Aunque no se crea, la historia que voy a contar le
sucedió a un sencillo ciudadano de Tordera llamado Pere Portes, el cual el 23
de agosto de 1608 recibió en su casa la reclamación de una deuda que ya había
satisfecho tiempo atrás. La sorpresa que se llevó fue mayúscula, pero no
desesperó porque sabía que el notario de la villa debía guardar en algún sitio
el recibo con su deuda pagada. Sin embargo, su sorpresa aumentó cuando se
enteró de que dicho notario había fallecido un mes antes y en su casa no se
encontró por ningún lado el dichoso recibo. Así que desesperado de su mala
fortuna, no pudo por menos de exclamar: “¡Ojala el diablo me acompañe al
infierno para hablar con el maldito notario!”
No había acabado del todo de pronunciar la frase,
cuando se le apareció un caballero ofreciéndose a llevarlo a lomos de su
cabalgadura a donde había deseado ir. Con más miedo que vergüenza aceptó el ofrecimiento,
y en cuanto se hubo acomodado en la silla a espaldas del caballero, que no era
otro que el Diablo, el caballo salió a galope y antes de que se arrepintiera de
la locura que había hecho, Pere se vio entrando en la Cueva de Pau de
Hostalric, a la que los lugareños consideraban una de las entradas naturales
del infierno.
En el infierno, además de poder contemplar a sus
anchas las horribles torturas a que eran sometidas las almas de los
condenados, logró reconocer a algunos de sus paisanos que allí se quemaban
eternamente entre estremecedores alaridos de dolor, y, lo que era más
importante, por fin consiguió encontrar entre ellos a su notario Gelmar
Bonsoms. Cambiaron algunas palabras y, entre gritos de dolor, el notario le
dijo dónde podía encontrar el libro de actas donde aparecía el documento, la
fecha y la firma de Pere conforme había sido satisfecha su deuda.
Una vez resuelto el motivo de su visita al infierno,
Pere le pidió al Diablo que le ayudara a salir de aquel lugar de eterno
sufrimiento. Pero el Maligno, tras lanzar una horrenda carcajada, le dijo: “Mi
cometido es traer almas al infierno, no sacarlas de él.” De nuevo asediado por el
miedo, Pere exclamó: “¡Dios me ayude!” Y al pronunciar el nombre del Altísimo,
se le apareció un hombre vestido de peregrino, con capa y esclavina y ayudado
de un bastón más alto que él, que le dijo: “Agárrate al extremo de mi bordón y
sígueme.” Y empezó a caminar en medio de la oscuridad más cerrada por una
cuesta muy empinada que, a las primeras de cambio, empezó a fatigarle las
piernas y a robarle parte de la respiración. Pero no se quejó ni un instante
porque sabía que más tarde o más temprano llegaría a ver la luz de la
superficie.
Y pronto, mientras notó que ya nadie tiraba de él,
sintió una ráfaga de aire fresco, una lucecita allá en lo alto y rumores de
voces cada vez más cercanas, por encima de su cabeza. Finalmente, y sin apenas
podérselo explicar, se vio caminando por una calle de una gran ciudad, que no
era otra que Barcelona. Y a un transeúnte que se cruzó con él le preguntó:
“Oiga, buen hombre, ¿podría decirme dónde me encuentro?” Y el interrogado le
contestó con toda la naturalidad del mundo: “En la calle del Infierno.” Y es
que aquella calle, hoy avenida de la Catedral, se llamaba entonces calle del
Infierno.
Al día siguiente Pere Portes regresó a Tordera y a
todo con el que se cruzaba, le contaba los extraordinarios acontecimientos que
acababa de vivir. Pero nadie le creía; es más, se burlaban de él llamándolo
loco. Para probar sus palabras, entró en la casa del notario y, mirando detrás
de un mueble, tal como le había dicho aquél en el infierno, encontró el libro
de actas y, con él en la mano, demostró a cuantos quisieron verlo, que era
verdad lo que decía.
Sin embargo, la Santa Inquisición la tomó con Pere
por lo que iba contando a todo el mundo sobre el Infierno y las eternas
torturas que sufren los condenados en él, y lo encerró en la prisión. Entonces
sí que se volvió loco y murió al poco tiempo. El inquisidor general, para que
la gente no hablara más de Pere Portes, mandó quemar su cadáver junto con el
libro de actas del notario.
Los lugareños contaban que todos los 23 de agosto de los años siguientes habían visto salir del
ventanuco de la cárcel donde había muerto Pere unas hojas de papel volando y
oído los lamentos que el prisionero lanzaba quejándose de su mala fortuna.
Después el silencio. Y ahora el eco de su triste historia recorre las líneas de
este escrito.