sábado, 19 de marzo de 2022

ESPAÑA EN SEMANA SANTA (II)

 


Un personaje de Clarín

El profesor, como habían convenido, volvió a buscarles al cabo de una hora, pero no solo: iba acompañado de una mujer, joven todavía, vestida de luto riguroso, a la que presentó como Ana. Más tarde, mientras se encaminaban los cuatro hacia la Plaza Mayor, se enteraron, por dicha mujer, de que había enviudado recientemente y, entre otras aficiones, era una lectora empedernida de Clarín.

--¡Qué coincidencia!—le dijo Cristóbal a su amigo en un momento en que el profesor y la mujer se paraban a saludar a dos paisanos--. Ana y viuda, como Ana Ozores.

--Ya lo había pensado. A ver si luego resulta que…

Les interrumpió el profesor:

--Perdonen, eran dos actores de TABA, nuestra compañía de Teatro Aficionado de Baeza. Ana también forma parte de la compañía. Ya les hablaré de ello en otra ocasión. Ahora vamos a lo que vamos.

Ana dijo:

--Las figuras de los pasos de hoy sin duda les sorprenderán. Algunos forasteros muestran su decepción al verlas, pero les aseguro que a nadie dejan indiferentes.

--Ana es una defensora a ultranza de nuestra Semana Santa—dijo el profesor--. Además sale de penitente en algunas procesiones, como la de esta noche, sin ir más lejos.

--¿Ah sí?—preguntó interesado Cristóbal.

--Sí—contestó Ana--, pero yo no le doy más importancia de la que tiene. El profesor exagera siempre.

Sonaban muy cerca tambores y cornetas y el profesor les llamó la atención.

--Ahí llegan las procesiones.

En efecto, al poco rato por dos calles que formaban ángulo recto entraron en la plaza, atiborrada de gente a aquellas horas, dos procesiones diferentes: en una de ellas llegaba un Virgen enlutada con las manos unidas en señal de duelo, y en la otra un Jesús con la Cruz a cuestas. El público iba acallando sus voces mientras las dos figuras se acercaban al centro de la plaza. Un vez allí, y en medio de un silencio total, los costaleros que llevaban las andas de uno y otro paso los acercaron tanto entre sí que se tocaban. Y sucedió lo que sorprendió a muchos de los asistentes, entre ellos los dos amigos. Las dos imágenes sagradas, que al parecer tenían sus miembros articulados, abrieron sus manos y simularon un abrazo entrañable. El silencio de la gente explotó en aplausos y las cornetas y los tambores sonaron nuevamente mientras la Virgen y Jesús recuperaban sus posturas anteriores y reanudaban la marcha formando ahora una sola procesión.

En los ojos de los dos amigos estaba pintada la decepción más enorme. Ana debió de notarlo.

--¿Qué? Tampoco a ustedes les ha gustado, ¿no?

No sabían qué contestar para no ofender. El profesor intervino:

--A la luz del día pierde mucho el efecto de la articulación de las figuras. No falta algún desconsiderado que, al ver a las imágenes mover así sus brazos, las ha tildado de autómatas o marionetas. Si fuera de noche… Bueno, esta noche será distinto todo, y más cuando vean a Ana haciendo penitencia tras el paso principal.

--Ya está exagerando otra vez—dijo la mujer con un mohín de reproche.


 

Pero, llegada la hora de la procesión nocturna, en un silencio sobrecogedor y mientras los primeros cofrades pasaban con sus hachones encendidos a la altura de los dos amigos, a ambos les pareció que el profesor tenía razón. Era impresionante. Sólo se oía el roce de los pies de los encapuchados sobre el empedrado de la cuesta vecina a la Universidad de Antonio Machado y alguna que otra tos de la gente que, arrimada a las fachadas de los edificios, miraba atentamente el solemne desfile. Y de pronto, apareció como un espectro de luz entre las sombras de la noche, el paso principal transportado en andas de varias hileras por hombres y mujeres que llevaban el esfuerzo reflejado en sus rostros. En uno de ellos reconocieron al profesor, que nada les había dicho de salir en la procesión. Intentaron llamarle la atención, pero no lo consiguieron. Lisardo susurró:

--Este hombre es una caja de sorpresas.

Asintió Cristóbal, que no apartó la mirada del profesor hasta que el paso los dejó atrás. Aún les esperaba una sorpresa mayor. En efecto, a unos metros de distancia venía Ana enlutada, con la cabeza coronada de espinas, al hombro una cruz que arrastraba su madera por el suelo con un ruido que dolía y descalza. Lisardo sintió al verla una punzada en el corazón. Por su parte Cristóbal imaginó ser Cirineo y en lo más hondo del alma deseó por un instante salir al encuentro de la mujer para ayudarla a llevar la cruz. Pero un susurro de dos voces femeninas a sus espaldas les heló de golpe los sentimientos. Una decía:

--Ya está ésa llamando otra vez la atención. Así acalla sus remordimientos. Así cumple la penitencia de sus pecados.

La otra:

--Pero la muerte de su marido y sus repetidos adulterios jamás la dejarán en paz, por mucha penitencia que haga. Lo tiene bien merecido.

Lisardo se giró para fulminarlas con la mirada mientras Cristóbal se enfrentaba a ellas:

--Vivan sus vidas y dejen a los demás que vivan las suyas.

La gente que había alrededor se puso de parte de las cotorras y empezaron a insultar a los dos amigos, que no tuvieron otra opción que marcharse de allí.

Al día siguiente, se encontraron los cuatro en TABA, cuya sede ocupaba un local cercano a la colina donde se halla el monumento a Machado. La compañía se había reunido para ensayar la última parte de la obra que pensaba estrenar el Lunes de Pascua.


 

El profesor, tras presentarles a los dos amigos el resto de la compañía, les puso al corriente diciéndoles que la obra se trataba de El inspector, una comedia satírica de Nicolás Gogol. Luego invitó a Lisardo a subir al escenario con él, mientras Ana, que en la obra no representaba ningún papel, ocupaba un asiento en las butacas al lado de Cristóbal, que, desde la noche anterior, no dejaba de pensar en la mujer. Apenas siguió el desenlace de la comedia en que al Alcalde, preocupado por la repentina desaparición de quien creía que era el inspector que esperaba su pueblo y que había prometido casarse con su hija, recibe primero la visita del encargado de Correos, que suele leer a escondidas algunas cartas que le parecen sospechosas, y que le notifica que aquél les ha engañado a todos y acto seguido le lee la carta que el falso inspector había escrito a un amigo suyo contándole lo que está viviendo en el pueblo. Y menos se enteró de la noticia de que el verdadero inspector acaba de llegar a la fonda y pide inmediatamente la presencia del Alcalde. Y no se enteró porque Ana, que también se había fijado en Cristóbal, en ese momento le daba un papel doblado, acción que quiso hacer a escondidas, pero no lo suficiente porque desde el escenario Lisardo, que también sentía lo suyo por la joven viuda, había advertido el gesto.

