va de Fabia a Tello, de Inés a Alonso… hasta que las sillas solitarias
del escenario se hacen a un lado para que los actores se despidan de nosotros,
que, tras premiarles el milagro que han desplegado ante nuestros ojos,
descendemos al mundo real de los semáforos y los bocadillos con cerveza de la
cercana Plaza de las Arenas, mientras que el jilguero del amor y la vida, que
en el sueño de Alonso es muerto por el Azor, vuela feliz otra vez abierto a la
aventura cotidiana.
Más tarde, desaparecidas las emociones de la atmósfera
creada por la ficción teatral y la interactividad entre actores y espectadores,
el análisis en frío de lo contemplado entre las cuatro paredes del teatro
arroja un saldo no muy equilibrado: los medios empleados (personales, de
atrezzo, tramoya, luminotecnia y texto…) no consiguen el cien por cien de la
eficacia teatral que se esperaba. La antigua polémica entre espectáculo y texto
en la puesta de escena de Lluís Pasqual se decanta por el mero recitado de los
versos de Lope a cargo de los diversos personajes, que no siempre es acertado,
a excepción de Fabia (Francesca Piñón), Tello (Pol López), Inés ( Mima Riera) y
Leonor (Paula Blanco), sobre todo, los dos primeros, que los bordan y en
ocasiones hacen saltar las lágrimas. El vestuario, que le daría a la obra
contexto y profundidad (sólo se ha intentado acercarse en la indumentaria de
Fabia y de Tello), es más bien pobre y rudimentario (unas cuantas capas, un par
de sombreros, zahones de montar y poco más), y en ocasiones me atrevería a
tildar de ridículo, y si no, repárese en la corona de papel del rey Juan II
(Samuel Viyuela), que más bien parece que viene de saborear el roscón de reyes
en una fiesta familiar. Lo mismo cabe decir del uso de la tramoya y otras técnicas
escenográficas: raya en lo simple el hecho de colgar de una cuerda las cintas de
Inés que luego lucirán los sombreros de Rodrigo (Francisco Ortiz) y Fernando
(Carlos Cuevas), o el hecho de situar la palangana de agua fuera del escenario,
sobre un trípode, y que en un par de ocasiones salpica al espectador de la
primera fila. ¿Eso es realismo, proximidad y complicidad con el público? Y no
hablemos de la coreografía de las espadas o la presencia de las lanzas de
rejoneador en dos momentos de la obra que, lejos de intensificar la acción, la
paralizan (sobre todo, en el de las espadas). Sí que ejerce su papel de atrezzo
necesario la bolsa de Fabia y su contenido, que pinta magistralmente el oficio
del personaje, que va de alcahueta a medio maga.
Y no sigo porque prefiero quedarme con la primera
impresión que recibí mientras estuve metido en el ambiente de por sí sugeridor
del espectáculo. ¿No dicen que la primera impresión es la que vale? Pero…
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