sábado, 3 de mayo de 2008

HILO DIRECTO CON DIOS

VIDAS Y CHANCHULLOS

Cuando pienso en todo aquello ahora, me parece haber despertado de una pesadilla, como digo. Sin embargo, a veces vienen todavía a perseguirme algunos recuerdos de aquel Colegio del Vallés, buenos algunos, malos casi todos los demás, unas veces, las menos, como enjambres de abejas, que me dejan un poco de miel en el corazón, y las más de avispas, que descargan en mi alma su aguijón de amargura.
Cuatro pabellones principales constituían el Colegio. El primero que el visitante se encontraba al entrar en el recinto era el Pabellón Central, en cuya primera planta se hallaban los principales despachos del Colegio: la Secretaría, la Gerencia y la Dirección, que ocupaban un ala del edificio, mientras que en la otra estaban la Biblioteca, la Recepción, el primer Oratorio del Colegio y la sala de primeros auxilios, una especie de Enfermería que se convertía a veces en despacho administrativo, sobre todo, en época de admisiones de nuevos alumnos. A cargo de una cosa y otra estaba el practicante Díaz, que además de proporcionar la típica aspirina y curar los rasguños y pequeñas heridas que se multiplicaban durante la hora del recreo y las de los deportes, se veía obligado a realizar tareas administrativas.
Él fue el primero en enterarse de las reacciones nerviosas y por otra parte dentro de toda lógica de algunos profesores cuando los gerifaltes del Colegio nos comunicaron que prescindían de nuestros servicios durante el mandato del recién llegado director Iñigo Tajada. La más grave y más sonora fue la de Gimeno, un profesor que llevaba más de veinte años enseñando en el Colegio mientras se iban al garete su salud y su vida por sacar adelante el Departamento de Psicopedagogía, que al final quedó en aguas de borrajas. Pues el caso es que cuando el blando y redondo director, sin inmutarse siquiera, le espetó que a partir de ese día dejaba de ser profesor del Colegio, Gimeno se levantó de la silla y le soltó una retahíla de improperios, todos justos según el profesor, con voz más que alterada. Hasta le amenazó con denunciarle y, preso de un ataque de ansiedad, salió del despacho dando un formidable portazo que retumbó en todo el Pabellón.
Díaz, que salió de su despacho para ver qué pasaba, descubrió a Gimeno rojo como un tomate maduro y a punto de reventársele la vena de la frente, temblando y dando gritos de socorro. Díaz se acercó a él y, tratando de calmarlo con buenas palabras, lo condujo dentro de la enfermería. Allí logró serenarlo suministrándole trankimacín. Sin comentarios.
En la planta superior del Pabellón Central se encontraba la Residencia, cuartos, salitas y pasillos decorados con gustos fríos que eran habitados por profesores y sacerdotes de la Obra.
Conviene dejar bien sentado que en este Pabellón se han batido multitud de batallas, todas económicas y todas con resultados favorables para el Colegio y ninguna para el sufrido personal, docente y no docente. Parece una ironía del destino porque en él se encontraban precisamente dos de las secciones más importantes, serias y morales propias de un colegio como el Colegio. En primer lugar, la Biblioteca, que a todas luces debe ser siempre sede del conocimiento, de la reflexión y de las buenas maneras, y sobre todo, alma y vida de la libertad, el respeto a los demás, la paz y la belleza. (Sin contar con el hecho sublime y casi divino de que entre sus cuatro paredes tuvo lugar la única tertulia que el Monseñor llevó a cabo en la zona.) Y en segundo lugar, el Oratorio, recinto sagrado para justificar, encontrar y confirmar la caridad y el amor a los semejantes, morada eterna de quien dio su vida por nuestros pecados y de la Virgen María, madre suya y madre nuestra e infalible intercesora de nosotros pecadores.
En la Secretaría estuvo siempre como jefe hasta el año de la estampida, en que también salió, Nicasio Meléndez, una persona agradable al principio, pero cuyo carácter se le fue torciendo con el paso del tiempo, sometido como estaba a presiones que tenían que ver con la Obra. Era el encargado del material escolar y de las matrículas de los alumnos, entre otros cometidos, y como los recursos económicos, según los gerifaltes del Colegio, habían ido disminuyendo, cada principio de curso se le hacía más difícil entenderse con los profesores, que, unos por hacerle bromas y otros porque necesitaban material fungible, aparecían a todas horas por la oficina a pedirle lápices, rotuladores, borradores de pizarra, tiza, folios, gomas de borrar, sacapuntas... Era lógico que Nicasio contestara de la manera más intempestiva después de que hubieran pasado por allí más de una docena de bocas pidiendo de todo.
