Un personaje de Clarín
El profesor, como habían convenido, volvió a buscarles al cabo de una hora, pero no solo: iba acompañado de una mujer, joven todavía, vestida de luto riguroso, a la que presentó como Ana. Más tarde, mientras se encaminaban los cuatro hacia la Plaza Mayor, se enteraron, por dicha mujer, de que había enviudado recientemente y, entre otras aficiones, era una lectora empedernida de Clarín.
--¡Qué coincidencia!—le dijo Cristóbal a su amigo en un momento en que el profesor y la mujer se paraban a saludar a dos paisanos--. Ana y viuda, como Ana Ozores.
--Ya lo había pensado. A ver si luego resulta que…
Les interrumpió el profesor:
--Perdonen, eran dos actores de TABA, nuestra compañía de Teatro Aficionado de Baeza. Ana también forma parte de la compañía. Ya les hablaré de ello en otra ocasión. Ahora vamos a lo que vamos.
Ana dijo:
--Las figuras de los pasos de hoy sin duda les sorprenderán. Algunos forasteros muestran su decepción al verlas, pero les aseguro que a nadie dejan indiferentes.
--Ana es una defensora a ultranza de nuestra Semana Santa—dijo el profesor--. Además sale de penitente en algunas procesiones, como la de esta noche, sin ir más lejos.
--¿Ah sí?—preguntó interesado Cristóbal.
--Sí—contestó Ana--, pero yo no le doy más importancia de la que tiene. El profesor exagera siempre.
Sonaban muy cerca tambores y cornetas y el profesor les llamó la atención.
--Ahí llegan las procesiones.
En efecto, al poco rato por dos calles que formaban ángulo recto entraron en la plaza, atiborrada de gente a aquellas horas, dos procesiones diferentes: en una de ellas llegaba un Virgen enlutada con las manos unidas en señal de duelo, y en la otra un Jesús con la Cruz a cuestas. El público iba acallando sus voces mientras las dos figuras se acercaban al centro de la plaza. Un vez allí, y en medio de un silencio total, los costaleros que llevaban las andas de uno y otro paso los acercaron tanto entre sí que se tocaban. Y sucedió lo que sorprendió a muchos de los asistentes, entre ellos los dos amigos. Las dos imágenes sagradas, que al parecer tenían sus miembros articulados, abrieron sus manos y simularon un abrazo entrañable. El silencio de la gente explotó en aplausos y las cornetas y los tambores sonaron nuevamente mientras la Virgen y Jesús recuperaban sus posturas anteriores y reanudaban la marcha formando ahora una sola procesión.
En los ojos de los dos amigos estaba pintada la decepción más enorme. Ana debió de notarlo.
--¿Qué? Tampoco a ustedes les ha gustado, ¿no?
No sabían qué contestar para no ofender. El profesor intervino:
--A la luz del día pierde mucho el efecto de la articulación de las figuras. No falta algún desconsiderado que, al ver a las imágenes mover así sus brazos, las ha tildado de autómatas o marionetas. Si fuera de noche… Bueno, esta noche será distinto todo, y más cuando vean a Ana haciendo penitencia tras el paso principal.
--Ya está exagerando otra vez—dijo la mujer con un mohín de reproche.
Pero, llegada la hora de la procesión nocturna, en un silencio sobrecogedor y mientras los primeros cofrades pasaban con sus hachones encendidos a la altura de los dos amigos, a ambos les pareció que el profesor tenía razón. Era impresionante. Sólo se oía el roce de los pies de los encapuchados sobre el empedrado de la cuesta vecina a la Universidad de Antonio Machado y alguna que otra tos de la gente que, arrimada a las fachadas de los edificios, miraba atentamente el solemne desfile. Y de pronto, apareció como un espectro de luz entre las sombras de la noche, el paso principal transportado en andas de varias hileras por hombres y mujeres que llevaban el esfuerzo reflejado en sus rostros. En uno de ellos reconocieron al profesor, que nada les había dicho de salir en la procesión. Intentaron llamarle la atención, pero no lo consiguieron. Lisardo susurró:
--Este hombre es una caja de sorpresas.
