martes, 6 de mayo de 2008

HILO DIRECTO CON DIOS

FRANCISCO MOLINOS, HILO DIRECTO CON DIOS

El Pabellón del Delfín fue el edificio que se construyó en tercer lugar, cuando los dos anteriores se quedaron pequeños para poder albergar el incremento del alumnado en los años más prósperos del Colegio. El Pabellón se levantó en la zona más elevada de los terrenos que poseían los de la Obra, junto a la masía de Can Jover, masía que también con el tiempo desaparecería para ceder su sitio al último pabellón que yo conocí y al que bauticé el año de su inauguración premonitoriamente como el Panteón. Pero volvamos al Pabellón del Delfín. Se llamó así porque el Departamento de Arte construyó en el vestíbulo un mosaico que representaba un gran delfín plateado sobre fondo azul marino. Los profesores del Pabellón del Delfín, cuando medían sus fuerzas deportivas contra los profesores del Pabellón de la Mariposa, solían llamarlos medio en broma medio en serio “ingrávidos”, “melifluos”, “volátiles”, “inconsistentes” y otros adjetivos de igual talante. Mientras que los profesores del Pabellón de la Mariposa llamaban a sus adversarios “húmedos”, “mojados”, “acuáticos” y cosas peores como “ahogados” y “merluzas” y hasta les dedicaban epítetos épicos tan chocantes, pero por otra parte tan lógicos como:
“Oh, vosotros, los que andáis escocidos como si llevarais los huevos pasados por agua.”
A lo que respondían los del Pabellón del Delfín, capitaneados por el "Extremeño":
“¡Ay de vosotros, los que os movéis por el aire como si se hubieran convertido vuestras pelotas en nubes vaporosas y viajeras!”
El 27 de abril de todos los años, festividad de la Virgen de Montserrat, el Colegio en pleno, alumnos, profesores y personal no docente, solía reunirse en la explanada que había delante del Pabellón del Delfín y, de cara a la mole sagrada de Montserrat, y aunque granizara o cayeran chuzos de punta, cantábamos a la Señora del Cielo (la Moreneta para los catalanes) el famoso virolai, ensayado varias veces para tal ocasión:
“Rosa d’abril, morena de la serra,
de Montserrat l’estel,
il.lumineu la catalana terra,
guieu-nos cap el cel,
guieu-nos cap el cel...”
En el Pabellón del Defín se hallaba la recién construida Aula de Audiovisuales, el Departamento de Deportes y el de Inglés, además de las diversas aulas de alumnos y despachos de los profesores. Dos secciones convivían en el Pabellón, el BUP y el COU, dirigidos ambos por sendos miembros de la Obra: el primero por Juan Corredor, una persona inquieta y nerviosa que transmitía a los profesores y a los alumnos su inquietud y nerviosismo, y el COU, por uno de los más veteranos del Colegio, casi un dios entre los de la Obra, el ya citado Molinos.
Francisco Molinos era un ser alto, delgado y blanco como un gusano de seda que nunca acababa de tejer su capullo en el despacho que compartía con el que formaría con él un tándem histórico durante muchos años, Julio Vera, nombre de torero que le venía que ni pintado, pues sorteaba con verdadero arte las responsabilidades a que le obligaba su cargo, que era subdirector de sección a las órdenes de aquél. En definitiva, era Francisco Molinos quien manejaba los hilos de toda la Sección y, para decir la verdad, de todo el Colegio. Molinos poseía una biblioteca secreta en un cuarto contiguo a su despacho, al cual, cerrado con rigurosa llave, nadie, si no era con su beneplácito (y los beneplácitos de Molinos no solían prodigarse), podía acceder a la oculta ciencia allí depositada. Sólo había un profesor entre los que no pertenecían a la Obra que tenía bula para abrir el armario de libros de Molinos. Éste era el "Extremeño", que una vez logró sacar del misterioso armario un curioso libro de arte de los que guardaba con sumo cuidado su “dueño”. De Pedro nos enseñó a los más cercanos el raro volumen, que sembró la incredulidad en cuantos lo vimos. La rareza del libro consistía simplemente en mostrar cubiertos, con unos papelitos pegados al efecto, los senos desnudos de las Vírgenes que ilustraban el volumen. El "Extremeño" decía sonriendo:
“Vade retro”
Una de las aficiones extraescolares de Molinos era jugar al fútbol, aunque era más el empeño que ponía que las verdaderas aptitudes que tenía para tal deporte, más bien escasas por no decir nulas. Lo que nadie podía negarle a Molinos era la fortuna que de vez en cuando le asistía en el campo de fútbol, como aquélla en que llegó a marcar un gol de pura churra desde el rincón del córner. Desde entonces el muy soberbio se empeñaba en querer lanzar todos los saques de esquina de su equipo para repetir hazaña tan poco habitual.
