martes, 27 de mayo de 2008

HILO DIRECTO CON DIOS

ALFREDO SANCHO

Alfredo Sancho pertenecía a la hornada de los ochenta, cuando se produjo el cambio en el Colegio y con él el principio de su decadencia. Gente poco preparada científicamente (y menos aún pedagógica y didácticamente) empezó a ocupar cargos directivos para promocionar el apostolado (¿qué apostolado?) sin límites y donde los fines justificaban todos los medios. Era gente que apenas pensaba por sí misma (las directrices de la Obra así lo tenían establecido) y sólo seguían una consigna fija: hacer "santos" a los alumnos a toda costa, aunque las horas de instrucción se vieran menguadas y muchas veces sustituidas por visitas al Oratorio, rezos sin cuento y cantos a la Virgen y a los Santos, rosarios, romerías, novenas y meses de retiro espiritual. Gente obsesionada, fanática e integrista que automáticamente tachaba de pecadores en potencia a quienes participaban en todos estos actos con fe tibia, y de irredentos difíciles a quienes no participaban en ellos.
Alfredo Sancho pertenecía a esta clase de personas. Era hombre de pocas luces, algo simple y de escasos recursos para expresarse personalmente y comunicarse con los demás. Daba clases de Ciencias, pero hizo unos cursillos para impartir otras de Religión; así que en su horario, lleno de huecos por ser preceptor, sólo figuraban estas dos asignaturas: Ciencias y Religión. Allí, en el Colegio, era sabido que las horas de preceptuación contaban más que las horas lectivas y eso era algo que en vano se esforzaban en explicarnos los gerifaltes del Colegio a los profesores que no pertenecíamos a la Obra y que nos veíamos obligados a dar más clases de las que podíamos y a cargarnos cada dos por tres de sustituciones.
Sancho era un catalán muy cerrado (entonces el idioma vehicular seguía siendo el castellano y él se afilió al grupo que todos llamaban la Minoría Catalana, en el que figuraban algunos profesores del Departamento de Arte y los profesores de Catalán, por supuesto) y tenía problemas muy serios para hablar el idioma de Cervantes. Su conversación ordinaria solía convertirse en “una tortilla lingüística”, como decía el "Extremeño", y así podía decir en una misma oración expresiones como “Me duele el cap multíssim” o “No puedo andar porque estic malalt” o “Tengo una malaltia en el genoll”. Eso sí, esta deficiencia idiomática, si se le puede llamar así, aparecía con frecuencia en contextos que tenían que ver con enfermedades y dolencias. Cuando tenía que hablar con los padres o con los alumnos que eran sus preceptuados, la cosa cambiaba. Era peor. En su afán de ganarse voluntades para los "buenos" fines del Colegio, no tenía ningún empacho en castellanizar su cerrado catalán. de ahí que algún padre le oyera decir asombrado mensajes como los siguientes:
” Su fill debe tener más cuidadu amb sus llibres y su material educatiu, forrar los cuadernus y possar su nombre y apellidus en la primera página.”
“Aquest mes su fill ha faltat a classe más de set días; això se notará en su rendiment académic si no possa remei desde ara mateix."
O cosas por el estilo.
Al cabo de un tiempo, Sancho dejó de ser preceptor en la jornada de la mañana para pasar a ser Encargado de Curso en la Sección de Estudios de la Tarde (en siglas, SET) concretamente en el COU de Ciencias, donde daba la Biología correspondiente. Cuando llegaba a las lecciones referidas a la Reproducción, hacía equilibrios semánticos para evitar ciertos términos, con lo que provocaba risas malévolas entre los alumnos.
Sus pocas luces oscurecieron aún más su relación con el resto de los profesores hasta tal punto que en más de una ocasión causaba muchos roces con ellos por causa de las notas. Solía decir que lo importante era que los chicos fueran buenos antes que sabios. Eso era fácilmente comprendido por los que no eran de la Obra y por algunos pertenecientes a ella que pensaban y sentían como los demás hombres. Ya quedó dicho en otro lugar que lo de pensar y sentir por cuenta propia era algo infrecuente entre ellos. Decía el Monseñor respecto de ese asunto en su opúsculo que pensar demasiado y sentir en exceso sacaba del camino a quienes deben guiar hacia Dios sus huestes, que sólo tienen que vivir la santa obediencia y la incondicional confianza en quienes las dirigen. Alfredo Sancho, como casi todos ellos, seguían esa norma sin pensar ni sentir, como marionetas que actúan según las manos de quienes mueven sus hilos. Sin embargo, existían también quienes parecían tener su propia personalidad, como Mariano Valdovinos o Jesús Pérez, los cuales siempre que podían dejaban su particular rastro en el Colegio, con la consiguiente disconformidad de los gerifaltes, que no veían con buena cara aquellas pequeñas explosiones de autonomía personal.

lunes, 26 de mayo de 2008

Cuando todo era hiel

Recuerdo que la noche era un folio de nieve,
y tú eras las palabras que volaban sobre él,
cual gaviotas sin isla o arena sin cristales.
Recuerdo que la noche se hizo día,
y tú seguías sembrando tus versos en mis surcos.

Después pasó el verano, y las estrellas
del trigo florecieron. No volvimos
a vernos más los ojos. Pero siempre
recuerdo la distancia que tu sombra
detrás iba dejando. Ahora recuerdo
que fue todo un invento de mis ansias
por tener a mi alcance una sonrisa,
cuando todo era hiel y lontananza
y un otoño sin hojas ni deseos.

Recuerdo al fin que nada
era dulce en mi vida: sólo arena
perdida entre las olas de la vida.
Recuerdo...
Sólo siembro recuerdos, sólo brisas
sin odios, sin olvidos...
Y así recojo el eco de tu voz,
el eco de algo bueno que jamás
podrá existir si no es en mi deseo.

La educación lectora del franquismo

La educación

Las listas de todo y sobre todo eran algo consustancial con la época a que nos referimos: lista de los libros que debían leerse, lista de las emisiones de radio aptas para escucharse en familia, lista de las películas lícitas para ser vistas por todos... Es oportuno citar a estas alturas las palabras de Pío XI en “Vigilanti cura” que el doctor Salicrú, presbítero catalán propugnador de normas morales de la época, cita en apoyo de su “Depuración ideológica, moral y estética del cine”: “Se hace necesario que el pueblo conozca claramente qué películas son lícitas para todos, cuáles son lícitas con reservas y cuáles son dañosas y positivamente malas. Esto exige la publicación regular de listas de las películas clasificadas, que deberán llegar fácilemnte al conocimiento de todos. Sería muy de desear que se puediese establecer una lista única para todo el mundo, porque para todos rige una misma ley moral.” El libro de referencia del doctor Carlos Salicrú se titula La educación, y es un documento de primer orden para comprender la moralidad del franquismo, habida cuenta de que, como dice el subtítulo de la obra, se trata de un “estudio normativo acerca de las obligaciones que impone la vida social”. El libro del doctor Salicrú observa parecida metodología que Hace falta un muchacho: apoyo continuado de las aseveraciones del autor en dichos y poemas de autoridades reconocidas nacional y mundialmente, dentro de una ortodoxia tradicional y conservadora. Dios es la idea central de la educación, es una de las primeras afirmaciones de La educación , avalada por estos versos:
“...El Ser que da luz al día
y al hombre fuerza y salud,
al logro de la virtud
los pasos del hombre guía.”
Y Salomón refuerza la educación moral exigible en todo tiempo: “Ejemplo de superiores, guía de inferiores”. “La educación del hijo será la honra del padre, y de su enseñanza le resultará la gloria de verle amado por todos los de la casa.” Etcétera. Tenemos deberes para con el alma. Los místicos nos hablan del “vuelo del espíritu”, de las almas que “vuelan como las aves que en el aire se purifican y alimpian”. La virtud es para Gracián “cadena de todas las las perfecciones, centro de las felicidades. Ella hace un sujeto prudente, atento, sagaz, cuerdo, sabio, valeroso, reportado, entero, feliz, plausible, verdadero y universal héroe. Tres eses hacen dichoso: santo, sano y sabio.” Acerca del valor de la sinceridad cita estas palabras de José Mª Salaverría: “Ser sincero, pero no cándido; este es el plan que conviene. Hay que ser hábil para descubrir la mentira en los otros, como sorprendemos un peligro natural, un abismo, un montón de cieno, un reptil asqueroso. Pero dejemos la mentira y el deshonor a las almas ruines y cobardes”. Para apoyar la necesidad de la abnegación cita el famoso soneto místico que empieza por
“No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido...”;
la humildad a Santa Teresa (“La humildad es la verdad”); la modestia a la Mitología, en las palabras que Júpiter dice a la modestia una vez que esta se queja porque es desplazada de todos los lugares del Olimpo: “Tú vivirás con todas las virtudes; a todas acompañarás”; el trabajo a Gabriel y Galán y al contrario, para demostrar que podemos ser esclavos de nuestras pasiones, el doctor Salicrú se apoya en Calderón de la Barca, en aquellas palabras que Diógenes dice al emperador Alejandro en “Darlo todo y no dar nada” Uno de los capítulos más interesantes de La educación, desde el punto de vista del tema que estamos tratando, es “La familia laboratorio de la educación”, y de los miembros que forman la familia el más importante es el niño porque es el ciudadano de mañana, por lo tanto, debe ser atendido perfectamente; para apoyar este aserto, el autor recurre al poeta bengalí Rabindranath Tagore: “Parece que la mayor parte de las gentes han olvidado que los niños son seres vivientes, más vivientes que los adultos”. El hogar es una especie de “inexpugnable baluarte para las tradiciones, el alma de la raza, la autoridad, la resistencia contra las crisis sociales, la pureza de las ideologías, todo lo que sea vital y fundamental para la existencia de la Patria”. Apoyo, Homero, que en la Iliada y la Odisea condensa en el hogar la unidad, cohesión y grandeza de Grecia. La familia es el depósito de la tradición, “entraña fecunda donde, en gestación callada, pero incesante, se va forjando, día tras día, generación tras generación, el alma de la misma Patria”. La Patria será lo que sean las familias de España y nuestra individualidad se forma desde nuestra más tierna infancia. Apoyo, Horacio: “El ánfora conserva durante mucho tiempo el perfume en que la impregnaron cuando estaba nueva”. El eje en torno al que ha de girar todo el sistema de la moral familiar es el amor entre los miembros del hogar, porque si la pasión se extingue, el amor es fuente perenne. Apoyo, la copla popular:
“¿Dónde se va a comparar
un charco con una fuente?
Sale el sol, se seca el charco,
y la fuente permanece”.
Y puestos a alabar el modelo de hogar cristiano, el autor recurre a Gabriel y Galán para copiarnos aquellos versos tan conocidos y que nosotros aprendíamos y recitábamos de niños:
“Yo aprendí en el hogar en qué se funda
la dicha más perfecta..." Y así avanza el libro, como un río seguro en cuyo espejo se reflejan las palabras de los grandes pensadores y poetas confirmando las márgenes, encauzándolo sabia y moralmente hacia el mar de la felicidad y la perfecta educación. Núñez de Arce ataca a la ciencia mentirosa que se levanta contra la fe :
Cicerón, Horacio, Séneca defienden la verdadera sabiduría, Dante el arte verdadero, Fray Luis de León la armonía universal como fuente de goces inefables, Severo Catalina la auténtica galantería, Quevedo, Maragall, Bécquer, Víctor Hugo el verdadero amor. Al final, el doctor Salicrú resume: “Fomentemos la urbanidad, la cortesía, la sociabilidad, el comedimiento, la etiqueta social, el buen modo cívico, la educación ciudadana, la convivencia; empero, informado todo ello por la moral de Cristo. La educación cristiana es un deber.”