Por la noche, ya recogidos ambos en el piso, Lisardo le preguntó a su amigo por el papel que le había entregado Ana furtivamente en el teatro.

--¿Qué papel?

--¡Vaya, ya estamos como la otra vez! Lo he visto desde el escenario. Ana te ha dado a escondidas una nota.

--Vale, me has pillado de nuevo. Pero es mejor que lo dejemos para mañana. Estamos algo cansados por todo lo vivido hasta hoy, y tal vez el cansancio no nos deje hablar con tranquilidad y sosiego. ¿Te parece?

--De acuerdo. Pero prométeme que esta vez seremos más sinceros el uno con el otro.

--Te lo prometo.



Porque le pegan sin culpa

Algunos días antes de lo narrado hasta ahora, los dos amigos viajaban en tren a Zamora para visitar a un pariente lejano de Cristóbal y ambos hablaban de recuerdos de la infancia y de la Semana Santa. En un momento dado Lisardo le empezó a contar a su amigo lo que su padre le había contado a él, cuando era niño, acerca de lo ocurrido en un pueblo castellano a otro pequeño durante una procesión de Semana Santa.

--Todo ocurrió— le decía Lisardo—en cosa de unos segundos, mientras pasaba a la altura de una familia, compuesta de los padres y el protagonista de la historia, el paso de la Caída, en el que Jesús con la cruz a cuestas cae bajo el peso del madero y un sayón de fea catadura apoya un pie en la espalda del Nazareno y le golpea con un látigo. Entonces el niño, que contempla apenado la escena de la Pasión, se suelta de la mano de su padre, recoge del suelo una piedra de considerables dimensiones y, sin darle tiempo de reaccionar, la arroja contra el esbirro romano que castiga al Señor de modo tan salvaje. Y lo hizo con tanto tino y fortuna que dio de lleno en la cabeza de escayola pintada del sujeto, separándosela del cuerpo y lanzándola por el aire a varios metros a un costado del paso. El revuelo que se armó entre los asistentes a la procesión fue de los que hacen época, y si el padre, sumamente enfadado con su hijo, no los detiene a tiempo asegurándoles que él se encargaría de arreglar aquel desaguisado causado por su hijo, cualquiera sabe cómo habría acabado el suceso.

--¿Y cómo acabó?—preguntó Cristóbal esperando que la lección del padre iba a ser memorable.

--El padre que, como he dicho, estaba sumamente enfadado, cogió aparte al pequeño, que, por otra parte, no dejaba de sonreír satisfecho sin duda de su buena acción, y le preguntó:

--A ver, ¿por qué has hecho eso?

Todos los circunstantes, que, como el padre, esperaban ansiosos la respuesta del niño, se quedaron vivamente impresionados cuando sus labios se abrieron para afirmar seguro, totalmente convencido:

--Porque sí, porque le pegan sin culpa.

 

 


Las aceitadas

El tren llegó con retraso a Zamora, pero aún así los dos amigos tuvieron tiempo de llegar al hotel, asearse un poco y salir a la calle para ver el final de la procesión de La Borriquita. Demetrio, un primo lejano de Cristóbal, que era cofrade de dicha procesión, esperaba, una hora después de finalizada ésta, a los dos amigos en una pastelería de Santa Clara, calle emblemática donde las haya en la ciudad del Duero. El olor que se respiraba allí dentro alimentaba. El pariente de Cristóbal les presentó al dueño de la pastelería como el hombre que más y mejor sabía halagar los paladares de los zamoranos, y el buen hombre no tuvo más remedio que invitarles a los tres a unos dulces que son típicos de Semana Santa.

--Se llaman aceitadas—dijo como aclaración--, y éste joven de aquí—añadió señalando a Demetrio—siente una enfermiza inclinación por ellas desde su más tierna infancia.

Más tarde, ya en casa de Demetrio, que había invitado a cenar a los dos amigos, entre veras y bromas, les habló de las costumbres procesionales y culinarias que suelen vivirse en Zamora durante la Semana Santa, no sólo entre sus habitantes sino también entre los numerosos forasteros que la visitan esos días. Lisardo aprovechó la ocasión para preguntarle sobre las palabras que el pastelero había dicho sobre su enfermiza inclinación por las aceitadas.

Demetrio sonrió brevemente y aclaró:

--Lo de las aceitadas tiene miga. De pequeño me moría por ellas y aguardaba ansiosamente el día en que mi madre volvía del horno con las aceitadas, verdaderas compañeras de las fiestas. Solía esconderlas bajo el baúl de la sala materna en espera de la ocasión propicia para sacarlas a la mesa después de las comidas y las cenas principales. Pero yo no podía esperar; eran ellas las que me esperaban a mí cada año, al verse relegadas a segundo plano, arrinconadas en las sombras de la sala, bajo aquel baúl de la ropa antigua y la loza de los antepasados. Y mi madre lo sabía, y esperaba a que yo, niño travieso donde los hubiera, hiciera mutis por la puerta del pasillo que comunicaba con las tres salas. Entonces comenzaba un simpático tira y afloja entre mi madre y yo. Ella voceaba desde la cocina: “Demetrín, ¿dónde estás?” Y yo ya estaba tumbado sobre las baldosas de la sala materna alargando la mano por debajo del baúl y acariciando la suave aceitada, dispuesto a librarla de su oscuro cautiverio y habitar con su exquisito sabor mi anhelante paladar. Y no contestaba, claro. Y mi madre cambiaba de tercio: “Demetrín, ¿ya estás con los dulces?” Pero para entonces no podía aunque quisiera contestarle porque ya tenía la boca llena de aquella dulce harina tostada con secretos sabores a matalahúga, ya tenía alojada en mi boca la aceitada que confirmaba así, dulce, triunfante, mi bienvenida a la Semana Santa.


 

viernes, 11 de marzo de 2022

ESPAÑA EN SEMANA SANTA (I)

 


    Ahora que la Semana Santa está cada vez más cerca, incluyo aquí una serie de cuadros semanasanteros cuyos protagonistas son dos amigos que se conocen desde que coincidieron en sus estudios universitarios y desde entonces se han demostrado siempre una lealtad incondicional. ¿Será así siempre?


