miércoles, 21 de mayo de 2008

HILO DIRECTO CON DIOS

PABLO BARCO

Pablo Barco entró en el Colegio a finales de los años setenta y permaneció allí hasta finales de la década siguiente. Pablo era corpulento, con barba, y vestía de modo muy informal, generalmente con pantalones de pana negros, jerséis grises o azules y camisas blancas sin corbata. Cuando se ponía americanas, solían ser también negras, con lo cual su figura parecía más bien la de un pastor protestante. Era un gran aficionado a la poesía de tipo urbano y social y llegó a publicar algunos versos en una Antología de poetas barceloneses. Yo lo conocí, lo mismo que a Juan Espejo en la tertulia de Jurado Morales (en realidad fue Espejo quien lo había llevado a la tertulia). Los tres, Espejo, Barco y yo, figuramos en la citada Antología y luego formamos parte, junto con otros poetas, de recitales que tuvieron lugar en algunas casas regionales de Barcelona. Y hasta en una ocasión montamos los tres en el Colegio un recital especial para profesores y alumnos, aunque Barco no era muy partidario de efusiones sentimentales en presencia de los gerifaltes del Colegio. Todo tenía su explicación y es que tampoco la Junta de Gobierno sentía muchas simpatías por un profesor que, lejos de amoldarse a las normas del centro, se empeñaba, según ellos, en presentarse en el lugar de trabajo inadecuadamente, a su aire, sin ropas conjuntadas ni calzado apropiado para dar clases a chicos de familias pudientes y educadas. Evidentemente, nunca se lo dijeron claramente, pero era de dominio público (el dominio público de los gerifaltes) que Pablo Barco no se había integrado en la vida del Colegio. Tanto era así, que de buenas a primeras empezaron sistemáticamente a acosarle y a hacerle la vida imposible, sobre todo, con cambios de sección sin previo aviso y de horarios cargados de clases y de sustituciones. Él aguantaba el temporal estoicamente hasta que, con ocasión de realizar una salida cultural de la Sección a la que pertenecía, se le privó de hacerlo a cambio de un trabajo sustitutorio que le olió a cuerno quemado, como le habría olido a cualquier persona con dos dedos de frente y veinte centímetros de corazón. El trabajo consistía en ordenar los archivos de la Biblioteca, que estaban un poco dejados de la mano de Dios. Parecía que la Biblioteca se había convertido, en vez de un lugar tranquilo para encontrarse con las ideas y los sentimientos del mundo del pasado, en cárcel y humilladero para las personas del presente. Pues los gerifaltes del Colegio repitieron, como ya quedó dicho en otro lugar, "mobbing” con el "Extremeño".
El caso es que Barco no soportó mucho aquella vejación de derechos laborales pues nada más terminar la jornada escolar se fue a ver al abogado del Colegio de Doctores y Licenciados, el cual le aconsejó lo que los abogados siempre aconsejan: obedecer a cuanto digan los superiores y a esperar que transcurran los acontecimientos. Y a eso estaba dispuesto Pablo, pero cuando al día siguiente, secundando las recomendaciones del abogado, les pidió que le pusieran por escrito los detalles del cambio de horario y las razones por las cuales lo habían hecho, los gerifaltes se negaron en redondo a firmarle ninguna nota en los términos solicitados. Entonces la situación se enturbió más de lo que ambas partes hubieran deseado.
A todo esto ocurrió algo que modificó sustancialmente las relaciones entre él y Juan Espejo. Y fue que Cesáreo Calvo, a la sazón Jefe de su Sección, deseando recabar alguna información extraescolar que perjudicase a Pablo, acudió a Juan , sabedor de lo bien que se conocían los dos profesores, para sonsacarle alguna cosa que pudiera perjudicar al primero, y así, rastreramente, le preguntó sobre asuntos muy personales de su amigo. Que quede claro que en ningún momento, y sabedor de cómo hacían las cosas los de la Obra, traicionó Espejo a Pablo. Así que respondió a las maliciosas preguntas de Calvo unas veces con el silencio y otras con evasivas. Claro que, por otra parte, la mala suerte, que está presente siempre y lo enreda todo, hizo que Pablo interpretara negativamente el hecho de ver tantas veces hablando a Calvo con su amigo durante aquella nefasta temporada. Eso, unido a los nervios y a la preocupación que vivía en aquellos momentos, le llevaron a pensar lo que de ningún modo había sucedido. Desde ese momento empezó a evitar cualquier conversación con Espejo. De modo que, olvidando la confianza que siempre había depositado en él, junto con tantas cosas agradables relacionadas con la poesía que habían vivido juntos, Pablo Barco se fue distanciando de Juan Espejo.
Y no sólo de Juan, sino también del resto de los compañeros. Seguramente el ánimo, avinagrado por las circunstancias, le perturbó la manera de ver las cosas tal como eran. Y hasta implantó una costumbre nueva, y fue que hasta el día de su despido del Colegio, a la hora de comer se presentaba en el Comedor con un librito de título inequívoco, Derechos de los trabajadores; una vez allí, lo colocaba sobre la mesa de modo que todo el mundo pudiera ver qué libro estaba leyendo. Días antes del despido, improcedente por supuesto (nunca los gerifaltes le dijeron los motivos verdaderos por los cuales le rescindían su contrato de trabajo), mantuvo una conversación con Cesáreo Calvo, en la que, tras decirle que su conversación con ciertos compañeros traidores (clara referencia a Juan Espejo) a nada bueno conduciría, le amenazó con ir a unas cuantas emisoras de radio y a los periódicos barceloneses de mayor tirada para contarles de pe a pa lo sucedido entre él y el Colegio. Total, que acojonados como siempre ante la amenaza del escándalo, los gerifaltes arreglaron con Pablo la suma de dinero con que debían indemnizar su despido y pagar su silencio. El día que se fue de allí se encontró con Alfredo Sancho en la puerta del Pabellón. Algo debió de decirle éste que no gustó a Pablo, el cual se inventó una obra de misericordia sobre la marcha y le dijo:
“Bienaventurados los que se van de este sitio porque ellos verán la verdadera libertad.”

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