miércoles, 21 de mayo de 2008

HILO DIRECTO CON DIOS

PABLO BARCO

Pablo Barco entró en el Colegio a finales de los años setenta y permaneció allí hasta finales de la década siguiente. Pablo era corpulento, con barba, y vestía de modo muy informal, generalmente con pantalones de pana negros, jerséis grises o azules y camisas blancas sin corbata. Cuando se ponía americanas, solían ser también negras, con lo cual su figura parecía más bien la de un pastor protestante. Era un gran aficionado a la poesía de tipo urbano y social y llegó a publicar algunos versos en una Antología de poetas barceloneses. Yo lo conocí, lo mismo que a Juan Espejo en la tertulia de Jurado Morales (en realidad fue Espejo quien lo había llevado a la tertulia). Los tres, Espejo, Barco y yo, figuramos en la citada Antología y luego formamos parte, junto con otros poetas, de recitales que tuvieron lugar en algunas casas regionales de Barcelona. Y hasta en una ocasión montamos los tres en el Colegio un recital especial para profesores y alumnos, aunque Barco no era muy partidario de efusiones sentimentales en presencia de los gerifaltes del Colegio. Todo tenía su explicación y es que tampoco la Junta de Gobierno sentía muchas simpatías por un profesor que, lejos de amoldarse a las normas del centro, se empeñaba, según ellos, en presentarse en el lugar de trabajo inadecuadamente, a su aire, sin ropas conjuntadas ni calzado apropiado para dar clases a chicos de familias pudientes y educadas. Evidentemente, nunca se lo dijeron claramente, pero era de dominio público (el dominio público de los gerifaltes) que Pablo Barco no se había integrado en la vida del Colegio. Tanto era así, que de buenas a primeras empezaron sistemáticamente a acosarle y a hacerle la vida imposible, sobre todo, con cambios de sección sin previo aviso y de horarios cargados de clases y de sustituciones. Él aguantaba el temporal estoicamente hasta que, con ocasión de realizar una salida cultural de la Sección a la que pertenecía, se le privó de hacerlo a cambio de un trabajo sustitutorio que le olió a cuerno quemado, como le habría olido a cualquier persona con dos dedos de frente y veinte centímetros de corazón. El trabajo consistía en ordenar los archivos de la Biblioteca, que estaban un poco dejados de la mano de Dios. Parecía que la Biblioteca se había convertido, en vez de un lugar tranquilo para encontrarse con las ideas y los sentimientos del mundo del pasado, en cárcel y humilladero para las personas del presente. Pues los gerifaltes del Colegio repitieron, como ya quedó dicho en otro lugar, "mobbing” con el "Extremeño".
El caso es que Barco no soportó mucho aquella vejación de derechos laborales pues nada más terminar la jornada escolar se fue a ver al abogado del Colegio de Doctores y Licenciados, el cual le aconsejó lo que los abogados siempre aconsejan: obedecer a cuanto digan los superiores y a esperar que transcurran los acontecimientos. Y a eso estaba dispuesto Pablo, pero cuando al día siguiente, secundando las recomendaciones del abogado, les pidió que le pusieran por escrito los detalles del cambio de horario y las razones por las cuales lo habían hecho, los gerifaltes se negaron en redondo a firmarle ninguna nota en los términos solicitados. Entonces la situación se enturbió más de lo que ambas partes hubieran deseado.
A todo esto ocurrió algo que modificó sustancialmente las relaciones entre él y Juan Espejo. Y fue que Cesáreo Calvo, a la sazón Jefe de su Sección, deseando recabar alguna información extraescolar que perjudicase a Pablo, acudió a Juan , sabedor de lo bien que se conocían los dos profesores, para sonsacarle alguna cosa que pudiera perjudicar al primero, y así, rastreramente, le preguntó sobre asuntos muy personales de su amigo. Que quede claro que en ningún momento, y sabedor de cómo hacían las cosas los de la Obra, traicionó Espejo a Pablo. Así que respondió a las maliciosas preguntas de Calvo unas veces con el silencio y otras con evasivas. Claro que, por otra parte, la mala suerte, que está presente siempre y lo enreda todo, hizo que Pablo interpretara negativamente el hecho de ver tantas veces hablando a Calvo con su amigo durante aquella nefasta temporada. Eso, unido a los nervios y a la preocupación que vivía en aquellos momentos, le llevaron a pensar lo que de ningún modo había sucedido. Desde ese momento empezó a evitar cualquier conversación con Espejo. De modo que, olvidando la confianza que siempre había depositado en él, junto con tantas cosas agradables relacionadas con la poesía que habían vivido juntos, Pablo Barco se fue distanciando de Juan Espejo.
Y no sólo de Juan, sino también del resto de los compañeros. Seguramente el ánimo, avinagrado por las circunstancias, le perturbó la manera de ver las cosas tal como eran. Y hasta implantó una costumbre nueva, y fue que hasta el día de su despido del Colegio, a la hora de comer se presentaba en el Comedor con un librito de título inequívoco, Derechos de los trabajadores; una vez allí, lo colocaba sobre la mesa de modo que todo el mundo pudiera ver qué libro estaba leyendo. Días antes del despido, improcedente por supuesto (nunca los gerifaltes le dijeron los motivos verdaderos por los cuales le rescindían su contrato de trabajo), mantuvo una conversación con Cesáreo Calvo, en la que, tras decirle que su conversación con ciertos compañeros traidores (clara referencia a Juan Espejo) a nada bueno conduciría, le amenazó con ir a unas cuantas emisoras de radio y a los periódicos barceloneses de mayor tirada para contarles de pe a pa lo sucedido entre él y el Colegio. Total, que acojonados como siempre ante la amenaza del escándalo, los gerifaltes arreglaron con Pablo la suma de dinero con que debían indemnizar su despido y pagar su silencio. El día que se fue de allí se encontró con Alfredo Sancho en la puerta del Pabellón. Algo debió de decirle éste que no gustó a Pablo, el cual se inventó una obra de misericordia sobre la marcha y le dijo:
“Bienaventurados los que se van de este sitio porque ellos verán la verdadera libertad.”

lunes, 19 de mayo de 2008

UN "ENTRENO" MAL ARMADO

Existe una curiosa contradicción en el diario PÚBLICO. Por un lado es un periódico empeñado en regalar cultura (los viernes, una película de DVD, los sábados, cuentos y entretenimientos infantiles, y los domingos, libros de maestros de la pintura universal), y eso es de agradecer. No faltaría más. Pero por otro lado, es una mina de desidia respecto de la lengua; de ahí que el medianamente atento a las cuestiones del lenguaje (léxico, morfo-sintaxis, ortografía...) puede encontrarse aquí y allá, salpicando la labor informativa del diario, y en especial la tarea formativa de los lectores, abundancia de patadas al diccionario. Ya he comentado en esta sección algunas de ellas. Hoy me limitaré a citar dos que ayer domingo figuraban en sendos titulares de DEPORTES. Uno de ellos decía: "NO CONVOCADO: Salió serio del entreno". El otro, por el estilo y también más frecuente, rezaba: "CALIDAD: La técnica es el mejor arma de la selección". El "entreno" del primer titular no puede ser nunca la forma verbal correspondiente a la primera persona del singular del presente de indicativo del verbo entrenar, sino el sustantivo "entrenamiento", que el diccionario de la RAE define así: "Acción y efecto de entrenar o entrenarse." En cuanto al segundo titular, notamos enseguida un fallo de concordancia que desgraciadamente se está extendiendo en todos los medios de comunicación, y es el ocurrido con los sustantivos femeninos singulares que empiezan por A tónica, como agua, arma, alma, asa, etcétera, que por razones históricas y etimológicas se construyen con el artículo el (el agua, el arma, el asa, etcétera), siempre que no aparezca intercalado entre el artículo y el sustantivo, como es el caso que nos ocupa, un adjetivo calificativo (aquí, "mejor"), que entonces hay que escribir o decir el artículo femenino que concuerda con el sustantivo. Así pues, el titular debería haber escrito "La técnica es la mejor arma de la selección."

RETAHÍLA DE UNA MAÑANA EN BARCELONA

Mañana otoñal. El hombre espera
sobre el andén al tren que vendrá pronto,
mientras lloran las letras en las hojas
del periódico gratis.
No discriminem les persones amb SIDA.
Nuevas pistas señalan al vecino de los McCann.
Kidman teme seguir los pasos tristes
de la Princesa de Gales…
¿Qué le espera al hombre el día en Barcelona?
¿Saldrá tal vez el sol? ¿Habrá alguna incidencia en la salida
cultural con los chicos?
El manco de Lepanto y dos novelas
pasadas al teatro, y luego el vicio
de recorrer los pasos del Manchego
por las calles vetustas de Barcino.
Pensamientos de miedo y esperanza.
El miedo al aire, entre las hojas secas
que se mueren con quejas amarillas
y el aire quieto de ausencias transparentes.

El tren llega, se sube. Dentro, el mundo
del libro y del trabajo
(en sus manos la ausencia y en sus ojos
el brillo del olvido)
se saludan y enzarzan
sus ardientes condenas.
Barcelona, expectante,
les aguarda en el vientre de los túneles.
Llega Clot, el teatro,
Cervantes y un cristal de licenciado
Y una boda engañosa. Dos actores
se multiplican en soldados,
licenciados, doncellas,
damas tunas que ocultan sentimientos.
Abren cestas de mimbre,
izan velas, dialogan, cantan
simulando voces dulces de mujer…
todo el truco
de la tramoya que no da más de sí:
un telón y las sombras,
y la Portada
de las doce Novelas Ejemplares.
Los premios del aplauso, y se fini.
La humedad de la calle, el barrio suelto,
ruidoso entre semáforos, las tiendas
y la gente, de espaldas a la muerte,
caminando con luz en la mirada
hacia los duros mercados de la vida.

De nuevo los andenes, los billetes
del tren de cercanías
que alejan los olvidos y los miedos
y acercan en suspiros virtuales
la esperanza de los últimos andenes.
Y abandonar el vientre subterráneo.
Suben profes y alumnos como topos
a la luz de la Plaza.

Devienen aves libres
de vuelos callejeros,
ríos habladores en busca del Quijote por el Gótico,
el Call, la Sinagoga, los balcones
que gritaban al paso de los héroes.
El mar estaba cerca. El fin al borde
de una herida en la arena, velas rotas
por arcabuces ciegos. Y en la playa
de la imaginación
Sansón Carrasco vence al caballero,
pone punto final a la locura.

Cerca está la casa de Cervantes.
Desde ella otea aún el mar caliente
de aventuras, galeras y grilletes.
y ve caer vencido a su otro yo
a punta cruel de lanza de destierro.
Madrid le espera ya, sin tumba fija,
a la deriva entre docenas de esternones,
calaveras y tibias… Eso piensa
el profesor mirando la fachada
que frente al mar recuerda el paso vivo
del Manco de Lepanto en Barcelona.

Mientras, arriba, el cielo, encapotado,
aguanta la tristeza del momento.
Se cruza Layetana, gotas frías
ungen al grupo cultural. El muro gris
de Santa María del Mar se lava y salva
su silencio con lluvia de otro otoño.

Mientras, sigue la llama
del vecino Fossar de las Moreras
diciendo: Cataluña no quiere ya más eñes,
no quiere más palabras de Castilla en la lista
de los muertos por la Comunidad.

Pero la lluvia cae con eñes de cien sueños
sobre las duras baldosas de la plaza.
Los alumnos descansan mientras comen
en los bares cercanos.
El hombre y sus colegas
visitan las Caputxes.
Sentados a la mesa, en la ventana
ven el arco apuntado de la iglesia.
Lasaña y vino. Y lluvia
tenaz sobre la plaza.
Cada adoquín es ya charol humilde
y en el alma se moja la semilla
de la nostalgia inútil.

Se reanuda el paseo ya de vuelta
hacia los vientres trepidantes de los túneles
con la fatiga hiriendo
los escudos más fuertes.
Picasso les saluda al pasar por su patio
y les muestra la ropa hecha jirones
de un arte de entreguerras, de una guerra
pintada en las meninas y en cerámicas,
en trastiendas de polvo y oro viejo
de la calle Montcada.

El camino les lleva hacia Arcos Rojos
con murciélagos regios en los bordes
y leyendas de finales de siglo,
cuando Onofre Bouvila, imitaba al Quijote
en manos de Mendoza, otro Cervantes
sin deriva y sin ganas de soñar
en anónimas tumbas.