Truco infalible

Lisardo Domínguez y Cristóbal Valencia son amigos desde la Universidad y hasta ahora, con casi cuarenta años de edad cada uno, no ha habido entre ellos una palabra más alta que la otra, salvo una vez en que el amor de una mujer estuvo a punto de separarlos. Son solteros, bromistas indomables, quizá algo más Lisardo, cultos por igual y viajeros empedernidos los dos.

Ahora, durante uno de esos continuos viajes, se encuentran en Granada.

Llegaron ayer dispuestos a ver alguna procesión emblemática de la ciudad y, de paso, admirar la belleza nazarí de La Alhambra, cuya visita concertaron meses atrás, la Catedral y la Huerta con la Casa-Museo de Federico García Lorca, sin olvidar darse algunos garbeos por el Albaicín y sus tablaos flamencos y visitar los bares de tapas que se reparten por toda la ciudad.

Precisamente el alegre vía crucis de tapa y vino les había retrasado la llegada a la Plaza Nueva, donde tenían previsto presenciar el paso del Cristo crucificado que, descendiendo de La Alhambra por cuestas imposibles y salvando finalmente el Darro, llega en olor de multitudes a la Plaza. Y realmente había allí aglomerada tanta gente que era imposible dar un paso para acercarse a ver más de cerca el rostro de Jesús contraído por el dolor, como querían los dos amigos, especialmente Cristóbal, que además tenía previsto tomarle al Señor una fotografía de primer plano.

El cielo, encapotado, daba a la noche una oscuridad singular y sólo el paso del Crucificado, alumbrado por faroles, destacaba su imponente presencia en medio de tanta penumbra. Las cornetas, enmudecidas de repente, habían dejado paso a los redobles solemnes de los tambores. Cristóbal resoplaba sin parar y su malhumor iba en aumento. Entonces Lisardo arrimó sus labios al oído de su amigo y le susurró unas palabras. Cristóbal asintió sonriendo. Acto seguido, Lisardo abrió los brazos, puso los ojos en blanco y empezó a cantar mientras echando un paso hacia adelante:


         --Cristoooo, Cristoooo…

La gente empezó a abrirse a un lado.

--Es una saeta—dijo alguien—apártense, por favor.

Lisardo siguió avanzando mientras no dejaba de cantar:

--Cristoooo, Cristoooo…

Y así llegó a la primera fila de espectadores sin dejar de cantar todo lo fuerte que podía:

--Cristoooo, Cristoooo….

Entonces se giró hacia donde había quedado su amigo y gritó por última vez:

--¡Cristóbal, ven acá que ya hay sitio!

Había resultado ser un truco infalible para alcanzar los dos amigos un lugar preferente para presenciar la procesión, pero las consecuencias, como puede esperarse, no fueron igual de halagüeñas.

 

 


 

La bola de cera


Tras su paso por Granada, Cristóbal y Lisardo tomaron un tren rumbo a Huelva. Durante el trayecto habían querido evitar por todos los medios sacar a relucir lo del truco infalible que habían empleado para llegar a la primera fila de la procesión, hablando de la magnífica restauración de la Fuente de los Leones de La Alhambra, de la tumba de los Reyes Católicos de la Catedral o de los altos cipreses y los olorosos arrayanes que rodean la Casa-Museo de Lorca y de la cola inmensa de gente que esperaba en la puerta para visitar los recuerdos del autor del Romancero gitano. Sin embargo, la anécdota del Cristo en la Plaza Nueva de Granada pugnaba por salir por todos los resquicios de la conversación para acabar irrumpiendo en ella. Y lo hizo.

--Si no hubiera sido por la mujer que se tomó como un chiste tu ocurrencia—dijo al fin Cristóbal—, quitándole de la cabeza a su marido la idea de arremeter contra nosotros, no sé si habríamos logrado salir de allí sin que los crucificados fuéramos nosotros.

--Sí, porque al buen hombre sólo le faltó librarse del pañuelo que llevaba al cuello para ahorcarnos allí mismo ante los ánimos que le daban dos o tres energúmenos como él.

--Ahora sólo espero, Lisardo, que no se te ocurra nada parecido en Huelva…

--Bueno, no me eches a mí toda la culpa; que tú no hiciste ningún asco al plan que te había propuesto yo minutos antes.

--Tienes razón. Tengamos la fiesta paz y disfrutemos de la Semana Santa de la ciudad de Colón la jornada y media que nos espera allí, antes de iniciar nuestro largo viaje a Zamora, y a ver si podemos asistir a una saeta de verdad.

Por teléfono ya habían concertado una habitación doble en una pensión de la Plaza de las Monjas, y allí se encontraban ya los dos amigos a la hora de comer. Por la tarde después de una buena siesta, se dispusieron a salir a la calle para asistir a alguna procesión. En la recepción encontraron al hijo de la dueña que, junto a ella, acariciaba con ilusión su bola de cera, reunida durante la procesión de la noche anterior.

--Buena bola—dijo Lisardo al pasar a su altura.

--Aún me queda. El año pasado logré amasar una del tamaño de un balón de fútbol. Con la procesión de esta noche espero aumentarla el doble. Me conocen todos los cofrades.

Su madre, riendo, intervino:

--Sí, y también ese chico de la calle del Puerto. Ya sabes cómo acabó la bola del año pasado.

--¡Mamá!

Cristóbal se interesó.

--¿Qué pasó?

El chico seguía acariciando la bola de cera sin decir nada.

--¡Anda, hijo, cuéntaselo a estos señores!

El chico levantó la mirada de la bola y la fijó afligida en los forasteros, que se quedaron sin saber qué había ocurrido porque el chaval sólo dijo:

--Lo del año pasado no tiene ya remedio. Pero éste será diferente. Lo tengo perfectamente planeado.

Y desapareció con su bola en el interior de la pensión. Los dos amigos se miraron con aire de decepción, mientras la mujer les decía resignada:

--Cosas de críos. –Y ante la intención de los huéspedes de salir a la calle, añadió:-- Si quieren ver bien la procesión no vayan a la carrera oficial. Bajen hasta la calle del Mercado. En una hora pasará por allí y podrán verla a sus anchas, apenas sin público. Pero si lo que desean es contemplar algo fuera de lo normal, vayan a Moguer. Allí los desfiles, las saetas, la emoción de la Semana Santa no tienen igual.

