sábado, 19 de marzo de 2022

ESPAÑA EN SEMANA SANTA (II)

 


Un personaje de Clarín

El profesor, como habían convenido, volvió a buscarles al cabo de una hora, pero no solo: iba acompañado de una mujer, joven todavía, vestida de luto riguroso, a la que presentó como Ana. Más tarde, mientras se encaminaban los cuatro hacia la Plaza Mayor, se enteraron, por dicha mujer, de que había enviudado recientemente y, entre otras aficiones, era una lectora empedernida de Clarín.

--¡Qué coincidencia!—le dijo Cristóbal a su amigo en un momento en que el profesor y la mujer se paraban a saludar a dos paisanos--. Ana y viuda, como Ana Ozores.

--Ya lo había pensado. A ver si luego resulta que…

Les interrumpió el profesor:

--Perdonen, eran dos actores de TABA, nuestra compañía de Teatro Aficionado de Baeza. Ana también forma parte de la compañía. Ya les hablaré de ello en otra ocasión. Ahora vamos a lo que vamos.

Ana dijo:

--Las figuras de los pasos de hoy sin duda les sorprenderán. Algunos forasteros muestran su decepción al verlas, pero les aseguro que a nadie dejan indiferentes.

--Ana es una defensora a ultranza de nuestra Semana Santa—dijo el profesor--. Además sale de penitente en algunas procesiones, como la de esta noche, sin ir más lejos.

--¿Ah sí?—preguntó interesado Cristóbal.

--Sí—contestó Ana--, pero yo no le doy más importancia de la que tiene. El profesor exagera siempre.

Sonaban muy cerca tambores y cornetas y el profesor les llamó la atención.

--Ahí llegan las procesiones.

En efecto, al poco rato por dos calles que formaban ángulo recto entraron en la plaza, atiborrada de gente a aquellas horas, dos procesiones diferentes: en una de ellas llegaba un Virgen enlutada con las manos unidas en señal de duelo, y en la otra un Jesús con la Cruz a cuestas. El público iba acallando sus voces mientras las dos figuras se acercaban al centro de la plaza. Un vez allí, y en medio de un silencio total, los costaleros que llevaban las andas de uno y otro paso los acercaron tanto entre sí que se tocaban. Y sucedió lo que sorprendió a muchos de los asistentes, entre ellos los dos amigos. Las dos imágenes sagradas, que al parecer tenían sus miembros articulados, abrieron sus manos y simularon un abrazo entrañable. El silencio de la gente explotó en aplausos y las cornetas y los tambores sonaron nuevamente mientras la Virgen y Jesús recuperaban sus posturas anteriores y reanudaban la marcha formando ahora una sola procesión.

En los ojos de los dos amigos estaba pintada la decepción más enorme. Ana debió de notarlo.

--¿Qué? Tampoco a ustedes les ha gustado, ¿no?

No sabían qué contestar para no ofender. El profesor intervino:

--A la luz del día pierde mucho el efecto de la articulación de las figuras. No falta algún desconsiderado que, al ver a las imágenes mover así sus brazos, las ha tildado de autómatas o marionetas. Si fuera de noche… Bueno, esta noche será distinto todo, y más cuando vean a Ana haciendo penitencia tras el paso principal.

--Ya está exagerando otra vez—dijo la mujer con un mohín de reproche.


 

Pero, llegada la hora de la procesión nocturna, en un silencio sobrecogedor y mientras los primeros cofrades pasaban con sus hachones encendidos a la altura de los dos amigos, a ambos les pareció que el profesor tenía razón. Era impresionante. Sólo se oía el roce de los pies de los encapuchados sobre el empedrado de la cuesta vecina a la Universidad de Antonio Machado y alguna que otra tos de la gente que, arrimada a las fachadas de los edificios, miraba atentamente el solemne desfile. Y de pronto, apareció como un espectro de luz entre las sombras de la noche, el paso principal transportado en andas de varias hileras por hombres y mujeres que llevaban el esfuerzo reflejado en sus rostros. En uno de ellos reconocieron al profesor, que nada les había dicho de salir en la procesión. Intentaron llamarle la atención, pero no lo consiguieron. Lisardo susurró:

--Este hombre es una caja de sorpresas.