De toda la salida cultural
le queda al hombre el ruido de la plaza
de San Felipe Neri, los zumbidos
de unos niños jugando a la pelota
y los gritos callados de los tiros
grabados para siempre en las paredes.
Cervantes, el teatro, Barcelona…
Y el fusilamiento impasible del olvido.

sábado, 17 de mayo de 2008

HILO DIRECTO CON DIOS

UN TRÁGICO DESENLACE

Como el caso del alumno Antonio Duero hubo en el Colegio algunos más que hicieron historia. El más importante fue el protagonizado por Luis Esteban, hijo de un ginecólogo barcelonés que asistió a los partos de varias mujeres de profesores, entre ellas el de Marta, esposa de Pablo Barco. Y aunque el muchacho, Luis Esteban, era reacio a dejarse llevar por consejos de mayores y en especial por profesores del Colegio, llegó a simpatizar medio bien con Pablo y hasta dejó que el profesor se acercara a él mucho más de lo que lo había hecho su propio padre. El caso es que Luis solía “fumarse” algunas clases, sobre todo las de Deportes, y en su lugar frecuentaba el bar Los dos Hermanos, situado fuera del recinto del Colegio, al otro lado de la carretera. Era usual que al bar se acercaran algunos profesores cuando las provisiones de tabaco se acababan o cuando había que tomarse alguna cerveza entre amigos y lejos de las orejas excesivamente atentas de los de la Obra. También, pero muy de cuando en cuando, algunos alumnos saltadores de normas por sistema, como Luis Esteban, se atrevían a darse una vuelta por el bar. El alumno utilizaba para no ser visto el seco cauce de la riera y luego el talud de la vía. Era una operación que le reportaba un placer especial. Tanto que solía comentar con los más próximos a él a propósito de esas idas y venidas al bar de sus escapatorias:
“Sólo es parecido al gusto que tengo cuando me hago una paja”.
Una vez en el bar, se gastaba el dinero locamente en las máquinas de juegos mientras bebía varios refrescos, hasta que pasaba la hora de Gimnasia. Entonces volvía por el mismo camino, se colaba en las duchas con el último turno de alumnos y, aseadito, como si se hubiera castigado el cuerpo con el ejercicio físico y la postrera ducha igual que los demás, se incorporaba al resto del horario académico. Un día tuvo la mala suerte de encontrarse de golpe en el bar conmigo, y en vez de pararse a hablar, cosa que habría ayudado a arreglar el asunto, optó por salir corriendo. Yo, que me llevaba bien con Pablo Barco y sabía la complicidad que había entre el profesor y el alumno, de regreso y a la primera ocasión que tuve le conté mi encuentro con el chico.
Lo que Pablo Barco hablara con él es cosa que ignoro, pero a partir de ese momento Luis se mostró claramente violento y descarado en mis clases. Yo pensé inmediatamente que el chico acababa de descubrir en mí a un maldito chivato. Y me pregunté si tal vez no habría sido mejor cambiar unas palabras con Luis antes de hablar con mi colega. Sin embargo, las cosas habían sucedido así y ahora había que poner remedio a sus faltas de disciplina en clase, que a medida que avanzaba el curso iban aumentando. Rara era la clase en que Luis no soltara algún despropósito en plena explicación, cosa que provocaba que los que habían tirado la toalla respecto de la asignatura (por supuesto que el suspenso más claro era el del propio Luis Esteban, y eso sin necesidad de que yo interviniera, porque la labor del muchacho era nula y no había un sola prueba que consiguiera sacar más de un 2); decía que los rematadamente insalvables, al oír aquellas continuas y extemporáneas intervenciones de Luis, se las aplaudían y vitoreaban. Daba lo mismo el asunto que en ese momento estuviera tratando yo. Si, por ejemplo, hablaba de la elegancia y musical sensibilidad de los versos de Garcilaso, Luis me interrumpía para decir:
“Sí, la elegancia y la sensibilidad propias de un marica.”
O si yo comentaba que Espronceda había muerto de una afección de garganta, se apresuraba a añadir:
“A alguno que yo sé debería pasarle lo mismo”.
Yo intentaba entender la causa de aquellos despropósitos, pero no le pasé ni uno y así se lo hacía saber tomando nota en mi cuaderno del día, de la hora y del contenido de sus palabras y, si podía, hasta anotaba exactamente la frase que él decía. Sancho, el profesor de la Obra que era preceptor del chico, y yo mantuvimos con su padre más de una reunión para ponerle al corriente de qué podía pasar si Luis insistía en su mal proceder. Pero ni con ésas. Y una tarde, en el colmo de la desfachatez, y mientras yo intentaba explicar la extraña enfermedad que había llevado a Bécquer a reponerse al Monasterio de Veruela, Luis Esteban exclamó a gritos:
“¡Eso fue de tanto como le daba al manubrio!”
El cachondeo que se armó en el aula fue de lo que nunca me había encontrado a lo largo de mi vida docente. Así que no tuve otro remedio que invitarle a que saliera de clase para ir al despacho del Jefe de Sección, y más teniendo en cuenta el cúmulo de faltas disciplinarias que había ido coleccionando en su expediente.
El jefe de Sección llamó a su padre por teléfono comunicándole que su hijo había sido expulsado del Colegio por falta grave, que hiciera el favor de venir a recogerlo o mandar a alguien que lo hiciera en su nombre.
El ginecólogo reconoció una vez más que el muchacho había salido torcido como un árbol malo y que su mujer y él habían hecho todo lo posible por él, sobre todo poniéndole en manos de expertos psicólogos de Barcelona, los cuales, al fin y a la postre, tampoco habían podido dictaminar el verdadero alcance del desequilibrio mental y emocional del muchacho, quien, según todas las pruebas que le habían aplicado, era un inadaptado social con síntomas de doble personalidad y acentuada paranoia (todo esto expresado, evidentemente, en términos profesionales y clínicos).
Sólo un año más tarde el muchacho cayó en una horrible depresión y dejó de asistir al Colegio tras las vacaciones de Navidad. Y un día de mayo, mientras en el Colegio sus compañeros de clase se disponían a salir de romería hacia una ermita del Vallés, llegó a los despachos de los profesores una circular dando la terrible noticia. El alumno Luis Esteban acababa de fallecer en su domicilio de un ataque al corazón, al parecer mientras dormía. Pero eso no fue exactamente lo que había ocurrido. La realidad la contó el malogrado Mariano Valdovinos en el despacho que compartía con Aurelio Marqués y Jordí Puig. Al chico lo había encontrado su desconsolada madre ahorcado en el baño. Cuando supimos la verdad, los profesores nos quedamos consternados. Unos días más tarde me encontré a Pablo Barco en el sendero de piedra que separaba los dos grandes parterres del jardín central y le pregunté si sabía algo nuevo sobre la muerte del pobre chaval. Barco, visiblemente afectado, me dijo que no y me corroboró el atroz detalle del suicidio:
“Sí, ahorcado con la cortina de la ducha, completamente desnudo.”