A Moguer tenían pensado ir los dos amigos al día siguiente, después de dejar la pensión. Querían cumplir con una promesa que se habían hecho respecto a la Casa-Museo de Juan Ramón Jiménez y un par de cosas más relacionadas con el autor de Platero, su burrito favorito, y con Zenobia, su mujer. La procesión de la tarde no fue ni chicha ni limoná, y la de la noche poco más, a excepción de haber oído una más que pasable saeta en la plaza de la Mercé y visto deambular desesperado entre las dos hileras de encapuchados al hijo de la posadera, para lograr engordar su bola de cera con lagrimones de las llamas de los cirios, mientras otro chico hacía lo mismo unos metros atrás sin la suerte del primero.


          A la mañana siguiente, tras despedirse de la posadera para partir hacia Moguer, encontraron a su hijo en la puerta de la calle.

--¿Qué, cómo ha ido con tu bola de cera?—preguntó Cristóbal--. Anoche te vimos con ella. Parecía que llevabas la bola del mundo en tus manos.

El chico rió.

--Bien. Antes de perderla con algún que otro golpe de propina, preferí dársela al chico de la calle del Puerto.

--¿Te dio pena su mala suerte?—preguntó esta vez Lisardo.

El chico rió de nuevo antes de contestarle:

--Bueno, algo sí. Pero esta vez he sacado algo a cambio: un álbum de cromos de futbolistas. Además, reunir una bola de cera no es nada difícil… al menos para mí.

 

 

 


Sorpresa en Moguer


Nada más llegar a la Casa-Museo de Juan Ramón Jiménez, Cristóbal y Lisardo saludaron con caricias al burrito de bronce del patio, que no dejaba de soñar en amapolas y en una nube de niños montados sobre su lomo; luego entraron en la sala de actos donde un profesor invitado hablaba a una escurrida concurrencia de la Semana Santa de Moguer. Los dos recién llegados pidieron perdón con gestos al conferenciante y se sentaron en la última fila ante la mirada curiosa de los oyentes. La charla, que seguramente había empezado mucho antes, acabó enseguida. Hubo aplausos tímidos y la gente salió de la sala para recorrer las dependencias de la Institución. El conferenciante recogió sus papeles y al pasar a la altura de los dos amigos, se paró y, sonriendo como un conejo, les sorprendió con las palabras siguientes:

--No se han perdido gran cosa, señores. En realidad, yo que soy de Baeza, prefiero la Semana Santa de mi pueblo. Pero las obligaciones son las obligaciones y quien paga tiene derecho a que se le sirva en consonancia. ¿Les gustan a ustedes las Semanas Santas andaluzas?

Cristóbal y Lisardo se miraron sin saber qué contestar. Lo hizo por ellos el profesor invitado.

--Si quieren que les diga la verdad, a mí no me gusta tanto jolgorio y piropos, tanta saeta y bulla por las calles al paso de las procesiones, tanto lujo y tanta profusión de flores y luces. A mí lo que me gusta en realidad es la seriedad, el recogimiento, la sencillez y la solemnidad de las procesiones castellanas…

Lisardo se atrevió a interrumpirle.

--Perdone, pero ¿no ha dicho usted que es de Baeza?

--Sí, por eso lo digo. Verá: de todas las Semanas Santas andaluzas la que más se parece a las castellanas, a la de Valladolid o a la de Zamora, por ejemplo, donde reina el silencio, la devoción y la sencillez, la que más se parece a ellas es la de Baeza.

Los dos amigos se volvieron a mirar.

--No lo sabíamos—dijo Cristóbal.

--¿Les interesaría conocerla? Adivino por su presencia en esta Casa y por su comportamiento general que ustedes son personas educadas y cultas y sin duda interesadas por conocer nuestro rico patrimonio nacional. ¿No es así?

Asintieron los dos amigos.

--Miren. Ahora debo asistir a un acto religioso en la Plaza de Zenobia, al que estoy invitado por el alcalde y el presidente del Museo. Se trata de presentar al pueblo un nuevo Cristo Crucificado de la escuela de Becerra que posiblemente desfilará dentro del programa de procesiones de la localidad. Pero luego cogemos el coche y salimos hacia Baeza. Y ahora, ¿me acompañan a ese acto? Será cosa de poco tiempo.

Los dos amigos se consultaron con la mirada y Lisardo contestó por los dos:

--Iremos con usted a Baeza encantados, pero no tenemos reservado el alojamiento.

-- ¿Alojamiento? Por eso no se preocupen: les dejaré un pequeño piso que tengo cerca de la Universidad de Antonio Machado. ¿Vamos?

El acto fue breve y mientras el atento profesor dirigía al público reunido en la plaza una breve charla sobre el Cristo del nuevo paso, los dos amigos comentaban su buena suerte. Lisardo, sin embargo, dijo:

--Mientras la cosa no acabe torciéndose una vez nos encontremos en Baeza.

--¿Qué quieres decir?

--No lo sé. No me gustaría que ese profesor, que parece tan hospitalario, nos tuviera reservada una sorpresa.

--¿Otra? ¿No te parece suficiente la que ya tenemos? Además, todos somos adultos y, como otras veces, nosotros dos sabremos salir adelante. Con inteligencia y dinero…

--Tienes razón. A la aventura.

Momentos más tarde, aunque las autoridades de Moguer les invitaron a comer, el profesor de Baeza y los dos amigos prefirieron partir hacia esta ciudad y en un hotel de carretera que conocía el profesor se detuvieron a comer. Lisardo se adelantó para pagar la cuenta, pero el camarero, ante una seña que le hacía el profesor, le presentó a éste la dolorosa. Tampoco les dejó pagar el café, así que abrumados los dos amigos por tanta generosidad no sabían qué pensar.

Llegados a Baeza, el profesor les llevó al piso prometido. Desde el balcón se divisaban campos y campos de olivos.

--¡Vaya vista, eh!—dijo uniendo los labios en su característica sonrisa de conejo--. Les doy una hora para asearse. Aquí tienen de todo. Luego vengo a buscarles para enseñarles la procesión.

Y se fue, mientras los dos amigos le daban las gracias de todo corazón. Enseguida, para acentuar aún más su sorpresa, comprobaron que, efectivamente, en aquel piso tenían de todo: la nevera llena, limpieza y orden por todas partes, una biblioteca ricamente surtida y dos dormitorios con sendas camas grandes y muelles.

--Esto tiene que tener trampa—sentenció Lisardo.

--No adelantemos acontecimientos. Además, el profesor no nos ha pedido nada a cambio.