Asintió Cristóbal, que no apartó la mirada del profesor hasta que el paso los dejó atrás. Aún les esperaba una sorpresa mayor. En efecto, a unos metros de distancia venía Ana enlutada, con la cabeza coronada de espinas, al hombro una cruz que arrastraba su madera por el suelo con un ruido que dolía y descalza. Lisardo sintió al verla una punzada en el corazón. Por su parte Cristóbal imaginó ser Cirineo y en lo más hondo del alma deseó por un instante salir al encuentro de la mujer para ayudarla a llevar la cruz. Pero un susurro de dos voces femeninas a sus espaldas les heló de golpe los sentimientos. Una decía:
--Ya está ésa llamando otra vez la atención. Así acalla sus remordimientos. Así cumple la penitencia de sus pecados.
La otra:
--Pero la muerte de su marido y sus repetidos adulterios jamás la dejarán en paz, por mucha penitencia que haga. Lo tiene bien merecido.
Lisardo se giró para fulminarlas con la mirada mientras Cristóbal se enfrentaba a ellas:
--Vivan sus vidas y dejen a los demás que vivan las suyas.
La gente que había alrededor se puso de parte de las cotorras y empezaron a insultar a los dos amigos, que no tuvieron otra opción que marcharse de allí.
Al día siguiente, se encontraron los cuatro en TABA, cuya sede ocupaba un local cercano a la colina donde se halla el monumento a Machado. La compañía se había reunido para ensayar la última parte de la obra que pensaba estrenar el Lunes de Pascua.
El profesor, tras presentarles a los dos amigos el resto de la compañía, les puso al corriente diciéndoles que la obra se trataba de El inspector, una comedia satírica de Nicolás Gogol. Luego invitó a Lisardo a subir al escenario con él, mientras Ana, que en la obra no representaba ningún papel, ocupaba un asiento en las butacas al lado de Cristóbal, que, desde la noche anterior, no dejaba de pensar en la mujer. Apenas siguió el desenlace de la comedia en que al Alcalde, preocupado por la repentina desaparición de quien creía que era el inspector que esperaba su pueblo y que había prometido casarse con su hija, recibe primero la visita del encargado de Correos, que suele leer a escondidas algunas cartas que le parecen sospechosas, y que le notifica que aquél les ha engañado a todos y acto seguido le lee la carta que el falso inspector había escrito a un amigo suyo contándole lo que está viviendo en el pueblo. Y menos se enteró de la noticia de que el verdadero inspector acaba de llegar a la fonda y pide inmediatamente la presencia del Alcalde. Y no se enteró porque Ana, que también se había fijado en Cristóbal, en ese momento le daba un papel doblado, acción que quiso hacer a escondidas, pero no lo suficiente porque desde el escenario Lisardo, que también sentía lo suyo por la joven viuda, había advertido el gesto.
Por la noche, ya recogidos ambos en el piso, Lisardo le preguntó a su amigo por el papel que le había entregado Ana furtivamente en el teatro.
--¿Qué papel?
--¡Vaya, ya estamos como la otra vez! Lo he visto desde el escenario. Ana te ha dado a escondidas una nota.
--Vale, me has pillado de nuevo. Pero es mejor que lo dejemos para mañana. Estamos algo cansados por todo lo vivido hasta hoy, y tal vez el cansancio no nos deje hablar con tranquilidad y sosiego. ¿Te parece?
--De acuerdo. Pero prométeme que esta vez seremos más sinceros el uno con el otro.
--Te lo prometo.
Porque le pegan sin culpa
Algunos días antes de lo narrado hasta ahora, los dos amigos viajaban en tren a Zamora para visitar a un pariente lejano de Cristóbal y ambos hablaban de recuerdos de la infancia y de la Semana Santa. En un momento dado Lisardo le empezó a contar a su amigo lo que su padre le había contado a él, cuando era niño, acerca de lo ocurrido en un pueblo castellano a otro pequeño durante una procesión de Semana Santa.