viernes, 16 de mayo de 2008

HILO DIRECTO CON DIOS

LA CONDICIÓN DE MANOLO HIERRO

Manolo Hierro era un granadino que tenía una habilidad especial para tratar con los chicos y sonsacarles, como si fuera un detective escolar consumado, los trapicheos que se traían entre manos. Además mostraba con todos una simpatía poco habitual, simpatía que, unida a una inteligencia extraordinaria, le convertía en una persona muy grata con la que daba gusto estar. Se había licenciado en Historia Contemporánea por la Universidad de Barcelona, ciudad a la que vino a vivir siendo todavía muy joven. Conoció en la Facultad a Carmen, que sería su futura mujer. A la hora de comer solíamos ocupar la misma mesa y Manolo convertía aquel rato de asueto en una charla amena y divertida. A veces nos aventurábamos en conversaciones algo elevadas sobre las relaciones que existen entre el Arte y la Literatura, y entonces intervenía Antonio para bajar el nivel de la conversación a la altura normal y corriente de las cosas de la vida con alguno de sus chistes, aunque, eso sí, mirando de soslayo a derecha e izquierda por si alguno de la Obra andaba en las inmediaciones. Lo malo era (y ocurría en muchísimas ocasiones pues el asiento de las mesas no estaba reservado ni la naturaleza de los comensales tampoco, como es lógico) que a la mesa acababan siempre llegando algunos de ellos y de ese modo la charla se veía obligada a navegar entre los inoportunos escollos y con las consabidas frases crípticas con que algunos de los más cercanos solíamos intercambiarnos ciertas informaciones.
Hubo otra actividad que nos unió más a Manolo Hierro y a mí. Intentaré explicarla brevemente. Resulta que Hierro mostraba por la fotografía una afición entre científicamente seria y artísticamente lúdica. Conocida esta afición suya, le propuse un día realizar juntos una actividad híbrida, algo así como un reportaje literario. Él se cuidaría de la ilustración y yo del texto. El trabajo tenía como tema central la presencia de Bécquer en Cataluña. Y de común acuerdo nos pusimos manos a la obra un fin de semana de diciembre, poco antes de las vacaciones de Navidad. Y durante el descanso vacacional le dimos un buen empujón al trabajo. Conservo con cariño todavía algunas hojas de la común tarea. Pero al volver en enero a las tareas laborales tuvimos que aplazarla (de hecho nunca más la proseguimos, y eso es algo que lamento de verdad) porque los gerifaltes del Colegio, conocedores de nuestras habilidades extraprofesionales, nos propusieron un pequeño trabajito para conmemorar los veinticinco años del Colegio, que por entonces se iban a cumplir. Se trataba de un librito de unas veinte hojas titulado Rincones perennes que se regalaría a los padres y alumnos de Sendero para honrar tan fausta efemérides. Manolo Hierro fotografiaría lugares, rincones, objetos, árboles, escenas y sitios típicos del Colegio, y yo escribiría pequeños textos líricos, en verso o en prosa, relacionados con las fotografías. Encantados con la idea, iniciamos la labor con tanto entusiasmo que nos olvidamos completamente del autor de las Rimas y de su paso por Cataluña. Ya veíamos el librito terminado. La presentación del material contendría páginas contiguas: la fotografía en la izquierda, y el texto poético en la derecha, y abarcando la cabecera de ambas páginas el título del rincón elegido. En los ratos libres que nos permitía el horario escolar trabajábamos unas veces juntos para elegir el rincón y otras por separado para que él pudiera fotografiar el motivo y prepararlo adecuadamente en su casa y yo para para encontrar las palabras adecuadas para no desmerecer el arte de su trabajo. Y así estuvimos hasta la Semana Santa, que ese año caía en los últimos días de marzo El resultado fueron las páginas referidas a los siguientes temas: Pájaros, La ermita de los pinos, Los caballos (que era un grupo escultórico que había en el vestíbulo de la Recepción), El Platillo Volante, La riera y La masía. Una observación: como el llamado Platillo Volante y la masía aneja al Colegio sólo eran recuerdos, Manolo Hierro, que estaba en todo, resolvió el problema revisando archivos del Colegio que mostraban imágenes de uno y otra. Y al volver de vacaciones, seguimos trabajando en lo que nos pareció una obra que, además de ser divertida, nos estaba reportando paz al espíritu y cosquilleos al corazón. Ilusionados y contentos con el trabajo realizado hasta ese momento, se lo mostramos a la Junta de Gobierno para ver si seguíamos adelante con proyecto o no.
Esperamos en vano una contestación en los días siguientes. Y al cabo de dos semanas, a punto de celebrarse el Aniversario de los 25 años del Colegio, Francesc de Deus, a la sazón director, nos llamó a su despacho. Al ver su rostro circunspecto, el asunto me olió a chamusquina. En efecto, aquel trabajo que habíamos realizado con tanta atención y cariño, quedó en aguas de borrajas. La explicación que se nos proporcionó al respecto no dejaba lugar a dudas y que ponía de manifiesto una vez más la cicatería de quienes regentaban aquella empresa de locos. El director nos dijo:
“La Junta de Gobierno en pleno y yo en particular lamentamos deciros que vuestro brillante trabajo no va a poder ver la luz, por lo menos como habíamos pensado para celebrar el veinticinco aniversario de nuestro colegio. Hemos pensado que resultaría un gasto imposible de asumir en estos momentos. Preferimos editar unas postales de Cabañas con algún cuadro suyo que recoja una estampa del Colegio y celebrar un acto académico presidido por la mujer del presidente de la Generalidad de Cataluña. De todos modos, os trasmito el agradecimiento de la Junta por la atención que habéis tenido con el Colegio.”
Aquella falsa perorata cayó sobre nuestros ánimos como un jarro de agua fría. Yo no supe qué decir. Pero Manolo Hierro no esperó a otra ocasión para decirle lo que pensaba.
"Lo que más me molesta, le dijo sin perder los nervios, no es el tiempo que he perdido buscando en los archivos ni fotografiando rincones en la riera o en otra parte del Colegio, ni siquiera lo que le he robado al sueño para idear cómo quedaría mejor la fotografía del motivo elegido, sino la libertad y desfachatez con que tratáis cualquier trabajo que hacemos cualquiera de nosotros. Si algún día fuerais capaces de entender lo mal que os portáis con la gente que trabaja para vosotros, me daría por satisfecho. Pero creo que el corazón lo tenéis en las estampas, no en el pecho."
La última frase me pareció cojonuda y acertada pero también comprometida. Me quedé tranquilo pensando que tampoco de Deus la habría comprendido. Por mi parte, ya he dicho que me quedé sin palabras, aunque sabía que algo muy grande me hervía por dentro. Al día siguiente, más sereno, le dije al director:
“El único consuelo que me queda, y espero que a Manolo también, es que ojalá encontremos una editorial que nos publique el trabajo y nos compense del tiempo perdido. “
La réplica del director no se hizo esperar:
“En ese caso, y quiera Dios que lo logréis, tendríais que incluir en el apartado de “Agradecimientos” algo así como que "Los autores muestran su reconocimiento al Colegio por haberles brindado generosamente sus instalaciones y sus archivos fotográficos.”
Se lo comenté a Manolo y poco faltó para que, aun pacífico y sereno como era, se presentara en Dirección y montara la de Dios es Cristo.
De cualquier modo, a partir de aquel día, Hierro ya no volvió a ser el mismo. Su cara redonda y sonrosada de niño, enmarcada en aquellos cabellos rubios que le disimulaban la edad, rejuveneciéndosela en muchos años, mudaba de pronto y se ponía seria cuando veía a menos de dos pasos algún gerifalte de la Obra. Y si era de Deus, no podía evitar temblar de ira. Y no precisamente de santa ira, como decían ellos para suavizar la desfachatez de su constante hipocresía.
Luego pasó algo en la familia de Manolo Hierro que sus compañeros, aun los más próximos a él, no acertamos a comprender del todo. El caso fue que poco a poco le llevó a frecuentar la bebida, y era rara la mañana en que al empezar las clases no llevara el olor escandaloso del alcohol pegado a su aliento. Corrían rumores según los cuales la familia de su mujer no le había querido nunca y puede que hasta las cosas entre los cónyuges no fuera demasiado bien. Yo no me meto en eso. La cuestión es que las costumbres de Manolo Hierro, que siempre había sido una persona bien aseada y puntual, cortés y amable, empezaron a relajarse. Tanto que uno de sus mejores amigos, Pablo Barco, al notar que la dejadez de Manolo corría el peligro de convertirse en irreversible, se vio en la obligación de advertirle:
“Ten cuidado porque, de seguir así, podrías verte en un serio aprieto.”
“Mira quién lo dice”, contestó Manolo, que por entonces ya no soportaba el menor comentario sobre cualquier asunto relacionado con el cuidado de su persona. “Mira quién se atreve a aconsejarme, uno que nunca ha sabido siquiera combinar una chaqueta lisa con un pantalón de cuadros.”
Pablo Barco no le tuvo en cuenta esas palabras. Se limitó a mirarle a los ojos con comprensión y luego dijo entre risas:
“Pero en mi caso no importa. Siempre me ha gustado ir cómodo y sin etiqueta. Lo que me preocupa es que una persona limpia, aseada y vistosa en sus trajes y en su aseo personal como tú, de la noche a la mañana haya cambiado tanto.”
Y ahí acabó todo de momento.
Por aquellos días corría el rumor de que un alumno atravesado y con problemas serios de disciplina pretendía volar el Pabellón del Delfín para vengarse de un profesor de la Obra (se decía que del propio Molinos) por haberle expulsado de la Casa del Bosque el primer día del Retiro de Cuaresma. Y como Manolo Hierro tenía fundadamente ganada la fama de detective porque ya en otras ocasiones había resuelto algún que otro enigma, como la misteriosa desaparición de tres cuadros de Montagut, que había legado el profesor al Colegio antes de irse de allí, y dos ordenadores del Aula de Informática, de Deus le llamó a su despacho para pedirle que averiguara cuanto pudiera sobre el asunto.
Sin muchas ganas, se puso manos a la obra más por satisfacer su curiosidad de experto docente y aun mejor psicólogo que por hacerle un favor al Director, que en aquel momento era la cosa que deseaba menos. Lo primero que hizo fue convocar un partido de fútbol entre dos clases, la suya y la del presunto infractor. Y mientras se había hecho con la participación de Aurelio para que arbitrara, él se alineó en el equipo de su clase, cuyos componentes no podían disimular su contento: ver a su rubio y jovial profesor vestido de futbolista era algo a lo que no estaban dispuestos a renunciar. Así pues, empezó el partido, pero a las primeras de cambio Manolo Hierro recibió una patada en la espinilla por parte de un rival que lo dejó fuera de combate. La cosa parecía que se iba a arreglar teniendo al profesor en el banquillo, pero no fue así y enseguida los goles empezaron a entrar en la portería de su clase. En el descanso habló con los alumnos de su equipo y medio en broma medio en serio les amenazó con hacer "chupar" banquillo a alguno y poner a otro en su lugar si la cosa no se enderezaba, porque no estaba dispuesto a ser el hazmerreír del Colegio. Entonces un alumno pelirrojo, al que todos apodaban sin mucha originalidad "Zanahoria", le dijo muy serio:
“Perder un partido no es lo mismo que portarse mal en un Retiro. A todos les puede pasar. Me refiero a hacer una pequeña gamberrada en la Casa del Bosque. Pero perder un partido cuando se puede ganar es perder parte del amor propio y acentuar la falta del respeto en el contrario. Así que ánimo y a portarse con dignidad y coraje. Si aún así nos ganan, nadie podrá reprocharnos nunca nada.”
La cosa empezó a animarse porque no había hecho más que terminar el primer alumno de hablar cuando un segundo intervino:
“El señor Molinos echó del Retiro a los que echó porque se pasaron de la raya.”
Entonces "Zanahoria" volvió a tomar la palabra y dijo:
“Es que lo que hizo Toni es muy fuerte. Liarse un canuto en los lavabos y repartir caladas entre los demás...”
“En el Colegio no se acusa”, sentenció un tercero que se sabía muy bien las consignas cuando le interesaba.
Hierro pareció no dar importancia a la cosa y, animándolos de nuevo para afrontar la segunda parte del partido, les dijo:
“Si jugamos bien y damos todo lo que podemos, habremos cumplido, ¿de acuerdo? Y nadie será expulsado. Ánimo, chicos, que ellos sólo son once como nosotros.”
Al día siguiente, cuando acabó la clase de Aeromodelismo, salió al encuentro de los alumnos que acaban de asistir a esa sesión y, haciéndose el encontradizo, se dirigió al grupo donde venía Antonio Duero, Toni para los compañeros, y les soltó entre risas:
“¿Cómo va la gasolina, chicos? Me refiero a la de los aviones, claro. Tú, Toni, debes ser de los alumnos que mejor cumples con ese cometido, ¿no?”
El aludido dio un respingo. El profesor, sin darle tiempo a reaccionar, añadió:
“Si tienes algo que decirme, te espero en el despacho a la hora del recreo”.
No esperaba lograr mucho en aquel caso pues reconocía que se había precipitado en la forma de dirigirse a los chicos o en la selección de sus palabras. Su estropeada relación con Francesc de Deus le había hecho descuidar las fórmulas de sabueso que le había proporcionado pistas seguras en otras ocasiones. Sin embargo, y contra pronóstico, a la hora del recreo, sonaron unos golpes en la puerta de su despacho. Con un "¡Adelante!" invitó a entrar al que había llamado. Y no se llevó ninguna sorpresa cuando vio que el alumno que entraba en su despacho era Antonio Duero. El gesto de abatimiento del muchacho no dejaba lugar a dudas.
“Te veo cabizmundo y meditabajo”, bromeó el profesor mientras le golpeaba cariñosamente la espalda y le invitaba a sentarse en la silla que había delante de su mesa. “¿Vienes a contarme algo? Adelante. Soy una oreja inmensa que espera oír tus sabias palabras”.
El chico, que en el fondo tenía buen corazón pero que la situación de su casa, discusiones constantes de sus padres delante de él y otros detalles que tenían que ver con la poca atención que sus progenitores le dedicaban, habían desequilibrado su vida emocional, fijó sus ojos en los de Manolo Hierro como buscando amparo y empezó a hablar:
“Si lo de la gasolina que usted dice va por otro lado y no por los aviones, le tengo que decir una cosa. Guardo almacenados en mi taquilla más de diez litros de gasolina.”
Así se lo soltó.
“¿Y cómo lo has hecho?”, preguntó el profesor aparentando tranquilidad pese al bombazo que acababa de oír.
“Los he ido cogiendo del depósito del coche de mi padre con un trozo de manguera que hay en el garaje. Ni se ha dado cuenta. Es muy despistado.”
Luego le contó lo demás: qué pensaba hacer con ello y por qué.
Manolo Hierro hizo de mediador entre el chico y los jerifaltes de Sendero y logró que sólo fuera expulsado del Colegio quince días. Pero el chico no tenía remedio. Uno de la Obra habría dicho al respecto: "Es una manzana con el gusano dentro." Durante la Fiesta Deportiva de ese mismo año quemó los aviones de panel ligero que había en el Aula de Aeromodelismo. Su padre se lo llevó del Colegio al año siguiente y quienes conocían bien al muchacho dijeron algún tiempo después que había sido internado en un Reformatorio de Tarrasa por robar en una Administración de Lotería un talonario de décimos.

miércoles, 14 de mayo de 2008

ENTRE LUCES Y PLUMAS

I.


INSTANTÁNEAS DE PRIMAVERA

Entre las sombras,
las manos de la aralia
piden limosna.

¡Oh, flor de moro:
humildad de esmeralda,
botón de oro!

Verde bambú
pinta paisajes chinos
en el azul.

Al sol medita
con sus ojos de chino
la lagartija.

La viña virgen
pone falda a las tapias
de los jardines.


¡Las mariposas!
Dos pétalos que vuelan
Sobre las rosas!




II.

INSTANTÁNEAS DE VERANO


En las hogueras
quemamos por San Juan
nuestras tristezas.

Luz de naranja
es la luz del verano
sobre la playa.

Por San Lorenzo
la noche llora lágrimas
de luz y fuego.

¡Las amapolas!
¡Cómo lloran los trigos
lágrimas rojas!

Feliz vencejo:
saeta en la ballesta
de su alto vuelo.











III.


EL CISNE BLANCO

Sobre la línea del agua
el cisne blanco es un dos,
un dos de tiza que nada
y se arrodilla ante vos.
Es un lirio que navega…
Cisne blanco, lirio o dos
que decorados de plumas
brillan a la luz del sol.



LAS GAVIOTAS

Las gaviotas son pañuelos
hechos de espuma y de sal
que vuelan sobre las olas
y alegran un poco al mar.

Las gaviotas son pañuelos
que nacieron al zarpar
los pescadores del puerto
con dirección a altamar.

Son pañuelos que acompañan
a los hombres que se van .
Las gaviotas son adioses
que se van con los del mar.



EL COLIBRÍ

Tu nombre en lengua caribe
“arco iris” significa,
y nunca mejor palabra
definiría tu vida,
acróbata de las aves,
abeja de pluma fina.
Porque el sol, enamorado,
en tus alas multiplica,
como en pompas de jabón,
el color de tus plumillas.
Artesano de las flores,
sigue venciendo a la brisa,
sigue endulzando con néctar
el milagro de tu vida.



LA URRACA

En el silencio del bosque
suena una negra palabra:
“urraca”, risa de bruja,
estruendosa carcajada.
Su batuta blanquinegra
impone sobre las ramas,
en vez de una dulce música
de primavera y de magia,
un silencio oscuro y quieto
que toda alegría acalla.


EL CANARIO

--¿Para qué cantas, canario,
con tanto afán en tu cárcel?
¿Así pagas la crueldad
del que te ha robado el aire,
la luz de tus plumas de oro,
el fiel amor de tu amante?
¿Te conformas con alpiste
y un poco de agua en tu alambre?
--No canto con alegría,
sino para no olvidarme.
Porque el canto hace al canario,
y sin canto no soy nadie.



DOS GALLOS

Gallo de gallinero,
fuego en las plumas,
fuego en el cuerpo.
El espolón es vida.
La cresta lucha.
El pico herida.

Gallo de la veleta,
viento en las plumas,
viento en la cresta.
Pero muerta figura,
que en los tejados
su vida sueña.