Asintió Cristóbal, que no apartó la mirada del profesor hasta que el paso los dejó atrás. Aún les esperaba una sorpresa mayor. En efecto, a unos metros de distancia venía Ana enlutada, con la cabeza coronada de espinas, al hombro una cruz que arrastraba su madera por el suelo con un ruido que dolía y descalza. Lisardo sintió al verla una punzada en el corazón. Por su parte Cristóbal imaginó ser Cirineo y en lo más hondo del alma deseó por un instante salir al encuentro de la mujer para ayudarla a llevar la cruz. Pero un susurro de dos voces femeninas a sus espaldas les heló de golpe los sentimientos. Una decía:

--Ya está ésa llamando otra vez la atención. Así acalla sus remordimientos. Así cumple la penitencia de sus pecados.

La otra:

--Pero la muerte de su marido y sus repetidos adulterios jamás la dejarán en paz, por mucha penitencia que haga. Lo tiene bien merecido.

Lisardo se giró para fulminarlas con la mirada mientras Cristóbal se enfrentaba a ellas:

--Vivan sus vidas y dejen a los demás que vivan las suyas.

La gente que había alrededor se puso de parte de las cotorras y empezaron a insultar a los dos amigos, que no tuvieron otra opción que marcharse de allí.

Al día siguiente, se encontraron los cuatro en TABA, cuya sede ocupaba un local cercano a la colina donde se halla el monumento a Machado. La compañía se había reunido para ensayar la última parte de la obra que pensaba estrenar el Lunes de Pascua.


 

El profesor, tras presentarles a los dos amigos el resto de la compañía, les puso al corriente diciéndoles que la obra se trataba de El inspector, una comedia satírica de Nicolás Gogol. Luego invitó a Lisardo a subir al escenario con él, mientras Ana, que en la obra no representaba ningún papel, ocupaba un asiento en las butacas al lado de Cristóbal, que, desde la noche anterior, no dejaba de pensar en la mujer. Apenas siguió el desenlace de la comedia en que al Alcalde, preocupado por la repentina desaparición de quien creía que era el inspector que esperaba su pueblo y que había prometido casarse con su hija, recibe primero la visita del encargado de Correos, que suele leer a escondidas algunas cartas que le parecen sospechosas, y que le notifica que aquél les ha engañado a todos y acto seguido le lee la carta que el falso inspector había escrito a un amigo suyo contándole lo que está viviendo en el pueblo. Y menos se enteró de la noticia de que el verdadero inspector acaba de llegar a la fonda y pide inmediatamente la presencia del Alcalde. Y no se enteró porque Ana, que también se había fijado en Cristóbal, en ese momento le daba un papel doblado, acción que quiso hacer a escondidas, pero no lo suficiente porque desde el escenario Lisardo, que también sentía lo suyo por la joven viuda, había advertido el gesto.

Por la noche, ya recogidos ambos en el piso, Lisardo le preguntó a su amigo por el papel que le había entregado Ana furtivamente en el teatro.

--¿Qué papel?

--¡Vaya, ya estamos como la otra vez! Lo he visto desde el escenario. Ana te ha dado a escondidas una nota.

--Vale, me has pillado de nuevo. Pero es mejor que lo dejemos para mañana. Estamos algo cansados por todo lo vivido hasta hoy, y tal vez el cansancio no nos deje hablar con tranquilidad y sosiego. ¿Te parece?

--De acuerdo. Pero prométeme que esta vez seremos más sinceros el uno con el otro.

--Te lo prometo.



Porque le pegan sin culpa

Algunos días antes de lo narrado hasta ahora, los dos amigos viajaban en tren a Zamora para visitar a un pariente lejano de Cristóbal y ambos hablaban de recuerdos de la infancia y de la Semana Santa. En un momento dado Lisardo le empezó a contar a su amigo lo que su padre le había contado a él, cuando era niño, acerca de lo ocurrido en un pueblo castellano a otro pequeño durante una procesión de Semana Santa.

--Todo ocurrió— le decía Lisardo—en cosa de unos segundos, mientras pasaba a la altura de una familia, compuesta de los padres y el protagonista de la historia, el paso de la Caída, en el que Jesús con la cruz a cuestas cae bajo el peso del madero y un sayón de fea catadura apoya un pie en la espalda del Nazareno y le golpea con un látigo. Entonces el niño, que contempla apenado la escena de la Pasión, se suelta de la mano de su padre, recoge del suelo una piedra de considerables dimensiones y, sin darle tiempo de reaccionar, la arroja contra el esbirro romano que castiga al Señor de modo tan salvaje. Y lo hizo con tanto tino y fortuna que dio de lleno en la cabeza de escayola pintada del sujeto, separándosela del cuerpo y lanzándola por el aire a varios metros a un costado del paso. El revuelo que se armó entre los asistentes a la procesión fue de los que hacen época, y si el padre, sumamente enfadado con su hijo, no los detiene a tiempo asegurándoles que él se encargaría de arreglar aquel desaguisado causado por su hijo, cualquiera sabe cómo habría acabado el suceso.