Fue en una de esas circunstancias futbolísticas cuando tuvo algo más que palabras con Aurelio Marqués, que, según costumbre, arbitraba los partidos. Sucedió que Molinos, debido a su falta de habilidad técnica, llegó tarde a una entrada, que era lo más frecuente, y le segó la pierna al contrario cuando éste ya lo había dejado sentado en el suelo. El "Árbitro", aplicando justamente el reglamento, le enseñó la correspondiente tarjeta amarilla. ¿Para qué lo haría? Muy ofendido, Molinos se revolvió contra él diciéndole que había sido una entrada normal y en ese caso sólo debía ser castigada con la señalización de la falta, y acto seguido con su lengua tartamuda le espetó:
“Es que... no tienes ni... idea de fútbol. Mejor harías...si dejaras el... el sitio a otro compañero”.
Aurelio, que a veces también sacaba las cosas de quicio, consideró que las palabras de Molinos eran altamente ofensivas para un árbitro de su entrega y categoría y, sin pensárselo dos veces, se echó mano al bolsillo de su uniforme negro y le mostró rojo de ira, la tarjeta del mismo color que su cara. Entonces se armó de verdad. Molinos, sin mediar palabra, lanzó hacia el cuello de Aurelio sus blancas y huesudas manos. De no ser por otros que estaban al tanto y se interpusieron entre los dos, aquello habría terminado a bofetada limpia. Total, se trataba de practicar deporte. Si en vez de fútbol, se practicaba boxeo o lucha libre, todo quedaba en casa.
Esto sucedía un sábado. El lunes de la semana siguiente, Molinos buscó a la hora de comer a Aurelio en el comedor de profesores, se acercó a él con pasos estudiados y le dijo:
“Ya me he confesado de mi falta de soberbia durante el partido del otro día. Ahora deberías hacer tú lo mismo.”
Contestación del "Árbitro":
“Tú sabrás lo que tienes que hacer. En cuanto a mi vida espiritual, es cosa mía y ya haré al respecto lo que considere mejor. Y en cuanto a la jugada del sábado, si se volviera a repetir, actuaría del mismo modo.”
Acerca de las costumbres de Molinos, los más curiosos comentarios corrían en voz baja por el Colegio. Por ejemplo, se hacía broma diciendo que nadie sabía a qué váter de qué pabellón iba a cambiar de agua a su canario. O por qué Molinos tomaba un café especial y echaba pestes del que se servía en el Colegio tras la comida. Aunque los profesores adscritos a su sección nos lo imaginábamos porque de vez en cuando le oíamos comentar:
“Este café sólo es idóneo para modestos profesores como vosotros y no para mí, que dispongo de un patrimonio suficiente como para regalarme el paladar con un buen café portugués”.
Molinos era además una persona maniática con el orden, el lenguaje y el buen gusto, aunque no tenía ningún reparo en insultar a los alumnos durante las asambleas posteriores a las evaluaciones. La expresión más corriente era:
“ Os comportáis como si fuerais inmundicia, escoria o desechos de la sociedad”.