--Todavía, amigo, todavía.


martes, 18 de octubre de 2016

MEMORIAS DE UN JUBILADO. EL PREMIO I



La tertulia de Jurado (1)


Algunas veces que mi mujer me acompañaba a la tertulia de Jurado, sobre todo, a partir de cierto tiempo en que empecé a sentirme allí como en mi casa, íbamos los cinco o seis más avenidos de la tertulia a un bar de la Ronda de San Antonio, que estaba pegando al Mercadillo de libros de ocasión, y allí charlábamos de nuestras familias y de los proyectos literarios que teníamos. Pero eran las cuatro paredes del salón principal del piso de Jurado donde tenía lugar lo más importante. Allí dentro, alrededor de la mesa presidida por el poeta anfitrión, rodeados de estanterías de libros, encima de una de las cuales el busto de Galdós nos miraba siempre protector, era donde crecía la amistad, el respeto y la admiración entre nosotros, pero también las inquietudes personales de llegar más lejos en el reconocimiento de nuestra obra particular, que con el tiempo, se fueron convirtiendo en pequeñas envidias, especialmente cuando alguno conseguía algún premio. Como cuando el amigo Vicente Rincón obtuvo el Premio de Poesía Ciudad de Martorell.
Ya estoy volando demasiado lejos. Debo volver a aquella primera vez que pisé la tertulia de Jurado, tras el envío de Cangilones si quiero poner cierto orden a estas memorias. Cuando junto a la puerta de la calle pulsé el timbre del piso, el corazón amenazaba salírseme por la boca. De repente, una voz de hombre me preguntó desde arriba quién era. Le dije mi nombre y tras un ruido electrónico se abrió la puerta. Entré en el portal y empecé a subir las escaleras. Aunque era todavía bastante joven, llegué arriba a punto de echar los bofes. En la puerta del piso me esperaba un hombre mayor que yo, de cabeza grande y pelo fuerte y encrespado de color zanahoria, que se presentó como Matea, me dio la mano y me invitó a entrar. Luego le seguí por un pasillo hasta el salón donde estaba reunida la tertulia.
Aquel día fue memorable. Además de conocer al poeta de poetas y director de la tertulia José Jurado Morales y a Matea, que fue quien me había abierto la puerta, tuve la suerte de conocer a dos poetisas de alto vuelo, ambas licenciadas como yo e igualmente colegas del mismo gremio. Una, Isabel Abad, que había cursado Clásicas, de verso elegante a la vez que profundo y culturalista, como se llamaba entonces a una corriente poética recién nacida y a cuyos representantes los manuales al uso bautizaban de Novísimos, y la otra, Esther Bartolomé, licenciada en Filología Románica, que era la persona que había contestado a mi carta invitándome a asistir a la tertulia, una mujer tan joven como sabia, autora de libros de poesía y de crítica literaria y colaboradora de revistas de tirada nacional y de reconocida solvencia, como Ínsula o La estafeta literaria, por citar dos de ellas.
En aquella primera reunión también conocí a una pareja singular formada por la poetisa aragonesa Sofía Sala, fina y rubia como un ángel, de voz reposada y mágica, y su marido Aurelio, un hombre de leve sonrisa, demacrado y enfermizo que cuando se envolvía en su abrigo, que era casi siempre, aun en temporadas de bonanza climática, parecía desaparecer dentro de él; y a otros poetas como Vicente Rincón y Carreta, que resultó ser muy amigo de Matea; estos dos últimos, Carreta y Matea, eran los dos tertulianos más asiduos, según puntualizó José Jurado Morales. Jurado era un anfitrión perfecto: él mismo preparaba en la cocina contigua café para todos los circunstantes. Como poeta, poseía un gusto exquisito y escribía una lírica profunda a la vez que musical, como pude comprobar ya aquel mismo día, cuando nos leyó, a petición de Esther, el Pórtico del libro que acababa de publicar en Rondas, la editorial que él dirigía, Poemas del amor radiante:
“Cancelas abre al AMOR
con trovas y madrigales,
que al amor le agrada el verso
con las sílabas cabales.
Cancelas abre al AMOR,
que pasará tus umbrales
si le ofreces, como en prenda,
miel de flor en tus panales…”

Luego me hicieron hablar de Cangilones y me invitaron a leer algunos poemas. Aquella mi primera tertulia literaria me fue de gran utilidad pues Jurado, sacando a relucir una de sus cualidades más celebradas, me proporcionó generosamente una lista de escritores y poetas nacionales y extranjeros a quienes me sugirió que les enviara ejemplares de mi libro para que lo conocieran y opinaran sobre él. Recuerdo que me dijo:
--Esa es la regla número uno que debe seguir al pie de la letra el neófito si quiere ser conocido en el mundillo literario.
Y esas cosas y todo lo decía con hablar pausado y riguroso. Y yo, ilusionado como siempre, me puse a mandar Cangilones, junto con la recomendación de Jurado, a cuantos escritores y poetas me alcanzaron los ejemplares que tenía, a excepción de una veintena, que conservé para casos imprevistos. Me contestaron muchos y de ellos recuerdo especialmente las palabras generosas de dos figuras señeras de nuestra poesía contemporánea, Carlos Murciano y José García Nieto, amigos personales de Jurado. Amigos que al año siguiente, con motivo de un homenaje que la Casa de Andalucía de la Vía Layetana le hizo al poeta de Linares, acudieron muy gustosamente para hacer una semblanza muy emotiva de Jurado Morales. Esa noche compartí tiempo y emociones con esos dos poetas, con el homenajeado y con otros poetas de la tertulia, como Matea, Carreta o Rincón, en el restaurante Las cinco Villas de Barcelona, situado delante del antiguo estadio del Español, en la avenida de Madrid. En un momento dado de la cena, me atreví a ir a la mesa que ocupaban junto con Jurado y, tras presentarme, les di las gracias por las palabras amables que ambos habían dedicado a Cangilones.