--¿Y cómo acabó?—preguntó Cristóbal esperando que la lección del padre iba a ser memorable.

--El padre que, como he dicho, estaba sumamente enfadado, cogió aparte al pequeño, que, por otra parte, no dejaba de sonreír satisfecho sin duda de su buena acción, y le preguntó:

--A ver, ¿por qué has hecho eso?

Todos los circunstantes, que, como el padre, esperaban ansiosos la respuesta del niño, se quedaron vivamente impresionados cuando sus labios se abrieron para afirmar seguro, totalmente convencido:

--Porque sí, porque le pegan sin culpa.

 

 


Las aceitadas

El tren llegó con retraso a Zamora, pero aún así los dos amigos tuvieron tiempo de llegar al hotel, asearse un poco y salir a la calle para ver el final de la procesión de La Borriquita. Demetrio, un primo lejano de Cristóbal, que era cofrade de dicha procesión, esperaba, una hora después de finalizada ésta, a los dos amigos en una pastelería de Santa Clara, calle emblemática donde las haya en la ciudad del Duero. El olor que se respiraba allí dentro alimentaba. El pariente de Cristóbal les presentó al dueño de la pastelería como el hombre que más y mejor sabía halagar los paladares de los zamoranos, y el buen hombre no tuvo más remedio que invitarles a los tres a unos dulces que son típicos de Semana Santa.

--Se llaman aceitadas—dijo como aclaración--, y éste joven de aquí—añadió señalando a Demetrio—siente una enfermiza inclinación por ellas desde su más tierna infancia.

Más tarde, ya en casa de Demetrio, que había invitado a cenar a los dos amigos, entre veras y bromas, les habló de las costumbres procesionales y culinarias que suelen vivirse en Zamora durante la Semana Santa, no sólo entre sus habitantes sino también entre los numerosos forasteros que la visitan esos días. Lisardo aprovechó la ocasión para preguntarle sobre las palabras que el pastelero había dicho sobre su enfermiza inclinación por las aceitadas.

Demetrio sonrió brevemente y aclaró:

--Lo de las aceitadas tiene miga. De pequeño me moría por ellas y aguardaba ansiosamente el día en que mi madre volvía del horno con las aceitadas, verdaderas compañeras de las fiestas. Solía esconderlas bajo el baúl de la sala materna en espera de la ocasión propicia para sacarlas a la mesa después de las comidas y las cenas principales. Pero yo no podía esperar; eran ellas las que me esperaban a mí cada año, al verse relegadas a segundo plano, arrinconadas en las sombras de la sala, bajo aquel baúl de la ropa antigua y la loza de los antepasados. Y mi madre lo sabía, y esperaba a que yo, niño travieso donde los hubiera, hiciera mutis por la puerta del pasillo que comunicaba con las tres salas. Entonces comenzaba un simpático tira y afloja entre mi madre y yo. Ella voceaba desde la cocina: “Demetrín, ¿dónde estás?” Y yo ya estaba tumbado sobre las baldosas de la sala materna alargando la mano por debajo del baúl y acariciando la suave aceitada, dispuesto a librarla de su oscuro cautiverio y habitar con su exquisito sabor mi anhelante paladar. Y no contestaba, claro. Y mi madre cambiaba de tercio: “Demetrín, ¿ya estás con los dulces?” Pero para entonces no podía aunque quisiera contestarle porque ya tenía la boca llena de aquella dulce harina tostada con secretos sabores a matalahúga, ya tenía alojada en mi boca la aceitada que confirmaba así, dulce, triunfante, mi bienvenida a la Semana Santa.


 

viernes, 11 de marzo de 2022

ESPAÑA EN SEMANA SANTA (I)

 


    Ahora que la Semana Santa está cada vez más cerca, incluyo aquí una serie de cuadros semanasanteros cuyos protagonistas son dos amigos que se conocen desde que coincidieron en sus estudios universitarios y desde entonces se han demostrado siempre una lealtad incondicional. ¿Será así siempre?