HILO DIRECTO CON DIOS

UN AMAGO DE INFARTO

Cuando pienso en todo aquello ahora, me parece haberme librado por fin de un encierro indeseable y creo de repente encontrarme a miles de kilómetros de distancia de aquel negro calabozo. Sin embargo, de vez en cuando ocurren cosas que me hacen volver al recuerdo de lo vivido allí aunque no quiera. Y no me refiero sólo a ciertas reuniones que todavía hoy mantenemos algunos profesores que pasamos en el Colegio gran parte de nuestra vida, sino a accidentes y desgracias de compañeros que de una forma u otra tuvieron y tienen que ver con aquel sitio. El último suceso fue el amago de infarto que sufrió Aurelio Marqués un par de años antes de jubilarse, del cual, gracias a Dios, acabó saliendo bien librado. Lo primero que pasó por mi cabeza cuando iba en coche al hospital donde el "Árbitro" estaba ingresado fue la idea atroz del paso cabrón del tiempo, que no sólo nos cambia la vida a todos, sino que incluso se la arrebata a otros que han significado algo muy importante en la nuestra. Recuerdo que cuando derribaron la masía anexa al Colegio, Zacarías Caballero, el director de entonces, profirió una frase que me hizo pensar: “Cuando algo que ha cobijado vida cae por voluntad del hombre, una casa, una fábrica, una oficina, o como ahora esta masía, de algún modo el hombre mismo está llamando a la mala suerte, y no sólo para él, sino también para quienes viven en torno suyo." Cuando lo oí, al principio me pareció algo raro que un miembro de la Obra, tan íntegro y honesto y de vida claramente religiosa, hablara así del destino humano. Pero cuando un año más tarde también se derribó el Platillo Volante...
Llamábamos Platillo Volante a una construcción circular, de material ligero, con visera y patas de madera que estaba posada en el césped, entre el Pabellón Central y el Pabellón del Delfín y que sirvió al principio de punto de encuentro para los alpinistas y montañeros de la Obra, y luego se habilitó para convertirla en taller de aeromodelismo. Hasta que se preparó un ala del Pabellón del Delfín para ese cometido. Y reanudo lo que estaba contando. Cuando también desmantelaron el Platillo Volante, creo, si no recuerdo mal, que fue uno de los nuestros, Manolo Hierro, quien dijo al ver la huella circular, la calva enorme que había dejado la construcción sobre el césped de los rosales: “Esto de deshacerse sistemáticamente de las cosas que nos han rodeado durante mucho tiempo, me da mala espina; es como si quisieran los de arriba, los que nos mandan, darnos un aviso de lo que puede pasarnos a todos nosotros en el futuro”. Eso dijo el pobre Manolo Hierro. Y a partir de entonces empezaron a pasar las cosas. Sé que puede ser todo simplemente una coincidencia. Pero una coincidencia que hace pensar. Primero ocurrió la muerte atroz en accidente de coche de Alejandro Méndez.. Y al poco tiempo empezó una cadena interminable de muertes y desgracias de todo tipo, una de las mayores la ya citada del pobre Valdovinos. Cadena que no ha parado hasta hoy. Y estoy dejando a un lado el rosario de traumáticos despidos de Viladomat, Gimeno, Antonio o el mío, entre tantos otros. Porque, dicho sea de paso, al menos seguimos vivos para contarlo y, gracias a Dios, estamos todos en una situación económica y, sobre todo, humana mejor que cuando estábamos allí dentro. Aunque nos siguen doliendo las muertes de Pablo Gómez, Juan Espejo, Jaume Rovira, Tino Bahamontes o las del mismo Manolo Hierro, tan desoladora y tan reciente, apenas un año más tarde de ser despedido por aquella gente desagradecida y cicatera. Y ahora lo de Aurelio...