Recuerdo que al acabar aquella mi primera tertulia, Matea y Carreta se ofrecieron a acompañarme en el viaje de vuelta a casa en metro hasta Sagrera, donde hacía trasbordo para tomar el tren que me llevaba a Horta. Ellos, que seguían el viaje en la misma vía, me dijeron que vivían en Cerdanyola. Uno, Carreta, era vigilante nocturno en obras de construcción, y Matea capataz en la fábrica de amianto de Aiscondel. El más hablador era Matea, que no dejaba de sacar de los bolsillos de su chaqueta recibos de la empresa donde había escrito al dorso borradores incontables de poemas para leérnoslos en el viaje en voz alta, ante la sorpresa de los demás viajeros. Matea tenía una letra pequeña, rápida y angulosa que recorría el renglón de un lado a otro, y él la leía igual de rápido, como si tuviera miedo a que se le fuera el tiempo y no pudiera leer todo lo que  quería. Y pasaba al siguiente papel. Y explicaba cómo había empezado a escribir en él, qué ideas le habían venido a la cabeza cuando escribía o en qué o quién estaba pensando antes de dejar bolar el bolígrafo. Aquel día me regaló dedicado uno de sus libros de sonetos (siempre llevaba a la tertulia algún libro para regalar y dedicar); el poemario se llamaba Sonetos en gris mayor, que había obtenido el premio de Diputación de Albacete veinte años atrás pero que había sido publicado el año 1977. Fue poco antes de que yo abandonara el vagón en Sagrera. Justo cuando me recomendó que fuera al cine a ver Sonata de otoño, de Bergman, una historia, me dijo de amor materno-filial llena de desencuentros, amores, odios, reproches, música de la buena y poesía, mucha poesía, en el texto, en los ambientes interiores de la casa donde se mueven los personajes, en los paisajes del lago… Justo entonces, sin transición ninguna, me dijo que era de Albacete y que había venido con su madre a Cerdanyola después de la guerra civil. Quedamos en vernos en la tertulia para dentro de dos sábados porque el siguiente yo tenía que hacer otras cosas con la familia y me era imposible asistir.
Pensé en ir al cine un día de aquellos para ver Sonata de otoño, y pensé también en la bella novela del mismo nombre de Valle-Inclán. Y entonces abrí el libro de Matea mientras el tren me llevaba a Horta. Lo primero que descubrí en él fueron algunos comentarios que habían escrito sobre su obra escritores españoles muy conocidos como Pemán, Leopoldo de Luis, Cristóbal Benítez, Luesma Castán, Buero Vallejo, Antonio Beneyto, Juan Antonio Villacañas o el mismo Jurado Morales, que había consignado: “La poesía de Matea es un espejo en el cual podemos ver su imagen, tal como es él mismo. Poeta que logra expresarse con la difícil sencillez, logro que no está al alcance de todos.”
Luego leí el primer soneto:
“Quisiera ser cual soy, tener pan tierno,
un beso de mujer, de vino… un vaso,
que no quiero vivir con el fracaso
de buscar gloria y encontrar infierno.
¿Por qué ambicionar más si, en mi gobierno,
encuentro la salud hasta el ocaso
y el dulce hogar que acoge, donde paso
las horas frías del helado invierno?...”



 He mencionado arriba, entre los escritores que opinaron sobre el libro de Matea, a Cristóbal Benítez. ¡Ay, Cristóbal Benítez!, ¡cuántos buenos recuerdos conservo de él! No hace mucho nos dejó. Era un poeta andaluz, de Montejaque, Málaga, una persona simpática y generosa donde los haya que ya se había dado a conocer como amante de las musas poéticas en 1968, con Sendero en el alba, título sugeridor que parece ya indicar a las claras el arranque esperanzador de su largo camino lírico. Cristóbal fue un asiduo asistente a la tertulia de Jurado desde sus inicios, como Matea, Carreta, Rincón o Díaz Borges, por citar otro poeta de cuerpo entero, de gran corazón e igualmente generoso conmigo desde el primer momento en que nos conocimos, del que ya hablaré en otro momento. Ahora le toca el turno a Cristóbal.
Cristóbal entregó a Rondas su segundo libro, también de título elocuente, Del camino y la esperanza, para que viera la luz en 1976, tres años antes que mi Agua vivida. Jurado escribió de él en la solapa del libro: “Se trata de un poeta que, conmovido ante el paisaje, lo describe con ternura, ofreciéndonos siempre la imagen real, viva.” Autodidacto, supo construir un camino propio en medio de tantos poetas como a diario surgían en la época aquí y allá con miles de páginas dedicadas a cantar la belleza. Hay mucha poesía echada al mundo, pero hay muy pocos poetas que sepan verla y expresarla, y uno de ellos era sin duda Cristóbal Benítez. Con palabras de Jurado, “poema a poema coordina espíritu y corazón, hasta entregarse sobriamente en cada verso con un enternecido acento: el de la poesía verdadera.” Del camino y la esperanza muestra una métrica variada: versos libres y sin rima, versos con rima asonantada y versos sujetos al rigor de las estrofas clásicas; y en todos un corazón sincero y generoso y una mente libre e independiente, siempre al servicio de la tolerancia y el amor, del canto y del optimismo. Cuando se me pregunta si la poesía de Cristóbal es de matiz social o intimista, respondo sin dudar que Cristóbal es un poeta que cultiva un intimismo social porque al hablar de sí mismo se vale de los sentimientos de los demás y al hablar de los demás lo hace a través de su propia manera de sentir y de pensar. El libro contiene sonetos donde el intimismo social prevalece y tiene romances donde lo social aparece interiorizado. Y otras composiciones donde ambos ingredientes están tan sabiamente mezclados, que es difícil discernirlos. Como puede comprobarse en Pon de tu pan, poema que dedica precisamente “a José Jurado Morales, porque de su celemín yo cogí algún grano de trigo.”
“Cuando sientas, amigo,
herido tu costado por traidora lanza,
no te dejes vencer por su latido
y bébete la pena con tus propias lágrimas.
Siéntete más entero.
Muerde la vida. Agárrala:
renace de tu propia desventura.
Ánimo y no decaigas.
Sigue llamando. Así es la vida,
y, si alguien responde a tu llamada,
dale la mano, mírale a los ojos,
y con tu sentimiento y tu palabra
dile que vienes por las sendas solo,
pero sin renunciar a la esperanza.”