--Todo ocurrió— le decía Lisardo—en cosa de unos segundos, mientras pasaba a la altura de una familia, compuesta de los padres y el protagonista de la historia, el paso de la Caída, en el que Jesús con la cruz a cuestas cae bajo el peso del madero y un sayón de fea catadura apoya un pie en la espalda del Nazareno y le golpea con un látigo. Entonces el niño, que contempla apenado la escena de la Pasión, se suelta de la mano de su padre, recoge del suelo una piedra de considerables dimensiones y, sin darle tiempo de reaccionar, la arroja contra el esbirro romano que castiga al Señor de modo tan salvaje. Y lo hizo con tanto tino y fortuna que dio de lleno en la cabeza de escayola pintada del sujeto, separándosela del cuerpo y lanzándola por el aire a varios metros a un costado del paso. El revuelo que se armó entre los asistentes a la procesión fue de los que hacen época, y si el padre, sumamente enfadado con su hijo, no los detiene a tiempo asegurándoles que él se encargaría de arreglar aquel desaguisado causado por su hijo, cualquiera sabe cómo habría acabado el suceso.
--¿Y cómo acabó?—preguntó Cristóbal esperando que la lección del padre iba a ser memorable.
--El padre que, como he dicho, estaba sumamente enfadado, cogió aparte al pequeño, que, por otra parte, no dejaba de sonreír satisfecho sin duda de su buena acción, y le preguntó:
--A ver, ¿por qué has hecho eso?
Todos los circunstantes, que, como el padre, esperaban ansiosos la respuesta del niño, se quedaron vivamente impresionados cuando sus labios se abrieron para afirmar seguro, totalmente convencido:
--Porque sí, porque le pegan sin culpa.
Las aceitadas
El tren llegó con retraso a Zamora, pero aún así los dos amigos tuvieron tiempo de llegar al hotel, asearse un poco y salir a la calle para ver el final de la procesión de La Borriquita. Demetrio, un primo lejano de Cristóbal, que era cofrade de dicha procesión, esperaba, una hora después de finalizada ésta, a los dos amigos en una pastelería de Santa Clara, calle emblemática donde las haya en la ciudad del Duero. El olor que se respiraba allí dentro alimentaba. El pariente de Cristóbal les presentó al dueño de la pastelería como el hombre que más y mejor sabía halagar los paladares de los zamoranos, y el buen hombre no tuvo más remedio que invitarles a los tres a unos dulces que son típicos de Semana Santa.
--Se llaman aceitadas—dijo como aclaración--, y éste joven de aquí—añadió señalando a Demetrio—siente una enfermiza inclinación por ellas desde su más tierna infancia.
Más tarde, ya en casa de Demetrio, que había invitado a cenar a los dos amigos, entre veras y bromas, les habló de las costumbres procesionales y culinarias que suelen vivirse en Zamora durante la Semana Santa, no sólo entre sus habitantes sino también entre los numerosos forasteros que la visitan esos días. Lisardo aprovechó la ocasión para preguntarle sobre las palabras que el pastelero había dicho sobre su enfermiza inclinación por las aceitadas.
Demetrio sonrió brevemente y aclaró:
--Lo de las aceitadas tiene miga. De pequeño me moría por ellas y aguardaba ansiosamente el día en que mi madre volvía del horno con las aceitadas, verdaderas compañeras de las fiestas. Solía esconderlas bajo el baúl de la sala materna en espera de la ocasión propicia para sacarlas a la mesa después de las comidas y las cenas principales. Pero yo no podía esperar; eran ellas las que me esperaban a mí cada año, al verse relegadas a segundo plano, arrinconadas en las sombras de la sala, bajo aquel baúl de la ropa antigua y la loza de los antepasados. Y mi madre lo sabía, y esperaba a que yo, niño travieso donde los hubiera, hiciera mutis por la puerta del pasillo que comunicaba con las tres salas. Entonces comenzaba un simpático tira y afloja entre mi madre y yo. Ella voceaba desde la cocina: “Demetrín, ¿dónde estás?” Y yo ya estaba tumbado sobre las baldosas de la sala materna alargando la mano por debajo del baúl y acariciando la suave aceitada, dispuesto a librarla de su oscuro cautiverio y habitar con su exquisito sabor mi anhelante paladar. Y no contestaba, claro. Y mi madre cambiaba de tercio: “Demetrín, ¿ya estás con los dulces?” Pero para entonces no podía aunque quisiera contestarle porque ya tenía la boca llena de aquella dulce harina tostada con secretos sabores a matalahúga, ya tenía alojada en mi boca la aceitada que confirmaba así, dulce, triunfante, mi bienvenida a la Semana Santa.
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