LA GAVIOTA
Bajó
hasta la playa y buscó el rincón de las gaviotas. En la arena, junto a las
piedras del acantilado, encontró un grupo de huellas de gaviotas. Sabía que
eran suyas aquellas huellas triangulares formadas por tres pequeñas hendiduras
alargadas hechas sobre la arena. Lentamente, como en un rito, se quitó las
sandalias y colocó cuidadosamente sobre las primeras huellas las plantas de sus
pies. Luego caminó durante unos segundos sobre las huellas de las gaviotas
mientras pronunciaba en voz baja las sílabas guturales de las aves cuando se
llaman unas a otras. Después abrió los brazos y los movió como si fueran alas.
Entonces vio que el conjuro había surtido efecto: su cuerpo se había separado
ligeramente del suelo, gravitando milagrosamente sobre la arena. Todo era cosa
de agitar los brazos un poco más y efectuar un golpe hacia arriba con los pies.
Así lo hizo, convencida de que lograría su deseo. Y antes de que se diera
cuenta de ello, se vio en el aire, a una decena de metros de la orilla, sobre
las oscuras olas del mar. Unos movimientos más y entró en el mar abierto. Todo
era una poesía azul y silenciosa desde arriba. Volaba majestuosamente hacia la
isla. Cuando vio bajo ella su silueta de color de carne planeó unos segundos y
poco a poco fue descendiendo hasta posarse sobre la roca más alta de la isla, a
pocos centímetros de sus hermanas las gaviotas, que allí descansan durante la
noche, y se unió a ellas en la melancólica orquesta de gemidos y llamadas que
acababan de iniciar. Hasta bien entrada la noche convivió con las gaviotas en
el feudo inaccesible de la isla. Y ya en la madrugada, cuando las primeras
luces sonrosadas de la aurora empiezan a abrirse paso en las cortinas espesas
de las nubes nocturnas, regresó a casa. Por el balcón, abierto de par en par,
entró hasta el dormitorio y se metió en la cama, junto a su esposo, que dormía
plácidamente. Con la llegada del nuevo día, se despertó muy alegre y le dijo a
su marido que había tenido un sueño muy confortador. Su esposo la miraba muy
sorprendido y, cuando ella acabó de contarle el sueño, le dijo:
--Eso está muy bien, querida, pero debías quitarte ese
plumón que tienes en la comisura de los labios.
Entonces ella sospechó algo que le venía rondando un
tiempo atrás, mucho antes incluso de despertar y contarle el sueño a su marido.
Se tiró de la cama y miró debajo en busca de sus sandalias. No las vio por
ninguna parte. Y al momento recordó que se las había quitado en la playa para
pisar con los pies desnudos las triangulares huellas de las gaviotas.
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