En cuanto a José Díaz Borges, igualmente desaparecido, tinerfeño de Guía de Isora, estudió Bachillerato Universitario en Ciencias por la Universidad de San  Fernando de La Laguna (Tenerife). Fue Maestro de Primera Enseñanza, Practicante en Medicina y Cirugía con especialidad en Anestesia, Medicina de Empresa y Podología y “Oficial del Ejército en situación de retirado”, como le gustaba a él retratarse en sus Bio-bibliografías. Además era una persona educada, seria, culta, atenta y generosa como pocas he conocido, y desde luego nacida para ser poeta de cuerpo entero, pues ya  a los catorce años publicó su primer libro, Horizontes de zafiro. Le siguieron otros poemarios como En la sólida piedra, La luz herida y, últimamente, Cantos a Miguel Hernández, que vio la luz en Rondas un año antes que mi Agua vivida. Los Cantos fueron seleccionados en el Premio de Poesía de Ciudad de Martorell de ese mismo año 1978. Está formado por 25 sonetos, varias composiciones de diferente extensión métrica que titula Ecos y un extenso poema de versos libres, No puedes luchar. Como afirma Jurado en el prólogo, José Díaz Borges “en este nuevo poemario, Cantos a Miguel Hernández, rinde un fervoroso homenaje a esa gran figura de nuestra lírica…” Y más abajo: “Hay en estos sonetos mucha admiración que el poeta expresa con acento tierno unas veces y otras con cierta aspereza porque así lo requiere la configuración de lo que hay en el fondo del soneto, donde se despejan los contornos de la recia personalidad de Miguel Hernández de tan destacados matices humanos como espirituales.” Tiene razón Jurado. Eso es lo que hay en este libro: mucha humanidad y mucha espiritualidad. Sin espigar demasiado, encontramos bellos ejemplos en el libro. Sirva de muestra el soneto titulado Te me vas:
“Te me vas de la cuenca de mi mano
como el agua en el alma, fuente o río,
para dejar cegado este vacío
como si se evaporase un oceano.
Pero te gano, creo que te gano
para volver de nuevo al pecho mío,
y, en armonioso canto, un dulce pío
escucho de tu voz, poeta hermano.
No se apaga tu voz, tu voz resiste
contra el odio, la muerte y la cizaña;
por todo aquello que en el verso diste
hoy de nuevo te aclama y vibra España,
cual gigante, Miguel, morir supiste.
¡Hoy mi verso en la gloria te acompaña!”

viernes, 3 de octubre de 2014

LA EXTRAÑA SEMILLA




Antes de que se lo llevaran, estuve hablando con él del asunto que lo había puesto en aquella situación extrema. Entre palabras a medias y conversaciones alocadas, logré arrancarle lo que sigue.
“Yo tuve un duende, llamado familiar aquí en la isla, y lo cuidé con abundante comida y bebida, tal como los duendes exigen que sus amos los cuiden. Me ayudaba en la casa y en la huerta y rendía como tres hombres juntos. Mis vecinos no podían creer lo que veían sus ojos. El patio delantero siempre limpio, los muebles de la casa relucientes, la comida y la cena puestas a la hora en la mesa, el corral ordenado, con los animales atendidos y los aperos de la huerta preparados. Y en cuanto a la huerta, los vecinos se echaban las manos a la cabeza sin entender cómo sacaba adelante yo solo el trabajo de escardar, labrar, abonar, regar, podar, recoger la fruta y la alfalfa y almacenar la cosecha en las cámaras. “Debes de estar agotado”, me decían. Y yo me reía para mis adentros. Hasta que la redoma negra en que lo guardaba se me cayó de la repisa de la cocina y se hizo trizas. Entonces la semilla de la planta efímera, de la que estaba hecho, al contacto con la luz, se pudrió en un santiamén produciendo un olor tan nauseabundo que estuvo varias semanas apestando toda la casa. Ya no me dio tiempo a crear otro duende porque fue cuando se presentaron en casa los agentes de la ley para detenerme. Sé que fueron mis vecinos, que, envidiosos de mi buena fortuna, debieron avisar a la policía de que algo raro ocurría en mi casa.”
Esto fue lo que más o menos saqué en limpio de la historia que me contó el sujeto entre conversaciones alocadas y palabras a medias antes de que se lo llevaran al manicomio de la capital de la isla. Y un detalle de su historia se me había quedado flotando en la cabeza sin que acertara a explicarme su significado. Era el de la semilla de la planta efímera. ¿Qué clase de semilla debía de ser esa que, encerrada en una redoma negra, era capaz de crear un duende?
Así que deseando darle a la historia un viso de veracidad, me fui al manicomio de la capital de la isla a hacer una visita a mi hombre aun sabiendo que aquello no parecía tener ninguna lógica y cualquiera que se parara a examinar lo que pretendía hacer me habría tomado también por loco. De todos modos, me convencí a mí mismo de que hacerle una visita para que me contara algo más de la extraña semilla me serviría al menos para tener algo que narrar en el futuro más inmediato.
El caso es que, sin parar en mientes, me presenté en el frenopático a preguntar por el recién ingresado. Mentí al director diciéndole que era un pariente lejano, a lo que la autoridad del centro no puso ningún reparo; al contrario, me dio las gracias porque, según él, dado que el enfermo no tenía ningún pariente conocido, mi presencia allí le podría reportar algún bien. Sin embargo, antes de permitirme verlo, se interesó por el motivo de mi visita. Y ahora viene lo más curioso del caso, y es que, sin encomendarme ni a Dios ni al diablo, empecé a hablarle de la semilla… No me dejó terminar y esbozando una sonrisa escéptica me dijo sin rodeos que eso de la semilla de la planta que en un día germina, crece, se desarrolla y muere y que si se encierra en una redoma llega a crear un familiar que todo lo puede no era más que una superstición que corría entre la gente más crédula de la isla, cosas de películas, como la que Eduard Norton en El ilusionista ejecuta con la semilla de naranja, la cual, ante los espectadores que abarrotan el teatro, se hace en cuestión de segundos un naranjo con sus naranjas correspondientes, que arroja entre el público. A mí también me parecía que eso no podía existir nunca, pero que para crear una ficción valía. Y sonreí, como el director. Aunque también vi  que presionaba disimuladamente un timbre que tenía sobre la mesa, seguramente para llamar a los cuidadores del manicomio para que se hicieran cargo de mi persona; de modo que, pretextando una urgencia, puse pies en polvorosa ya que de ninguna manera quería acabar en una habitación parecida a la que ocupaba el protagonista de mi historia.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