martes, 13 de mayo de 2008

EL ÚLTIMO CLAUDIO RODRÍGUEZ II

Los poemas de AVENTURA

En este apartado me propongo, con el riesgo que ello conlleva, comentar los once poemas del volumen, respetando el orden que se observa en la edición facsimilar de García Jambrina.
El primero, “Un deslumbramiento”, está compuesto de endecasílabos, heptasílabos y pentasílabos blancos. El tema es el de la revelación poética en el momento del proceso creador ( recurrente en los libros de Claudio Rodríguez y, sobre todo, en el último editado en vida del poeta, Casi una leyenda). Ya en los versos de “La mañana del búho” encontramos coincidencias con los que inician el que nos ocupa: “¡Si lo que veo es lo invisible, es pura / iluminación, / es el origen del presentimiento!” Y así, en “Un deslumbramiento” leemos: “¡Si ahora me llega lo que no esperaba / muy dentro de la luz cuando hay secreto / de la maduración, la elevación, /un temblor sin sentido.” Ese temblor sin sentido (que es “certidumbre del alma”) es la revelación, es la entrega de la esencia de la poesía, ceguera o misterio nuevo. Al poeta le sucede como al búho, que queda deslumbrado y no ve aunque la luz sea completa y la mañana haya llegado ya porque ese no es su mundo habitual. En ese momento de revelación, de deslumbramiento, el poeta se hace la pregunta: “¿Es que algo va a venir?” ¿El escurridizo río de la poesía ha tomado cauce en las palabras del poeta? Claudio Rodríguez nos tiene muy acostumbrados a este tipo de preguntas. Recordemos al respecto la pregunta del poema VIII del Libro Tercero de Don de la ebriedad: ”¿Es que voy a vivir” ¿Tan pronto acaba/ la ebriedad?” Es, pues, el poema que nos ocupa un canto a la revelación que a veces visita al poeta en el momento duro, de acecho, de robo, de búsqueda, de aventura, de laborar la forma, de conjuntar la emoción, el ritmo y el lenguaje de poema necesarios y casi siempre insuficientes para encerrar el aliento poético que vive en la realidad exterior e interior del poeta. Aquí es el ojo observador el punto de partida, “la vendimia y la cúpula / de la mirada” . ¿Y dónde y cuándo sucedió el trance? El poema es explícito en este caso. En Medinaceli, mientras la lluvia de mayo lava la mañana. Ese es el sitio y ese es el momento. “Ahora ya todo o nunca”, afirma el poeta, como en otros poemas para confirmarnos la elevación y provisionalidad del hallazgo poético, que sólo se da en el poeta justo en el instante en que tiene lugar el don de la ebriedad.
“Coro en marzo” se titula el segundo poema de Aventura. Sabemos que marzo es un mes preferido por Claudio Rodríguez, como enero o noviembre; y “coro”, una palabra que lo transporta a la infancia, a la música y canciones de sus juegos y a los corros infantiles donde la vida no cambia y la edad se hace eterna, como la poesía cuando el poeta logra dar con su río profundo y misterioso para encerrarlo en el lenguaje del ritmo y la emoción. Compuesto el poema por versos heptasílabos y endecasílabos y algunos pentasílabos, como el anterior, el poeta nos confiesa en él que, al llegar este mes de resurrección y de madera nueva “que alumbra y hiere en el primer verdor / y da como aleteo / de olor a infancia”, oye la voz de los primeros años de su vida y pregunta qué se ha hecho de ellos. Entonces canta lo que ha perdido, que en realidad queda salvado con el poema, y “la brisa de la meditación” se renueva dentro del canto. Todo el cuerpo suena como “si fuera verdadero y nuevo”. El coro de marzo lo convierte en semilla, en resina que da “aventura y fruto”. El poema suena más íntimo, “muy de río”, es ya una “promesa cierta”. La creación, que es siempre una cacería, una búsqueda dolorosa, se convierte aquí en una “alegría que aclara” lo escondido. Y lo pasajero, lo que cambia, lo que va a la destrucción, en el poema se convierte en lo que realmente se ama, tal vez una “germinación futura”, palabras con que concluye el poema.
La tercera composición de Aventura se titula “Sensación de simiente”. “Simiente” o “semilla” son palabras clave en la poesía de este poeta zamorano, y el hecho de darse como semilla o simiente es un motivo que ya encontramos en su primer libro. Nada más meternos en este otro río de endecasílabos, heptasílabos y apenas un par de pentasílabos, volvemos a encontrarnos con el momento de revelación que el poeta experimenta en el acto de crear. “La revelación que es nacimiento”, leemos en el tercer verso. Sin embargo, nada resulta fácil en esta sagrada tarea; al contrario, hay que esperar al dolor, hay que herir para encontrar la fuente de la poesía. Luego, tras la búsqueda laboriosa, cuando el propio cuerpo haya perdido la sensación de estar presente, se abrirá “el misterio fecundo”. Que aunque no se oiga, está ahí, “en el origen, / en el destino...” Ha valido la pena el acecho, el oficio, la espera del poeta para que la poesía se convierta en entrega, “llaga abierta en el aire”, (...) “semilla que redime”. Así, en la noche solitaria y laboriosa, en la penumbra de la creación poética, vendrá al fin a entregarse la claridad inocente de la poesía. “Hay un presentimiento entre agua y sol”, asegura el poeta, “porque algo no ha venido todavía”, pero que llegará. Por eso, y así termina el poema, nos asegura el poeta que “aunque ya sea tarde”, nunca es tarde para la poesía pero sí para la vida, “hay que salir, hay que salir al mar”, enfrentarse al peligro, al riesgo, a la aventura de los hallazgos poéticos. O a la aventura de la vida sujeta al inevitable desenlace de la muerte.
Este “hay que salir al mar”, a la aventura que resulta ser la creación poética, o a la aventura de la existencia amenazada siempre por la luz inevitable de la muerte, lo veremos repetido, curiosamente, al final también del cuarto poema titulado, “Meditación a la deriva”, el más extenso de la colección, todo él escrito con endecasílabos del mejor Claudio Rodríguez. El viento del Oeste, símbolo de la vejez, de la proximidad de la muerte ( de ese lado siempre viene lo peor), con su presencia templada, sin maduración, misterio, recuerdo o perfidia, trae al poeta “nueva salud”, y es que la salud a la que se refiere es el fervor propio de la labor creativa, “el oficio y el placer”, la revelación a que en estos últimos poemas nos viene acostumbrando, esa misteriosa visión que no es certidumbre, sino “palpitación que suena lejos de los sentidos”, en resumen, la mágica alegría que no tiene que ser entendida necesariamente por el.poeta. Este es el núcleo de la meditación que parece ir a la deriva por el mar del poema. Pero sabemos que no es así, que siempre la aventura de crear no es una aventura dejada al azar, sino, como siempre nos ha dicho Claudio Rodríguez, una aventura controlada. Control es lo que hay siempre, atención dolorosa e infatigable en el acto de crear para que el poema no se separe completamente del poeta. Y aun así muchas veces la poesía resulta inefable. Sigamos con el poema. Ahora le toca al creador saber qué quiere, cómo puede hablar, qué lenguaje de emoción debe emplear. Esta es “la ilusión de la contemplación”, del asombro, de la imaginación, de “la intuición / muy por encima del conocimiento”. La verdad no importa, ni la realidad, y tampoco hay que saber si la vida es vida. Aquí no podemos evitar recordar ciertos ecos del poema “Secreta”, de Casi una leyenda, donde dice: “Y ya no puedo ni vivir tu vida, / y ya no puedo ni vivir mi vida”. Sólo hay revelación. El echar de menos la infancia y su Zamora natal con “aquel frío transparente” y los juegos y las canciones y las fórmulas mágicas que recitaba de niño: “Abre la cama / y dame la medalla”, que volverá a citar al final del poema junto con la evocación de la niñez, “aquel bien, aquel fervor en alba”. Ya en “Cosecha eterna”, de Conjuros, habíamos leído: “Mucho cuidado: / quien pisa raya pisará medalla” (eco, a su vez, de aquel canto infantil que decía: “El que pisa raya, / pisa medalla. / El que pisa cruz, / pisa la cabeza / del Niño Jesús”). La poesía está tras la puerta mientras suena la melodía de los pensamientos. La poesía “es maldición en sombra y gracia, / temblando de aventura”, de emoción. La mala cara, la cara apagada, la cara de ayer ya no sirven para acechar el fruto de la poesía. Y la meditación va a la deriva, como el destino. Todo es revelación en el momento en que el viento del Oeste está totalmente templado. Hasta aquí la primera parte del poema. Pausa necesaria para que el cristal se rompa y la harina de la oración desaparezca. Y de repente, el milagro, el secreto, lo sagrado. “Ahora la vida es vida”. La vida del poema es vida. Y añade: “Y llega la aventura, la obra, como en danza / desnuda”. En esta fase de la creación el poeta se encuentra ya en condiciones de tocar y oír el invisible y callado mundo de la poesía. “Ya no hay contemplación sino aventura, / quietud y riesgo”. Es la hora de entregarse y cantar. “El pensamiento se hace canto / porque es amor”. La labor de creación es, pues, un acto de entrega y amor; de soledad, de recogimiento, de dolor incluso, pero siempre de entrega y amor. “Ahora hay castigo y delicadeza”, dice el poeta. Pero es “una emoción que salva”. De nuevo pensamos en “Secreta”: “Ahora se salva lo que se ha perdido / con sacrificio del amor”. La poesía hace mejor al creador y lo salva de su hombredad sencilla y pasajera, habida cuenta de que, como dice el poeta, “la oración hace al hombre”. Y llegamos a los dos últimos versos: “Antes de que huya el viento del Oeste / hay que salir, hay que salir al mar”, que ya leímos en la conclusión de “Sensación de simiente”. Mientras haya tiempo de crear, hay que salir al mar (Hierro, otro poeta de la línea afín a Claudio Rodríguez, decía: “hay que salir al aire”), hay que arriesgarse en la aventura del poema, que nunca muere una vez acabado, aunque el creador se haya ido. Puede que este poema, donde hemos visto que Claudio Rodríguez emplea sabiamente tres veces la palabra aventura, sea el mejor de la colección porque en él configura mejor que en ningún otro la idea de que la labor de creación poética es una aventura arriesgada donde la verdadera llave se halla siempre en la contemplación, la revelación, el asombro. Esto unido a la afirmación de que, si la meditación y los pensamientos que acompañan al poeta no son canto, no serán nada en el futuro poema.
A continuación nos encontramos con dos composiciones que cantan sendos motivos y variaciones del mar Cantábrico: “Marea en Zarautz” y “Galerna en Guetaria”. En el primero, poema donde los endecasílabos, heptasílabos y pentasílabos habituales se combinan con alejandrinos, nos encontramos ante una pleamar misteriosa que es “espacio del alma” o “el no querido amor”, pretexto para reprochar el poeta al mar la llamada que le hace cuando con él ha perdido ya su juventud. Y lo hace en octubre, entrado ya el otoño (aquí octubre y otoño son parejos de la situación vital del poeta), aunque el contraste es bien claro, pues la llamada del mar tiene lugar “desde este monte de ladera fértil” Y así, muestras de la fauna y flora líricas de Claudio Rodríguez salen a relucir en los versos siguientes: “El abeto y el roble, el zorzal y la liebre, / el castaño, el laurel, / el tordo pardo, el búho, los hayedos en bruma...” Pero todo es una evocación de lo perdido junto con la propia juventud. Por lo tanto, la llamada del mar es inútil. “¿A qué me llamas si ya no hay destino?” Eso sucede mientras la marea está alta. Luego el reflujo se lleva la visión. El mar es testigo de la vida y la creación lírica del poeta, pero un testigo olvidadizo que se va sin irse nunca del todo. Como el acto de escribir. El mar es como la creación del poema, como la poesía misma, que nunca abandona del todo al poeta, que va de vuelo con él, “sin rendición, con bienaventuranza” (explícito, el lexema de “aventura”). El mar, como la creación poética, avanza y retrocede “entre suplicio y fiesta”. Y cuando acaba el poema, y la lucha con el lenguaje cesa al fin, el mar queda “preso y libre en el canto”. El poema es una suma misteriosa e inefable de los dos elementos en discordia y en beso permanente: Uno, que es el trabajo agotador de busca y caza de la palabra justa, trabajo solitario y doloroso. Dos, que es el poema acabado (¿), el canto. O como se dice al final del poema presente: “La cruz. La lira”.
En otros momentos Claudio Rodríguez ha cantado el mar y algunos lectores han querido ver una estrecha relación entre, por ejemplo, “Espuma”, poema que pertenece a su libro Alianza y condena y estos dos de Aventura que estoy comentando. Personalmente los encuentro muy diferentes, porque si tanto “Marea en Zarautz” como “Galerna en Guetaria”, son cantos de vejez, del último Claudio Rodríguez, “Espuma” es un canto de juventud donde se compara la pujanza del mar (“ ..Y es en ella / donde rompe la muerte, en su madeja / donde el mar cobra ser...) con la del hombre ( “... como en la cima / de su pasión el hombre es hombre, fuera / de otros negocios: en su leche viva”). Es más, el poeta se entrega con suma delectación a la contemplación del mar de ese momento. Por eso concluye “Espuma” diciendo: “...allí me ahogo / muy silenciosamente, con entera / aceptación, ileso, renovado / en las espumas imperecederas.”
“Galerna en Guetaria” va más allá todavía de las connotaciones melancólicas de “Marea en Zarautz”. Una clara tristeza inunda el lenguaje empleado en esta silva libre. Constatamos una velada despedida del poeta en los primeros versos: “Cuando buscaba la serenidad / a estas alturas de la vida, desde / las viejas aventuras del espíritu,/ sus mareas en lo hondo, de repente / llega este viento duro del Noroeste ...” Llega la tormenta. Es el momento del desconcierto, del deslumbramiento, de la revelación, con el significado de descubrimiento o manifestación de una verdad escondida. Ya hemos visto en otras ocasiones que éste es el momento más importante en la creación del poema. El poeta cae en la cuenta de que todo lo vivido hasta entonces está ocurriendo “como si fuera la primera vez”; su infancia aparece recién amanecida, “la ropa tendida por las calles / ofrecida y lavada para siempre” (recurrente símbolo de la niñez en toda la poesía anterior de Claudio Rodríguez, desde aquel primer Don de la ebriedad y que en Conjuros hasta aparece un poema titulado “A mi ropa tendida”). Y en cada detalle contempla rastros familiares, “emoción de casa”. Cuanto tiene delante de sí, arena, gaviotas, torre de defensa, calabozos... le llevan al “agua de la fuente”, al origen que provoca “...canto / y niñez” El milagro ha llegado. El poeta, inmerso en el misterio del poema, bebe y canta con los hombres del mar. Acaso el destino es volver a lo originario, a la infancia, donde es posible todo, ahora que el viento duro del Noroeste de la vejez ha convertido la vida del poeta “en flor de historia viva”. Y que esperen “las branquias del diablo” y que no sea más que una mirada “ su mirada en la torre”.
Y llegamos al poema que más aliento romántico ( en el sentido de expresión arrebatada) posee de la colección, “El canto de Los”. Significativamente lleva una brevísima cita de William Blake (1757-1827), poeta entre visionario y místico al que leyó y tradujo con admiración Claudio Rodríguez y que es autor de un poema con el mismo título) : “But Los dispersd the clouds...” Y entonces Los dispersó las nubes... (estas nubes son las que ocultan la claridad de la poesía). Es sabido que William Blake y Claudio Rodríguez comparten la idea de que el poeta tiene un don especial y que necesita ese don o inspiración para crear el poema. Pues bien, la composición que nos ocupa (una combinación de versos pentasílabos, heptasílabos, endecasílabos y alejandrinos) empieza haciendo una referencia a la edad y a la situación vital del poeta: “Están llegando / la última vendimia y el comienzo / de la forja”... (...) / “Y ahora ando con pies cojos cuando antes / eran ágiles...”. Pero, tras dejar claro que la vejez empieza a agobiarle, el poeta afirma que sigue encontrando el cauce del canto porque sigue teniendo el don del bardo, que es recibir la revelación en medio de la meditación y el trabajo, el oficio doloroso y exhaustivo de la creación poética: “el buril, el crisol, / el recocido, fundición, vaciado / del metal, y en el fuego / una revelación dentro del hierro / que se depura y se abre.” La realidad adquiere en la contemplación artística del poeta “temblor de armonía” y le ayuda a escuchar “las campanas con un son de infancia”. Y es que el oficio de poeta es un “hondo oficio sagrado”. La intuición poética le hace oler la flor de viña mucho antes del reposo invernal. Asiste milagrosamente al aliento del alma de las cosas, de la fauna y la flora que está ahí siempre, en el mundo íntimo del poeta, “el vuelo a ala abierta / de la alondra y el mirlo / en la viña recién amanecida”. La expresión poética, encendida por la contemplación activa, se serena un momento para dar paso de nuevo a la voz que nos parece de Los: “Llego de Luza”. Pero Claudio Rodríguez es Los, el dios que infunde el don de la inspiración en los poetas. Luza es una ciudad maldita “donde no juegan niños, / las casas secas, las ventanas solas / y las calles sin fe y sin aventura.” No hay emoción ni sorpresa ni destino. Y el poeta (o Los), cuando llega el otoño y la luz se asombra en lo oscuro, “en vivo / fruto”, se pone a cantar al amor de la lumbre. Porque el poema es un canto de esperanza en medio de la desolación que rodea al poeta, aunque él sabe de antemano que el canto será inútil. Aún así, se entrega al canto porque el destino del poeta es cantar. “¡Qué blancura infinita!”, exclama. Y aunque echa de menos la primavera, su primavera, las palabras le salen solas, “como respiración” (¡qué cerca está su primer libro, Don de la ebriedad y, sobre todo, qué presente el poema “Manuscrito de una respiración”, de Casi una leyenda!. El canto fluye libre y luminoso, “Mi canto es como agua / ciega de llama donde nunca hay muerte / porque él es muerte.” (Esa “agua ciega de llama” la habíamos leído ya en “Nocturno de la casa ida”: “...qué agua / ciega de llama / con transparencia y transfiguración...”.) Insisto en la idea de que muchos poemas de Aventura son coetáneos de Casi una leyenda.) El poema se cierra con versos imponentes, de despedida y de invitación a pasar al otro lado de la muerte o al otro lado de la realidad, donde espera la poesía siempre. Ya queda dicho: el canto otorga eternidad al que canta, al poeta, y también al que lee ese canto. Dice al respecto: “Pero yo os convido / al vino de tiniebla, a abrir la puerta / de bronce, de hojas grandes, por la que se entra al día / donde ya no hay ayer.”
El poema siguiente, que lleva por título “A veces”, canta “el manantial del arrepentimiento”, coetáneo sin duda de “Revelación de la sombra”, poema que pertenece como ya hemos dicho a Casi una leyenda, y con el que guarda afinidades tan evidentes como las que cito: “cercada ahora por la luz de puesta”, “con ansiedad de entrega”, “si yo pudiera darte la creencia”, “junto al recuerdo ya en decrepitud”, “¿y dónde la caricia de tu arrepentimiento?”, “y la vida que enseña (...) / su verdad misteriosa”...). En “A veces” el arrepentimiento nace también “con desventura y gracia, a la intemperie”, en medio de la inocencia, o “una sorpresa viva” que convierte un momento en la vida entera. Es un momento, sin embargo, sin dueño (“este momento que no será mío / ni de nadie”), pero milagroso para el acto de creación: “la melodía y la alegría suave / del tacto de castaña en el invierno...”. La distancia y la cercanía entonces se confunden en el pensamiento, en la meditación del canto. Pero el pensamiento no es lo que se ama. Ojalá fuera, desea el poeta. Porque ¿de qué sirve recordar la infancia o la juventud en que la luz “no era de puesta nunca / y la vida era vida y no sabía / porque no había nada que saber / sino el temblor del alma sin sentido”? Estamos de nuevo ante la revelación poética tan recurrente en la obra de Claudio Rodríguez y que habíamos leído de forma especial en “Meditación a la deriva”, sin duda uno de los mejores poemas de Aventura. El temblor del alma sin sentido, al modo místico, “temblor de manantial algunas veces”, contemplación activa propia del acto creador, “de soledad y entrega”, entrega recíproca de la visión poética y del poeta, momento milagroso de delirio y de perdón, justo cuando “el cuerpo se alza y lava y cura”. Los endecasílabos que conforman el poema saben al mejor Claudio Rodríguez, aunque ahora sea el último Claudio Rodríguez el que leemos, “cuando ahora oscurece y se va el día” (así reza, precisamente, el ultimo verso del poema).
“Y ya no hay viento ni siquiera aire” es el título del que le sigue, poema breve (alrededor de veinte versos) relacionado sin duda con la idea que sugieren los últimos versos de “Revelación de la sombra”. No nos cansaremos de repetir la importancia que, junto con otros, posee este poema para comprender la poesía del último Claudio Rodríguez. En esos versos canta la deuda que siempre tuvo respecto de la poesía. “¿Pero qué te he hecho / si a ti te debo todo lo que tengo? / Vete con tu inocencia estremecida / volando a ciegas, cierta, / más joven que la luz. Aire en mi aire.” Y ahora, en “Y ya no hay viento ni siquiera aire”, el poeta vive el día que ya no le pertenece, entre esperanza y peligro (aspectos que encierra la acepción más generalizada de “aventura”), la revelación poética, según la cual se está inmerso en “la alegría que no tiene tiempo”, mientras el cuerpo está sin destino, “sin adiós como ola en cúpula / en los pliegues de sábanas sin muerte.” Es el momento milagroso de los hallazgos, el de ver por fin “los tallos del enebro” y de escuchar “una música / noche adentro muy mía que se abre / y nunca llega.” ¿Se va a entregar por fin la inefable y misteriosa poesía en manos del lenguaje emocionado y rítmico, siempre insuficiente, del poeta? De ahí las preguntas angustiosas: “Cuándo. Cuándo. ¿Ahora?” Los dos últimos versos nos devuelven al origen: “Y ya no hay viento ni siquiera aire. / La lluvia, un pensamiento generoso.”
“Sorpresa” es el título del penúltimo poema de Aventura. Sorpresa que es sinónimo de aventura por lo que tiene ésta de inesperado y contingente, pero también de revelación, de manifestación de alguna verdad oculta, tal y como estamos viendo que sucede en varios poemas de la colección, cuando recoge el poeta el momento milagroso de hallar la claridad sin sombra de la poesía. De repente, en el oficio sagrado del poeta la sensación deja de ser alegre para convertirse en dolor “que desfigura el rostro” mientras el alma “se va de vacío”. Así comienza el poema, que sigue la tónica de otros en su combinación de endecasílabos y heptasílabos y, sobre todo, en el motivo principal de que el pensamiento se hace canto en el momento de la revelación. El poeta formula un deseo que ya hemos leído en otras partes de su obra: “Si yo supiera lo que nunca es mío”. Es la poesía, que se ofrece y huye a la vez, lo que busca aún en su vejez el poeta. Porque le da aliento y esperanza, mientras ve que la existencia humana, sujeta a tiempo y enfermedades, se le está escapando poco a poco. Esa vida que le da la poesía, escribir poesía, buscar lo sagrado y milagroso que tiene aquella mientras se elabora el poema, lo ve lucir en las cosas de siempre, en las más cercanas, “en plaza y vena, / tan cercana y remota al mismo tiempo.” Eso es lo que llama el poeta “la ilusión de la contemplación / siempre en renuevo, primavera y cúpula.” La perennidad de la poesía y la belleza que se esconde en ella, por encima de la temporalidad, renovándose siempre. Es cuando la memoria le da compañía y motivo para volver al origen. Entonces llega un momento en la creación del poema en que no se acierta a diferenciar entre verdad y fantasía. Y experimenta sensaciones que de tan inmediatas se convierten en bellezas intemporales. “Las espigas de abril, y con qué gracia, / con qué donaire y qué delicadeza / maduran, tiemblan, tan remediadoras.” No podía faltar la flora de niveles ultraterrenos en la poesía de Claudio Rodríguez, la flora (que otras veces es fauna) que salva y remedia al poeta cuando el tiempo se le escapa. Son al respecto elocuentes los últimos versos: “¿Dónde la amanecida, / el caballo alazán en las riberas / del río, y los tejados / sin aquellas palomas?” ¿Dónde queda ahora aquel refugio que significaron para él la infancia, la fuerza y la juventud, la visión de la ciudad natal?
Y llegamos al poema que cierra la colección, “Cuando la vejez”. En realidad, todo el conjunto de Aventura podría decirse que es un canto a la vejez, canto que viene fluyendo hasta desembocar en este último (no en balde el poema llevó, según sus borradores, el título de “Oda a la vejez”, sin duda siguiendo los pasos de otras composiciones suyas, como “Oda a la niñez” y “Oda a la hospitalidad”, de Alianza y condena). Se trata de una composición de endecasílabos y heptasílabos, como la mayoría de los poemas de la colección, donde el poeta comienza formulándose la pregunta retórica según la cual ahora que los años pesan y está lejana la ilusión que lo movía al principio de su río vital está más clara que nunca la vida, tan clara que “no puede / decirse, ni siquiera / mirarla a media luz”. Nos encontramos de nuevo con la revelación que ya habíamos visto en poemas fundamentales de Casi una leyenda, como los ya citados “La mañana del búho” o “Revelación de la sombra” y en la inmensa mayoría de los que forman Aventura, que parece el tema principal de la colección, junto con el de la vejez y el del pensamiento hecho canto en el momento de la revelación. Revelación que aquí es “la verdad de la mañana / sin edad, sin destino”, en contraste con el caminar viejo y lento del poeta y los achaques del cuerpo propios de la edad. Ahora el deslumbramiento, la contemplación activa, que siempre es posible si se sigue teniendo el don de la ebriedad poética, contrasta con el echar de menos los días y la casa de la infancia. Las preguntas no se hacen esperar. “¿Dónde la infancia y dónde el mediodía?” Porque detrás de todo se halla la “revelación de la inocencia”. El poema avanza por las sombras de la creación hacia la luz de aquella ebriedad que tiene el poeta a pesar de que la vejez lo vaya expulsando y despidiendo de la vida externa. En contraste, la vida interna de la poesía va por otros caminos más luminosos, aunque vaya a oscuras, para regalar al poeta “un amor nuevo”. Después ya puede llegar la muerte, “el desamparo azul”, aquel cristalero azul de Don de la ebriedad que volvemos a ver en Casi una leyenda, principio y fin del círculo poético (editado) de Claudio Rodríguez. El poema se cierra con la estremecedora pregunta, tan reiterada por el poeta: “¿Y qué promesa / ahora?” Ya no hay tiempo de nuevas esperanzas ni nuevas promesas.





