Truco infalible

Lisardo Domínguez y Cristóbal Valencia son amigos desde la Universidad y hasta ahora, con casi cuarenta años de edad cada uno, no ha habido entre ellos una palabra más alta que la otra, salvo una vez en que el amor de una mujer estuvo a punto de separarlos. Son solteros, bromistas indomables, quizá algo más Lisardo, cultos por igual y viajeros empedernidos los dos.

Ahora, durante uno de esos continuos viajes, se encuentran en Granada.

Llegaron ayer dispuestos a ver alguna procesión emblemática de la ciudad y, de paso, admirar la belleza nazarí de La Alhambra, cuya visita concertaron meses atrás, la Catedral y la Huerta con la Casa-Museo de Federico García Lorca, sin olvidar darse algunos garbeos por el Albaicín y sus tablaos flamencos y visitar los bares de tapas que se reparten por toda la ciudad.

Precisamente el alegre vía crucis de tapa y vino les había retrasado la llegada a la Plaza Nueva, donde tenían previsto presenciar el paso del Cristo crucificado que, descendiendo de La Alhambra por cuestas imposibles y salvando finalmente el Darro, llega en olor de multitudes a la Plaza. Y realmente había allí aglomerada tanta gente que era imposible dar un paso para acercarse a ver más de cerca el rostro de Jesús contraído por el dolor, como querían los dos amigos, especialmente Cristóbal, que además tenía previsto tomarle al Señor una fotografía de primer plano.

El cielo, encapotado, daba a la noche una oscuridad singular y sólo el paso del Crucificado, alumbrado por faroles, destacaba su imponente presencia en medio de tanta penumbra. Las cornetas, enmudecidas de repente, habían dejado paso a los redobles solemnes de los tambores. Cristóbal resoplaba sin parar y su malhumor iba en aumento. Entonces Lisardo arrimó sus labios al oído de su amigo y le susurró unas palabras. Cristóbal asintió sonriendo. Acto seguido, Lisardo abrió los brazos, puso los ojos en blanco y empezó a cantar mientras echando un paso hacia adelante:


         --Cristoooo, Cristoooo…

La gente empezó a abrirse a un lado.

--Es una saeta—dijo alguien—apártense, por favor.

Lisardo siguió avanzando mientras no dejaba de cantar:

--Cristoooo, Cristoooo…

Y así llegó a la primera fila de espectadores sin dejar de cantar todo lo fuerte que podía:

--Cristoooo, Cristoooo….

Entonces se giró hacia donde había quedado su amigo y gritó por última vez:

--¡Cristóbal, ven acá que ya hay sitio!

Había resultado ser un truco infalible para alcanzar los dos amigos un lugar preferente para presenciar la procesión, pero las consecuencias, como puede esperarse, no fueron igual de halagüeñas.

 

 


 

La bola de cera


Tras su paso por Granada, Cristóbal y Lisardo tomaron un tren rumbo a Huelva. Durante el trayecto habían querido evitar por todos los medios sacar a relucir lo del truco infalible que habían empleado para llegar a la primera fila de la procesión, hablando de la magnífica restauración de la Fuente de los Leones de La Alhambra, de la tumba de los Reyes Católicos de la Catedral o de los altos cipreses y los olorosos arrayanes que rodean la Casa-Museo de Lorca y de la cola inmensa de gente que esperaba en la puerta para visitar los recuerdos del autor del Romancero gitano. Sin embargo, la anécdota del Cristo en la Plaza Nueva de Granada pugnaba por salir por todos los resquicios de la conversación para acabar irrumpiendo en ella. Y lo hizo.

--Si no hubiera sido por la mujer que se tomó como un chiste tu ocurrencia—dijo al fin Cristóbal—, quitándole de la cabeza a su marido la idea de arremeter contra nosotros, no sé si habríamos logrado salir de allí sin que los crucificados fuéramos nosotros.

--Sí, porque al buen hombre sólo le faltó librarse del pañuelo que llevaba al cuello para ahorcarnos allí mismo ante los ánimos que le daban dos o tres energúmenos como él.

--Ahora sólo espero, Lisardo, que no se te ocurra nada parecido en Huelva…

--Bueno, no me eches a mí toda la culpa; que tú no hiciste ningún asco al plan que te había propuesto yo minutos antes.