Un día de esos entró en la oficina Aurelio Marqués, el "Árbitro", para saludarle simplemente. Pero cuando iba a abrir la boca para decirle “Buenos días”, Nicasio le interrumpió para contestarle:
“No hay nada de eso.”
Nicasio Meléndez nunca perteneció a la Obra, aunque siempre, por su comportamiento, sus silencios prolongados y aquel aire de misterio que se daba cuando salía a relucir el tema de los retiros, hizo pensar a más de uno que sí. De cualquier modo, sus inclinaciones hacia la Obra eran ambiguas. Casi siempre se le veía en sus reuniones y acudía con frecuencia a los retiros que se convocaban en el Colegio y en otros lugares de Barcelona y su provincia. A Barrios, uno de los jardineros, le hablaba a menudo de los retiros espirituales que tenían lugar en Sierralegre y le invitaba a asistir a ellos asegurándole que si lo hacía sería bien visto en el Colegio y tendría allí el puesto de trabajo asegurado. A juicio del jardinero, si aquello no era apostolado poco le faltaba. Pero Barrios le daba largas con una frase que no dejaba lugar a dudas:
“De momento prefiero retirarme los fines de semana a la casa que me estoy levantando en Piera. Cuando termine ya veremos.”
De cualquier modo, la Secretaría era Nicasio Meléndez y Nicasio Meléndez era la Secretaría.
La Secretaría dependía de la Gerencia, despacho que se hallaba al final del pasillo que da a la parte frontera del pabellón y que estuvo regentado durante mucho tiempo por Gerardo Romero, un ser voluminoso que sí pertenecía a la Obra, haciendo juego con el volumen que por aquel entonces había ido adquiriendo la asociación religiosa. Tenía una mirada fría y astuta como de zorro perseguido y un hablar lento y dominante. Era el dios del dinero y por él pasaban los negocios del Colegio. Refiriéndose a él, el "Extremeño" decía a menudo:
“Pecunia et fides montes movent”.
Cuando Romero se cruzaba con algún profesor en los pasillos o en el comedor, siempre le preguntaba:
“¿Qué tal andas de salud?” Y luego añadía entrecerrando sus ojillos de zorro mientras palmeaba la espalda del interpelado: “Hay que estar sano para cumplir con esta profesión como merece.”
Lo decía uno que no había pisado un aula en su vida.
Formando ángulo recto con el Pabellón Central se hallaba el Pabellón de la Mariposa, donde estaban, además de las aulas de EGB (antes Preparatorio e Ingreso) y los despachos de los profesores, el Departamento de Arte, el primer salón de Audiovisuales, el Laboratorio de Ciencias, las cocinas, y los dos comedores de los alumnos y el de los profesores, se extendía en un nivel inferior que el Central y formaba con él el trazo más largo de una L.
Allí estuvo de conserje muchos años el señor Ángel, murciano de toda la vida y seguidor incondicional del Barça. En su vida privada, relegada exclusivamente a los fines de semana y a los periodos vacacionales, era un gran aficionado al mundo de las palomas. Conocía por el ruido del vuelo si la paloma en cuestión era una tórtola, una torcaz o una paloma común. En su casa de Hospitalet del Llobregat, en la azotea, había construido un palomar con forma de pagoda china y allí criaba decenas de palomas. Y los domingos acudía al Club Columbario con sus pichones para cruzarlos con otras palomas o para participar en concursos de vuelos, que casi siempre ganaba. De ese modo obtenía un dinerito extra para los gastos de la casa, respecto a lo cual siempre añadía:
“Gastos que nunca se cansan de darnos problemas”.
El señor Ángel conocía un secreto que dejó de serlo cuando se le ocurrió revelárselo a Sotero, el oficial de mantenimiento, creyendo que éste era persona de fiar y no lo era porque todo el mundo supo después que se hizo de la Obra, cuyo ingreso siempre anduvo buscando por todos los medios. El secreto nació un día en que el conserje dormitaba en un cuarto que se usaba para las visitas de padres. De repente, a él llegó en retazos una conversación procedente del despacho adjunto al del jefe de Sección, que entonces era Arguijo, una persona competente en materias educativas aunque un tanto fiscalizador de las idas y venidas de los profesores, pues era de dominio común que acostumbraba a espiar a algunos docentes mientras daban sus clases. El señor Ángel reconoció enseguida aquellas voces. Una pertenecía al propio Arguijo, que decía a todo sí, de acuerdo, claro y cosas por el estilo para que la voz del otro acabara de decir lo que tenía que decir. Resulta que la otra voz era la de Francesc de Deus, que se acababa de estrenar como director. En aquel momento éste le decía:
“Es sabido que hay algunos profesores que tienen un sueldo muy elevado y un colchón excesivo. Con el tiempo estos sueldos tan voluminosos convertirán en insostenible la buena marcha económica del Colegio.