Una pregunta y una respuesta

La poesía se vale por sí misma y sigue existiendo al margen del poeta, que se quedó sin poder pulir estos versos, añadir otros, estructurar el nuevo libro en el que estaba tan ilusionado, una aventura que ahora queda temblando, como con miedo en una edición facsimilar, huérfana de manos y mente e inspiración poética (la revelación de que tanto habla Claudio Rodríguez) para convertirse en verdadero libro.
De cualquier modo, esta muestra casi definitiva de once poemas representa, como decíamos al principio, el último Claudio Rodríguez, relacionado, no podía ser de otro modo, con el de Don de la ebriedad, motor y alma de toda su obra, pero, sobre todo, con muchos poemas de Casi una leyenda, de los que hemos ido hablando a lo largo de este estudio y que ya quedaron citados en la página 8 de este estudio. Es como si en la vejez y en la amenaza inminente de la muerte, el poeta quisiera cerrar su producción poética hilvanando su aventura de creador con el hilo de la revelación, el deslumbramiento, la inspiración poética al modo de Dylan Thomas o William Blake, convencido de que sólo el refugio de la infancia y la inocencia pueden salvar la labor del hombre (en este caso la de crear poesía) y por ende su paso único e intransferible por la vida.
Quisiera terminar formulando una pregunta: ¿Sería conveniente dar a conocer, editar estos versos de Aventura? Sinceramente creo que no. Es mejor dejarlos como están y si he entrado en el análisis y comentario de los once poemas que aparecen como “casi” definitivos en la edición facsimilar de García Jambrina, confieso que lo he hecho con la admiración que siempre he sentido por mi paisano, pero sobre todo con el respeto y miedo que representa entrar en un mundo íntimo y secreto, como es el de una obra poética no terminada. Me ha movido exclusivamente el deseo de constatar que este Claudio Rodríguez de ahora es el Claudio Rodríguez de siempre.
Sin embargo, y sólo con la intención de que el lector de Claudio Rodríguez posea, junto al estudio anterior, los poemas que lo han originado, incluyo a continuación las últimas versiones de la edición facsimilar citada.


AVENTURA


UN DESLUMBRAMIENTO

¿Si ahora me llega lo que me esperaba
muy dentro de la luz cuando hay secreto
de la maduración, la elevación,
un temblor sin sentido,
certidumbre del alma, un viento seco
que va a traer lluvia bien mediado mayo,
casi al caer la tarde
en la honda sequía de llanura
y cuando el resplandor es como un rezo
al trasluz en ceguera que adivina
y da, y es pura entrega y nunca...!
¿Una ceguera o un misterio nuevo?

Cómo lavaba el agua
por la mañana.
La vendimia y la cúpula
de la mirada,
En destello y con música
que me alumbra, que daña.
No hay nada claro porque es infinito,
lejos del pensamiento y de mi cuerpo,
fruto y sol en el aire y cielo y aire.
Es el momento. Es la revelación
sin distancia ni tiempo,
la reverberación que me moldea
en horno y en taller, en plaza y ala.
¿Es que algo va a venir?
Muy a favor del viento del oeste
junto al blanco de nieve, azul violeta
y negro de humo y púrpura,
naranja vivo. Hay nubes sin espacio
ya sin noche ni alondra.
Cuánta oscura certeza
por encima del cielo.

Cómo lavaba el agua
por la mañana.
Ahora ya todo o nunca.
Nunca más. Tengo sed. Medinaceli.
























CORO EN MARZO

Cuando pasan los fríos
altos de soledad y llega el tiempo
de la siembra y la lluvia, el viento hondo
y la cadencia del amanecer,
en imaginación, en melodía
de viña joven.
Cuando despierta el año aún con recelo
muy prematuro y venidero apenas,
harina y sal y lobo y golondrina,
la arcilla fresca y la madera nueva
que alumbra y hiere en el primer verdor
y da como aleteo
de olor a infancia,
entonces, día a día
estoy oyendo siempre
aquellas voces.
¿Dónde el sonido,
dónde el sentido ahora
de la palabra en vilo
que me daña y alegra?
¿Quién no esperó la brisa
de la meditación dentro del canto
que se esconde y renueva?
Alza el alma a la voz que poco dura
y no se olvida, y más
cuando el coro está en danza,
en escena, no sólo
en melodía, en emoción de acordes,
en ceremonia musical. Y cómo
el cuerpo está sonando
como si fuera verdadero y nuevo
con ensayo y ofrenda,
con manantial y gracia,
con oración sin bruma,
alta marea.
Y la mirada lejos
de la modulación que no es salmodia,
figura sostenida ni aún arpegio:
como eterno del aire amanecido
para dar vida
como si ya el pulmón nunca llegara
a la laringe, a
la bóveda de la boca,
con saliva que ayuda
al polen de la lengua,
al temple de los labios. ¿Qué resina
dando misterio y fruto?

Y la voz suena en marzo
de otra manera, como más mecida,
íntima, muy de río,
con huella blanca de las catedrales,
los tallos del enebro,
el baile de las avellanas,
las nerviaciones de tanta armonía,
el telar y el taller
y la ilusión del tiempo
en la respiración
aún no en sazón sino en espera, en
promesa cierta.
Cuando el coro es imagen y destino
y movimiento y pauta.
¿Dónde el concierto de la voz humana?
Ama lo pasajero. Óyelo ahora
cuando suenan las voces,
la alegría que aclara
ya no sé qué germinación futura.

































SENSACIÓN DE SIMIENTE

Al salir a la calle a media tarde,
¿a qué me viene ahora tanta oscura
revelación que es nacimiento? Espera
al dolor y a la savia,
al oreo, al tempero,
a la inocencia de la claridad,
levadura de abril. Y hoy hay que herir
para que se abra y sane
la sutura temblando en armonía
de soledad y gracia,
la celda y el embrión,
el delicado estambre de ala en ala
y la membrana austera, aceite y yema,
la nerviación del cáliz y el estigma
desnudo en cima, en pino
albar, ovario
de grano de mostaza aún sin el polen,
la azucena silvestre a flor de abeja
en la tierra caliza.

Cuando las calles van perdiendo sombra
con desamparo y lluvia hay como un alba
y un fermento del cielo, un ansia a secas
con la maduración del viento ido,
de mi cuerpo ido y vano y las ventanas
sin ilusión. ¿Y cómo se está abriendo
el misterio fecundo?
Verdad que no se oye
pero está ahí, en el origen,
en el destino, en la emanación,
ya muy lejos del tiempo,
de la materia que comienza a ser.
Y no hay silencio y no hay cobardía
sino aliento y entrega,
llaga abierta en el aire,
en la mano, semilla que redime
pero no cura,
leche y trino en penumbra
de creación estremecida, llave
honda de cuna y miel,
de aquella infancia.

Hay un presentimiento entre agua y sol
porque algo no ha venido todavía.
Aunque ya sea tarde
hay que salir, hay que salir al mar.





















MEDITACIÓN A LA DERIVA

Ya bien templado el viento del Oeste
aún no hay maduración y no hay misterio
y no hay siquiera ni recuerdo en vano
con la perfidia del pensar tardío
sino nueva salud. ¿Y cómo ahora
el fervor, el oficio y el placer,
una visión que nunca es certidumbre,
una palpitación que suena lejos
de los sentidos, y este olor a lluvia
en soledad y audacia, al primer sol,
me dan como traición, una alegría
que no debo entender? Ya la fe a oscuras,
¿qué es lo que quiero, cómo puedo hablar?
Es la ilusión de la contemplación,
el nacimiento del dolor, la música
de las molduras del asombro, el daño
de la sal, del mercurio, del azufre,
de la reliquia de alta mar, del horno
de leña y de retama que me alienta
y espera. Y así, cómo hila en fino
la golondrina a flor de alma. Así,
con un peligro que es virtud y sana
llega el silencio de la profecía
que me ilumina pero no da amor.
Es la imaginación, es la intuición
muy por encima del conocimiento.
Y no hay verdad ni realidad siquiera.
Y no sabía que la vida es vida.
Y nada hay si no hay revelación.
Cómo echo de menos las heladas
nocturnas, aquel frío transparente
que me dio infancia y casa, estudio y calle
con el candor de la sagacidad,
con la armonía de promesa clara
del invierno que quiero. Abre la cama
y dame la medalla. Y no me mires
con mala cara. herencia y rebeldía,
el mal que crece a solas, la piedad,
el aceite de almendras, la ola viva
en melodía de los pensamientos
que mueren en palabras y en deseo
y aquella puerta adonde nunca pude
llamar, y es maldición en sombra y gracia
temblando de aventura, y el altar
del cuerpo de Ana. Ángelus. Pero ahora
espera un poco. Y no me vengas más
con la cara apagada, con la cara
de ayer. Hay que salir sin darte agua.
Ya no hay meditación y no hay destino.
Ya nada hay si no es revelación
algunas veces, cuando el sol salía
muy bien templado el viento del Oeste.