--Tienes razón. Tengamos la fiesta paz y disfrutemos de la Semana Santa de la ciudad de Colón la jornada y media que nos espera allí, antes de iniciar nuestro largo viaje a Zamora, y a ver si podemos asistir a una saeta de verdad.

Por teléfono ya habían concertado una habitación doble en una pensión de la Plaza de las Monjas, y allí se encontraban ya los dos amigos a la hora de comer. Por la tarde después de una buena siesta, se dispusieron a salir a la calle para asistir a alguna procesión. En la recepción encontraron al hijo de la dueña que, junto a ella, acariciaba con ilusión su bola de cera, reunida durante la procesión de la noche anterior.

--Buena bola—dijo Lisardo al pasar a su altura.

--Aún me queda. El año pasado logré amasar una del tamaño de un balón de fútbol. Con la procesión de esta noche espero aumentarla el doble. Me conocen todos los cofrades.

Su madre, riendo, intervino:

--Sí, y también ese chico de la calle del Puerto. Ya sabes cómo acabó la bola del año pasado.

--¡Mamá!

Cristóbal se interesó.

--¿Qué pasó?

El chico seguía acariciando la bola de cera sin decir nada.

--¡Anda, hijo, cuéntaselo a estos señores!

El chico levantó la mirada de la bola y la fijó afligida en los forasteros, que se quedaron sin saber qué había ocurrido porque el chaval sólo dijo:

--Lo del año pasado no tiene ya remedio. Pero éste será diferente. Lo tengo perfectamente planeado.

Y desapareció con su bola en el interior de la pensión. Los dos amigos se miraron con aire de decepción, mientras la mujer les decía resignada:

--Cosas de críos. –Y ante la intención de los huéspedes de salir a la calle, añadió:-- Si quieren ver bien la procesión no vayan a la carrera oficial. Bajen hasta la calle del Mercado. En una hora pasará por allí y podrán verla a sus anchas, apenas sin público. Pero si lo que desean es contemplar algo fuera de lo normal, vayan a Moguer. Allí los desfiles, las saetas, la emoción de la Semana Santa no tienen igual.

A Moguer tenían pensado ir los dos amigos al día siguiente, después de dejar la pensión. Querían cumplir con una promesa que se habían hecho respecto a la Casa-Museo de Juan Ramón Jiménez y un par de cosas más relacionadas con el autor de Platero, su burrito favorito, y con Zenobia, su mujer. La procesión de la tarde no fue ni chicha ni limoná, y la de la noche poco más, a excepción de haber oído una más que pasable saeta en la plaza de la Mercé y visto deambular desesperado entre las dos hileras de encapuchados al hijo de la posadera, para lograr engordar su bola de cera con lagrimones de las llamas de los cirios, mientras otro chico hacía lo mismo unos metros atrás sin la suerte del primero.


          A la mañana siguiente, tras despedirse de la posadera para partir hacia Moguer, encontraron a su hijo en la puerta de la calle.

--¿Qué, cómo ha ido con tu bola de cera?—preguntó Cristóbal--. Anoche te vimos con ella. Parecía que llevabas la bola del mundo en tus manos.

El chico rió.

--Bien. Antes de perderla con algún que otro golpe de propina, preferí dársela al chico de la calle del Puerto.

--¿Te dio pena su mala suerte?—preguntó esta vez Lisardo.

El chico rió de nuevo antes de contestarle:

--Bueno, algo sí. Pero esta vez he sacado algo a cambio: un álbum de cromos de futbolistas. Además, reunir una bola de cera no es nada difícil… al menos para mí.

 

 

 


Sorpresa en Moguer


Nada más llegar a la Casa-Museo de Juan Ramón Jiménez, Cristóbal y Lisardo saludaron con caricias al burrito de bronce del patio, que no dejaba de soñar en amapolas y en una nube de niños montados sobre su lomo; luego entraron en la sala de actos donde un profesor invitado hablaba a una escurrida concurrencia de la Semana Santa de Moguer. Los dos recién llegados pidieron perdón con gestos al conferenciante y se sentaron en la última fila ante la mirada curiosa de los oyentes. La charla, que seguramente había empezado mucho antes, acabó enseguida. Hubo aplausos tímidos y la gente salió de la sala para recorrer las dependencias de la Institución. El conferenciante recogió sus papeles y al pasar a la altura de los dos amigos, se paró y, sonriendo como un conejo, les sorprendió con las palabras siguientes:

--No se han perdido gran cosa, señores. En realidad, yo que soy de Baeza, prefiero la Semana Santa de mi pueblo. Pero las obligaciones son las obligaciones y quien paga tiene derecho a que se le sirva en consonancia. ¿Les gustan a ustedes las Semanas Santas andaluzas?