En conclusión, la soberbia era su arma principal. Nadie podía hacer mejor que él las cosas que tenían que ver con el servicio al Colegio. Decía ser recto y justo, así como humano con los compañeros. Pero cuando tuvo ocasión de mostrarlo, se escondió en el capullo del silencio y la distancia. Sabida de todos era su “amistad” con Antonio de Pedro. Uno y otro se hacían mutuas bromas sobre trajes y conjuntos, libros y viajes. Pues bien, cuando de Deus confinó a Antonio en la biblioteca y le hizo pasar el peor año de su vida, mientras los demás compañeros pasábamos a verlo y le animábamos como podíamos, el incondicional “amigo” Molinos se hizo invisible y pareció entonces que se lo había tragado la tierra. Ni intento hizo por averiguar, a través de alguno de nosotros, qué tal llevaba Antonio el mal trago que estaba viviendo.
Recuerdo dos casos que hablan por sí solos del carácter y modo de hacer de Molinos. Dos casos que demuestran que el Colegio era exclusiva propiedad suya. El primero de ellos tuvo lugar un día del Corpus, festivo en aquellos años, y más tendría que haber sido para quienes pertenecen a la Obra, un ente al servicio de la religión católica y de Dios. Pues aun así Molinos nos pidió a algunos profesores del COU que nos olvidáramos de la fiesta y acudiéramos al Colegio para ultimar algunos trabajos atrasados. Hubo quienes respondieron a su “invitación” como verdaderos calzonazos, como por ejemplo José Santamaría y el propio Antonio de Pedro, aunque los entendí al momento. A José, por su teoría de hacer teatro y llevarse bien con los de la Obra, y al "Extremeño", por su amistad con Molinos. En cuanto a mí, me negué en redondo. No es por darme importancia, pero es que fue así. Y me negué en redondo por la sencilla razón de que para aquel día ya había concertado otro asunto ajeno al Colegio concerniente a un trabajo meramente doméstico. Pues bien, al día siguiente Molinos me llamó a su despacho para recriminarme muy seriamente mi falta de solidaridad y entrega para con el Colegio, “una entidad, me dijo, que ha hecho siempre tanto por tu hijo”.
“Y a la pri...primera ocasión en que se te so...solicita un pequeño sacri...ificio”, añadió tartamudeando y blanco de ira mientras una vena del cuello se le tensaba como una cuerda de guitarra, “le das la es...espalda.”
Yo no pude contenerme más y le pregunté:
“¿Qué es lo que el Colegio ha hecho por mi hijo que no pudiera hacer por otro en mis mismas condiciones?”
“Pagarle la ma...atrícula”, contestó Molinos sin haberse tomado la molestia de enterarse antes de que lo que decía era totalmente falso.
“La matrícula es gratis para hijos de profesores y personal no docente”, le contesté. “A ver si te enteras. Que sólo argumentas tus afirmaciones según tus intereses o los del Colegio, que son los mismos.
Un silencio siguió a mis palabras. Luego el blanco y larguirucho Jefe de Sección, sin saber qué responderme, se vio obligado a dar por terminada la entrevista. Aunque una furia mal contenida amenazaba salir ladrando de su boca de un momento a otro. Y nunca más volvió a surgir el tema entre nosotros. Y eso por una razón. La ley estaba de mi parte.
Segundo caso. Molinos para una de sus clases necesitaba un libro de poesía que no existía en su “sancta sanctorum” particular y, sabiendo que Espejo lo tenía, se lo pidió. El libro se titulaba Cuatro poetas de hoy, y el bueno de Espejo se lo prestó con mucho gusto. Pero cuando acabó el curso y éste recurrió a Molinos para pedirle el libro, pues pensaba repasar algunos poemas de José Luis Hidalgo, por quien sentía verdadera devoción, el libro no aparecía por ningún lado. Hasta que cansado de buscarlo y habiendo dejado el asunto por imposible, un día Espejo encontró en una de las estanterías de la biblioteca del Colegio su libro perdido. Para más colmo, descubrió que en una de las primeras páginas aparecía el sello azul de la biblioteca y Molinos había escrito de su puño y letra la frase en rojo: “Libro del Colegio”. A Espejo le costó Dios y ayuda hacerse con él y restituirlo de nuevo a su biblioteca de casa.

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