¡Y se rompió el cristal! ¿Dónde la harina
de la oración? ¿Y quién tendrá alegría
sin su ayuda que hiere. sin el friso
de una sorpresa sin espacio y su hondo
relieve en fondo oscuro levemente
dorado? Ahora la vida es vida.
Llega el secreto, lo sagrado. Llega la aventura, la obra, como en danza
desnuda. Es el origen. No me vengas
con sombra y aleteos, ni siquiera
con el temblor del alma. No me vengas
con el misterio de la cobardía,
que nunca hubo en mi cuerpo que no sabe
y da. sal. Toca el tejido en trama
de lino, la hebra cruda. Toca y oye.
Río o puente de salmo. Oye sin huellas
la ceremonia de los horizontes,
el cáliz de los valles, la aridez
encendida y amarga, a cielo abierto,
de tu tierra, la espuma del Cantábrico.
Oye lo que ahora viene, está llegando.
Ya no hay contemplación sino aventura,
quietud y riesgo. Y no me llegues tarde.
es cuando el pensamiento se hace canto
porque es amor. es hora de alabanza.
Hora de ofrenda. Hora de entrega. Hora
de levadura viva. Y a saber
qué libertad, qué pido. Ahora hay que hacer
obra en mano, no en manos en escorzo
de humo de incienso, entre liturgia y dogma.
Ahora hay castigo y delicadeza,
una emoción que salva. ¿Qué distancia
entre necesidad y rezo, entre el amén
y los labios! Se va, se va y no es mía,
no es de nadie, entra y sale a su manera
sin presencia ni ausencia, sin edad,
sin claridad, como el amor del aire.
La oración hace al hombre y no he tenido
una muerte temprana. Qué más da.
¿Dónde aquel bien, aquel fervor en alba?
Abre la cama y dame la medalla.
Antes de que huya el viento del Oeste
hay que salir, hay que salir al mar.

MAREA EN ZARAUTZ

¿A qué me llamas tú, esclavo en rebeldía,
si he perdido contigo
mi juventud?
Ahora hay pleamar y el azul verde oscuro
del oleaje en nidos, la honda marejada,
el espacio del alma, el esplendor en curva
de la gravitación,
la lunación y la bonanza al Sur,
la espuma en girasol, el nervio en música
de la estela del cielo,
el no querido amor... ¿A qué me llamas
desde este monte de ladera fértil
con el clima de octubre, como entonces?
El abeto y el roble, el zorzal y la liebre,
el castaño, el laurel,
el tordo pardo, el búho, los hayedos en bruma,
la piedra en sal con huellas,
la mañana y el heno en el establo,
el laboreo de los caseríos...
¿Pero qué hemos perdido?
¿A qué me llamas si ya no hay destino,
si eres testigo de mis años, si eres
testigo olvidadizo? ¿Dónde aquel tiempo ido?
¡Que el viento venidero
sea propicio!
Calma la pleamar y el jadeo, el gemido,
la herida costa a costa, el reflujo muy suave,
casi se van. Como ahora te vas yendo
y no me dejas nunca, vas de vuelo conmigo,
sin rendición, con bienaventuranza,
entre suplicio y fiesta, preso y libre en el canto.
La cruz. La lira.

GALERNA EN GUETARIA
Para Ismael y Flor Aguirre
Cuando buscaba la serenidad
a estas alturas de la vida, desde
las viejas aventuras del espíritu,
sus mareas en lo hondo, de repente
llega este viento duro del Noroeste
y su velocidad en remolinos,
su violencia y su turbulencia,
peligro y asombro y casi ciega,
sin rumbo y giro a giro,
en área de tormenta,
con ruido sordo se oye el temporal
que poco a poco amaina.

Todo se queda como sorprendido,
recién amanecido, en desconcierto,
como si fuera la primera vez.
Y están sonando las campanas ahora
en flor de historia viva.
Y la ropa tendida por las calles
ofrecida y lavada para siempre,
y en cada pliegue, en cada mecimiento
hay emoción de casa.
Y en cada piedra la erosión que da alma
con salitre y con musgo, arena y yodo.
La orfandad sin adiós de las gaviotas
y las alondras de la Eucaristía,
las escamas, las branquias del diablo,
su mirada en la torre. ¿Cómo está sitiada
por el mar, con defensa,
arrecife, escollera;
y las troneras y los calabozos,
el contrabando y la piratería
y el agua de la fuente dando canto
y niñez. ¿Qué es destino?
¿Qué es lo nativo, el cultivo,
con rebeldía y fundación?
Calle arriba y abajo
por cuestas y entre esquinas,
ya en el muelle del puerto,
la lonja en siglos de mercadería
y el olor a cordaje, a brea, a ancla,
piedra a piedra, ola a ola
ahora en la noche clara estoy bebiendo,
estoy cantando con los pescadores.























EL CANTO DE LOS
“But Los dispers’d the clouds...”
William Blake

Esperad un momento. están llegando
la última vendimia y el comienzo
de la forja. Ya a mediados de otoño
cuando el rocío de la soledad
trastorna mis pisadas, mis sentidos,
y ahora ando con mis pies cojos cuando antes
eran ágiles, casi alegres, sin camino,
muy cerca de los ríos. Y mi canto es como agua
ciega de llama.
El horno del hogar, el caldeo del aire,
el buril, el crisol,
el recocido, fundición, vaciado
del metal, y en el fuego
una revelación dentro del hierro
que se depura y se abre;
la mirada del cobre, las espigas de acero,
los carbones de brezo con temblor de armonía,
la canción de la fragua,
las campanas aquellas de la infancia
y la cintura astuta de las llaves.
Hondo oficio sagrado. Ya no hay hombre con hombre,
cosa con cosa. Yendo de madrugada
olí la flor de viña
entre el nudo y la yema y el sarmiento
muy antes del reposo
invernal. ¿Dónde el vuelo a ala abierta
de la alondra y el mirlo
en la viña recién amanecida?
¿Dónde la cepa ardida y nueva cuando
hay un destello dentro de la uva,
primera luz que salva? Es la alegría,
el baile de vendimia,
el racimo estelar y el cielo entero
en la viña nocturna.

Llego de Luza,
ciudad maldita y vil, muy soleada,
cercana al mar, tan bella, de aire limpio;
ciudad que no merece que la habiten sus hombres
cobardes y traidores, de mirada
temblando de codicia
donde no juegan niños,
las casas secas, las ventanas solas
y las calles sin fe y sin aventura.
Cuando llega el otoño y la luz se estremece
porque espera y va a dar,
se ensimisma y se asombra
en el futuro de lo oscuro, en vivo
fruto. Aunque apenas vea canto ahora
al amor de la lumbre.
Cómo iba fugitivo,
sin destino y sin tiempo
buscando un nuevo nacimiento en vano.
¡Qué blancura infinita! ¿Dónde la primavera?
Ahora me salen las palabras solas,
como respiración. Mi canto es como agua
ciega de llama donde nunca hay muerte
porque él es muerte. Pero yo os convido
al vino de tiniebla, a abrir la puerta
de bronce, de hojas grandes, por la que se entra al día
donde ya no hay ayer.



A VECES

Y el manantial del arrepentimiento,
leche y alba en secreto que ahora nace
con desventura y gracia, a la intemperie,
cuando el destino, cuando la inocencia,
una sorpresa viva, una promesa
en las orillas de aquel cuerpo ido.
Cómo un momento es la vida entera.
Este momento que no será mío
ni de nadie. Huele a sombra y a heno.
la melodía y la alegría suave
del tacto de castaña en el invierno
que me dan como fruto malherido.
Cuánta distancia y cuánta cercanía.
¡Si el pensamiento fuera lo que se ama!
Para qué recordar aquellos tiempos
cuando la luz no era de puesta nunca
y la vida era vida y no sabía
porque no había nada que saber
sino el temblor del alma sin sentido.
Temblor de manantial algunas veces,
de soledad y entrega, del rocío
y del delirio del cristal nocturno
y del perdón, verdad que no se oye
pero está ahí, en el momento mismo
del cuerpo que se alza y lava y cura
cuando ahora oscurece y se va el día.






Y YA NO HAY VIENTO NI SIQUIERA AIRE

Y ya no hay viento ni siquiera aire.
Alto es el día, más alta la noche,
y hay como esperanza y hay peligro,
la sombra del naranjo que da suerte,
la ilusión que da vida antes del sueño.
Es el sueño traidor y verdadero.
Y vivo el día que ya no es mi día
con un silencio oscuro
y nunca es soledad sino armonía,
con la miseria de cualquier momento,
un amor sin dolor, que poco dura
y la alegría que no tiene tiempo,
el cuerpo sin adiós como ola en cúpula
en los pliegues de sábanas sin muerte.
Y nadie ve los tallos del enebro,
manos de sal y frío y una música
noche adentro muy mía que se abre
y nunca llega. Cuándo. Cuándo. ¿Ahora?
Y ya no hay viento ni siquiera aire.
La lluvia, un pensamiento generoso.












SORPRESA

Si ya la sensación no es alegría
sino dolor que desfigura el rostro,
no sólo el alma que va de vacío.
Es cuando el pensamiento se hace canto.
Y si no hay sueño, ¿qué va a haber ahora?
Si yo supiera lo que nunca es mío.
Y cómo luce cualquier cosa, y cómo
se oscurece y se apaga,
casi desaparece
y se vuelve a encender en plaza y vena,
tan cercana y remota al mismo tiempo.
Es la ilusión de la contemplación
siempre en renuevo, primavera y cúpula,
lirio del valle.
Cuando el recuerdo pierde transparencia
y me da compañía y me da herida.
Y a saber qué es vislumbre y qué es certeza.
Las espigas de abril y con qué gracia,
con qué donaire y qué delicadeza
maduran, tiemblan, tan remediadoras.
Va cayendo la tarde y presurosas
se van las nubes sin ocaso, en himno.
¿Dónde la amanecida,
el caballo alazán en las riberas
del río, y los tejados
sin aquellas palomas?






CUANDO LA VEJEZ

¿Y quién iba a decir que hoy está clara
la vida, tan en claro que no puede
decirse ni siquiera
mirarla a media luz, a medio viento,
con la tersura de la soledad
y el hilo repentino del recuerdo
cuando los años se hacen pesadumbre
y aquellos días de ilusión temprana
ya sin cadencia en lluvia?

Y se alza la verdad de la mañana
sin edad, sin destino,
mientras la calle ya es el son del sueño,
mientras tiembla el andar muy poco a poco
con servidumbre entre música y fe,
las arrugas del agua y la traición del cuerpo
muy lejos ya del pensamiento en vano,
muy lejos de los días y la casa,
la confidencia de la noche dura
entre sábana y alma
y la luz malherida,
alta en la intimidad del frío seco,
la caverna de la desconfianza.
¿Y la calcinación del nogal dulce,
la cera blanca y el membrillo aquel
de juventud? Quién sabe.
¿Dónde la infancia y dónde el mediodía?
Es la revelación de la inocencia,
la rebeldía y la miseria, a oscuras,
el perdón y el olvido
donde aún hay deseo
y desprecio y piedad, un amor nuevo
y una caricia que ya llega y muere:
el desamparo azul. ¿Y qué promesa
ahora?






























BIBLIOGRAFÍA

Claudio Rodríguez, Aventura, Ed. Facsímil de I. García Jambrina. Tropismos. Salamanca, 2005.
Claudio Rodríguez, La otra palabra. Escritos en prosa, Edición de Fernando Yubero, Tusquets editores, Barcelona, 2004.
Claudio Rodríguez, Poesía Completa (1953-1991), Tusquets editores, Barcelona, 2001.