Cristóbal y Lisardo se miraron sin saber qué contestar. Lo hizo por ellos el profesor invitado.

--Si quieren que les diga la verdad, a mí no me gusta tanto jolgorio y piropos, tanta saeta y bulla por las calles al paso de las procesiones, tanto lujo y tanta profusión de flores y luces. A mí lo que me gusta en realidad es la seriedad, el recogimiento, la sencillez y la solemnidad de las procesiones castellanas…

Lisardo se atrevió a interrumpirle.

--Perdone, pero ¿no ha dicho usted que es de Baeza?

--Sí, por eso lo digo. Verá: de todas las Semanas Santas andaluzas la que más se parece a las castellanas, a la de Valladolid o a la de Zamora, por ejemplo, donde reina el silencio, la devoción y la sencillez, la que más se parece a ellas es la de Baeza.

Los dos amigos se volvieron a mirar.

--No lo sabíamos—dijo Cristóbal.

--¿Les interesaría conocerla? Adivino por su presencia en esta Casa y por su comportamiento general que ustedes son personas educadas y cultas y sin duda interesadas por conocer nuestro rico patrimonio nacional. ¿No es así?

Asintieron los dos amigos.

--Miren. Ahora debo asistir a un acto religioso en la Plaza de Zenobia, al que estoy invitado por el alcalde y el presidente del Museo. Se trata de presentar al pueblo un nuevo Cristo Crucificado de la escuela de Becerra que posiblemente desfilará dentro del programa de procesiones de la localidad. Pero luego cogemos el coche y salimos hacia Baeza. Y ahora, ¿me acompañan a ese acto? Será cosa de poco tiempo.

Los dos amigos se consultaron con la mirada y Lisardo contestó por los dos:

--Iremos con usted a Baeza encantados, pero no tenemos reservado el alojamiento.

-- ¿Alojamiento? Por eso no se preocupen: les dejaré un pequeño piso que tengo cerca de la Universidad de Antonio Machado. ¿Vamos?

El acto fue breve y mientras el atento profesor dirigía al público reunido en la plaza una breve charla sobre el Cristo del nuevo paso, los dos amigos comentaban su buena suerte. Lisardo, sin embargo, dijo:

--Mientras la cosa no acabe torciéndose una vez nos encontremos en Baeza.

--¿Qué quieres decir?

--No lo sé. No me gustaría que ese profesor, que parece tan hospitalario, nos tuviera reservada una sorpresa.

--¿Otra? ¿No te parece suficiente la que ya tenemos? Además, todos somos adultos y, como otras veces, nosotros dos sabremos salir adelante. Con inteligencia y dinero…

--Tienes razón. A la aventura.

Momentos más tarde, aunque las autoridades de Moguer les invitaron a comer, el profesor de Baeza y los dos amigos prefirieron partir hacia esta ciudad y en un hotel de carretera que conocía el profesor se detuvieron a comer. Lisardo se adelantó para pagar la cuenta, pero el camarero, ante una seña que le hacía el profesor, le presentó a éste la dolorosa. Tampoco les dejó pagar el café, así que abrumados los dos amigos por tanta generosidad no sabían qué pensar.

Llegados a Baeza, el profesor les llevó al piso prometido. Desde el balcón se divisaban campos y campos de olivos.

--¡Vaya vista, eh!—dijo uniendo los labios en su característica sonrisa de conejo--. Les doy una hora para asearse. Aquí tienen de todo. Luego vengo a buscarles para enseñarles la procesión.

Y se fue, mientras los dos amigos le daban las gracias de todo corazón. Enseguida, para acentuar aún más su sorpresa, comprobaron que, efectivamente, en aquel piso tenían de todo: la nevera llena, limpieza y orden por todas partes, una biblioteca ricamente surtida y dos dormitorios con sendas camas grandes y muelles.

--Esto tiene que tener trampa—sentenció Lisardo.

--No adelantemos acontecimientos. Además, el profesor no nos ha pedido nada a cambio.

--Todavía, amigo, todavía.