Su conclusión era que había que propiciar la salida del centro de algunos de esos profesores. A continuación citó nombres. Esos nombres los llevó mucho tiempo el señor Ángel en su cabeza. Pero de allí no salieron nunca. Jamás dijo a nadie ninguno de esos nombres. Como persona juiciosa que era, siempre creyó que era muy traumático darlos a conocer. Porque ¿y si luego no salía adelante el plan que proponía de Deus? No había por qué alarmar a una serie de personas que llevaban allí media vida. Jamás dijo nada a nadie sobre aquellos nombres, salvo a Sotero, que durante un tiempo le debió de sorber la voluntad con promesas falsas.
El caso es que Sotero se fue de la lengua y desde entonces al señor Ángel lo trataron de otro modo. Él lo notó. Y un día fue a la Gerencia para hablar con Romero de un asunto que había descubierto en su nómina. Resulta que se le había añadido una cantidad en conceptos de incentivos y quería saber si era un error u otra cosa. Romero se echó hacia atrás en su sillón, entrecerró sus ojillos de zorro y desde esa postura de dominio le soltó lentamente estas palabras:
“No es un error. Ese dinero que aparece en tu nómina de más es para que sigas siendo bueno.”
“¿Para que siga siendo bueno o para que no hable con nadie de lo que he oído?”, se dijo a sí mismo el conserje.
Luego se produjo el cambio de jefe de Sección porque Arguijo se iba a Madrid, de donde era originario, a ocupar un cargo político relacionado con el Ministerio de Educación y Ciencia. El nuevo jefe de Sección, Justo Aval, hacía honor a su nombre y apellido trabajando con esmero y rigor en el puesto que ocupaba. Trataba humanamente a las personas que trabajaban para él y fueron memorables las charlas que dirigía a los alumnos en la sala de audiovisuales. Les hablaba de usted y les pedía por favor que se hicieran más amigos de los libros porque en ellos estaba el camino del mañana. Casi siempre terminaba igual sus intervenciones.
“Y cuando un día estén todos ustedes fuera de estas paredes”, decía, “ su forma de actuar hablará de lo que aprendieron aquí y de los profesores que tuvieron. Porque el Colegio impone siempre a su gente la impronta de su buen obrar.”
Con el señor Ángel también tenía detalles muy humanos. Un día que lo sorprendió practicando beatíficamente su acostumbrada siestecita en el cuarto contiguo a su despacho, detuvo amablemente el gesto que el conserje hizo por incorporarse y le dijo:
“Tranquilo, siga con su ratito de sosiego. De momento la sección no le necesita.”
Ese signo de deferencia siempre se lo agradeció el conserje.
Y de repente un lunes el señor Ángel faltó al Colegio. Había caído enfermo del estómago el fin de semana anterior y nunca más se levantó. Le operaron del hígado y al cabo de unos días murió entre horribles dolores. Un Viernes Santo para más señas. Una gran parte del Colegio, entre alumnos y profesores, acudió a su entierro. Y cuando, al regreso del cementerio, un grupo de profesores, entre los que se hallaban Antonio de Pedro y Aurelio Marqués, se vieron a solas con la viuda del conserje para darle de nuevo apoyo en tan duros momentos, la pobre mujer rompió a llorar. El "Árbitro", para consolarla, le dijo:
“No llore más, que su marido es un santo y está en el mejor de los lugares.”
La viuda, entre sollozos, dijo:
“ Un santo, sí. Ya dice usté bien. Si hasta ha muerto el pobre mío un Viernes Santo, como Nuestro Señor.”
Sustituyó al señor Ángel un hombre con cara de ratón llamado Hoyos, que era miembro de la Obra y procedía de otro colegio de Barcelona. El hombre siempre se mostraba taciturno, serio y con la cara larga. Seguramente por ello algunos alumnos lo llamaban “Tristón”. Aún seguía en el Colegio cuando Antonio y yo salimos de él. Medio en broma medio en serio y más a petición del "Árbitro" y el "Extremeño", llegué a escribir una especie de canción burlesca dedicada a tan singular personaje que decía así:
“Siempre estás triste, Tristón,
en tus Hoyos de tristeza
metido hasta la cabeza
y dolido el corazón.
Esa cara has de encender
con buenos tragos de vino
y alegrar tu gris camino
con la miel de una mujer.”

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