DICCIONARIO PERSONAL DE ZAMORA San Atilano, B, Calle de Balborraz, el Barandales







ATILANO, San
Es el santo por antonomasia de nuestra ciudad. Fue en la antigüedad el primer obispo de Zamora, aquel obispo que, tras descubrir que no era digno de pastorear a su grey zamorana, un amanecer abandonó la ciudad por el puente que lleva su nombre, hoy en ruinas (sólo quedan volcados sobre la corriente del río, a la altura de Olivares, dos o tres de sus cortamares), y el santo en medio del puente, se despojó de su anillo episcopal y lo arrojó al Duero mientras pronunciaba la frase que todos los zamoranos recordamos tan bien: “Cuando volviere a ver este anillo y sólo entonces, pensaré que Dios se ha apiadado de mí y perdonado mis faltas.” Y cuenta la leyenda o el milagro que, después de recorrer el mundo haciendo bien a cuantos se encontraba en su camino, a escasa distancia de la ciudad, donde hoy se levanta el cementerio que lleva su nombre (durante mi infancia oía decir de una persona que acababa de morir que la llevaban a San Atilano), decía que a escasa distancia de la ciudad Atilano, vestido de mendigo, llegaba a una posada pidiendo alojamiento. La dueña, que en ese momento entraba en la cocina con unos barbos del río, accedió a dárselo y, mientras ella iba por agua al pozo, le pidió al vagabundo que fuera limpiando los peces, que comerían más tarde. Así lo hizo Atilano y al abrir el vientre de uno de los barbos, halló su anillo episcopal. Entendió que Dios deseaba que volviera a ser obispo de Zamora y se lo puso en el dedo mientras todas las campanas de la ciudad empezaron a darle la bienvenida y sus andrajos de mendigo se cambiaron por las sagradas ropas de Obispo. ¡Cómo me gustaba que el maestro nos repitiera una y mil veces aquel milagro o aquella leyenda de San Atilano!

Luis Cortés Vázquez dijo en su mencionada obra:
“Pero sigamos con Atilano que durante algunos años vivió de limosnas, hasta que una voz de lo alto así le ordenó en sueños: Atilano, vuelve a pastorear a tus ovejas, que tus preces han sido escuchadas.
“Fiel a este divino mandato volvió sus pasos a Zamora, deteniéndose antes de penetrar en ella, para pasar la noche, en una casa hospitalaria contigua a la capilla de San Vicente de Cornu, asentada extramuros y dando vista a la ciudad cercana, no lejos del arrabal del santo sepulcro, en el lugar que hoy ocupa el camposanto.
“Será aquí y ahora, como todos sabemos, donde entra en escena propiamente el primer pez de la historia zamorana, pródiga en ellos, el famosísimo barbo tragasortijas…”








B




BALBORRAZ, Calle de
Para nosotros, Cuesta de Balborraz, nace en la Plaza Mayor, junto al Ayuntamiento Viejo, y muere en los Barrios Bajos al pie del Duero. Lleva el nombre de la Puerta de la Cabeza (en árabe, Bab al-Ras) puerta de la muralla que aquí se levantaba antiguamente, y donde al parecer se colgó la cabeza del caudillo bereber Ahmed ben Muawiya tras perder la vida en la batalla del Día de Zamora del siglo X, gloriosa victoria para los cristianos súbditos de Alfonso III. Es esta calle empinada buen escenario para algunas de las procesiones de nuestra Semana Santa, entre ellas, el Yacente, la de la Virgen de la Esperanza o la de Jesús Resucitado, que el Domingo de Gloria sube por ella para encontrarse con su Madre en la Plaza Mayor entre estampidos de cohetes y repiques de campanas, que de ese modo celebran la resurrección del Señor. La imagen de Jesús, como muchas otras de nuestra Semana Santa, es obra del imaginero zamorano Ramón Álvarez, al que, por cierto, se le dedicó una lápida en una casa de la cuesta conmemorando el centenario de su nacimiento. Recuerdo con lágrimas en los ojos que por aquí acompañaba a mi padre en su labor de cobrador de seguros.

El mencionado Luis Cortés dejó escrito en su también aludida obra:

“Enrojeció sus aguas el Duero con la mucha sangre que se derramó en los combates, pues hemos de asentar que precisamente los más enconados tuvieron al puente como escenario principal. Lidióse igualmente con toda aspereza por los que es hoy barrio de Santiago, y hacia la parte de Valorio. Había sido dirigida esta aceifa bereber por el caudillo Ahmed ben Muawiya, pretendido Mahdí o Profeta que, subiendo victorioso hasta Zamora con nutrida horda de fanatizados correligionarios, acabó con su cabeza clavada sobre una de las puertas de la ciudad. Seguramente entonces, aunque después cambiara de emplazamiento, nació la denominación de la castiza y pina calle de Balborraz, pues no otra cosa quiere decir en lengua árabe…”







BARANDALES, El
Es una figura ligada a la Semana Santa. Sin ese hombre que voltea sus campanas atadas a las muñecas al frente de las procesiones. Muchas de ellas perderían su personalidad. Ha habido a lo largo de la historia de nuestra Semana Mayor muchos Barandales, unos más mayores, como aquel España del que me hablaba tanto mi padre, y otros más jóvenes; pero todos llevaban la estampa de la seriedad en su forma de tocar y en sus andares. Avisaban con sus repiques que la procesión que esperábamos con ansia apostados en alguna esquina de la ciudad se estaba acercando. Parece ser que el origen de su existencia se remonta al siglo XVI, en que ya hacía de campanillero avisador de desfiles procesionales. Son tan queridos entre nosotros estos barandales, que en los años noventa el escultor zamorano Ricardo Flecha (comenzó su actividad como aprendiz en el taller de escultura de nuestro buen amigo Ramón Abrantes, de quien ya tratamos en nuestro Diccionario) esculpió una imagen del Barandales que acabó colocándose en la plaza de Santa María la Nueva, delante del Museo de la Semana Santa; asimismo se le puso el nombre de Barandales a la pequeña calle que separa la Plaza anterior de la de Viriato.

Dije en mi poema Barandales, que dediqué a España, el primer Barandales que conocí (del ya mencionado Zamora, entre la ausencia y el reencuentro):

“Tío Barandales, dales, dales…,
suena en el alma de los chavales
mientras los pasos pasan solemnes
por las callejas viejas, perennes.
Esas campanas, como latidos,
suenan a tiempos nunca perdidos
en lo más hondo del corazón
como una eterna, viva canción.

Tío Barandales, dales, dales…
Las campanadas suenan iguales
en la distancia y en la presencia,
En los adultos y en la inocencia.
Semana Santa de mi ciudad.
Los pensamientos son de piedad
mientras voltean esas campanas
viendo a las gentes tras las ventanas
mirar con ojos tiernos, llorosos,
los latigazos tan dolorosos
que sufre Dios en su soledad.

Sigue tocando, tío Barandales,
tío Barandales, dales, dales…,
para que nunca nos olvidemos
de aquellas cosas que hoy no tenemos
y que un día fueron nuestra Verdad.”