lunes, 5 de mayo de 2008

HILO DIRECTO CON DIOS

EL PABELLÓN DE LA PIRÁMIDE Y EL SEÑOR MULERO

Desde el Pabellón de la Mariposa al Pabellón llamado de la Pirámide se bajaba por un sendero de losas que orillaba la riera por un lado y por otro el césped con forma de triángulo cuyos bordes estaban adornados con azulejos que Cabañas, el profesor de Arte, había previamente elaborado con un grupo de alumnos que destacaban en artes plásticas. El nombre del pabellón le venía por el volumen que tenía en forma de pirámide. Las aulas se disponían alrededor de una base octogonal y en el centro se elevaba una cúpula en punta acristalada por donde entraba tamizada la luz tranquila y limpia del Vallés. Allí estudiaban los niños que cursaban Preelemental y Elemental (luego Primaria). Aunque también se experimentaron sistemas de enseñanza foráneos como el EDI, que en términos jocosos los profesores de las secciones superiores traducíamos como El Didacta Idiota. En pocas palabras, se trataba de un sistema especial de enseñanza en el que los alumnos escogían en unos sobres preparados para la ocasión las actividades que debían realizar. El que salía perdiendo, efectivamente (en todos los sistemas educativos ocurre igual, pero en ese más) era el profesor, que se pasaba todo el día (y en su casa parte de la noche) corrigiendo trabajos, ejercicios y actividades de los chicos, de modo que el tiempo de preparación de clases era prácticamente nulo. Y si al menos hubiera servido de algo. No fue más que una experimentación basada en un sistema ensayado en otras latitudes con resultado negativo. Lo único que había de cierto era que, además de lo apuntado acerca del trabajo docente, los alumnos poco o nada trabajadores realizaban las actividades más fáciles y un número reducido de ellas. Allí reinaba la “santa” voluntad de los chicos. Y a eso se le llamaba libertad responsable.
El conserje del Pabellón de la Pirámide era el señor Mulero, un exguardia civil, alto y ancho como un baobab, que se movía con la “ligereza” y “elegancia” de un oso. Todos los chicos, a pesar de la forma brusca que tenía el conserje de dirigirles la palabra, lo querían y respetaban. Lo que más le fastidiaba de su trabajo al conserje era tener que subir al Pabellón Central cada dos por tres a buscar tinta para la ciclostiladora o paquetes de folios para los exámenes y demás trabajos de los profesores. Y cuando no era eso era otra cosa, como acompañar a los niños pequeños a la enfermería o al aparcamiento donde alguna madre acababa de llegar con su imponente utilitario para llevarse a su hijo a casa.
El señor Mulero tenía un gracejo tan especial para decir las cosas que sus frases pasaron al acervo anecdótico del Colegio. Si por ejemplo veía a algún alumno con la americana mal puesta, le decía con voz cuartelera:
“¡ Niño, abróchate la guerrera!”
En cuanto al césped que rodeaba al pabellón, se refería a él en cuanto descubría la velocidad con que había crecido la hierba con esta frase:
“ ¡ Cómo crece el hijoputa del césped! ¡Si al menos fuera trigo!”
El señor Mulero tenía sus más y sus menos con algunos profesores de la Sección, cuyo jefe fue durante muchos años Manolo Hierro, también compañero de exilio de Antonio y mío, el cual, al poco de su salida del Colegio, murió en circunstancias deplorables. Había un miembro de la Obra, un tal Masiá, que no hacía otra cosa que invitarle a retiros y convivencias espirituales, hasta que un día, harto ya el señor Mulero del recalcitrante asedio, le dijo al acosador:
“Dios ya sabe cómo soy yo. No necesita verme en otro sitio que no sea el mío”.
Eso debió de molestarle al tal Masiá porque, malinterpretando las palabras del conserje, le faltó tiempo para ir con el cuento a los jerifaltes de Sendero, que enseguida debieron de pensar que la vida espiritual del señor Mulero dejaba mucho que desear. Y cuando al cabo de un tiempo Manolo Hierro dejó de ser jefe de Sección para pasar a ser profesor de Filosofía en el Pabellón del Delfín y Masiá ocupó un cargo importante dentro del Pabellón de la Pirámide, empezó este último a cargar al conserje con más trabajo del que realmente le correspondía por su rango. Le mandaba, por ejemplo, recoger el aula de dibujo y la de actividades manuales, que quedaban hechas un estercolero cuando los chicos las abandonaban, y sobre todo, y eso era la gota de agua que colmó el vaso de la paciencia del conserje, limpiar el pequeño zoológico en que se había convertido un ángulo inservible del Pabellón entre dos módulos de clases. Pues bien, como esta última tarea lo desesperaba y sacaba de quicio, decidió el hombre vengarse de Masiá. Y un día apareció la serpiente, una culebra vieja que se pasaba el día durmiendo en el terrario y por la cual sentía verdadera aversión el conserje, muerta junto al tronco seco de chopo en el que solía enroscarse. Menos mal que se achacó el suceso a que por entonces había habido una ola de calor y se pensó que había afectado al ofidio. El señor Mulero respiró aliviado. Cada vez que le contaba el caso a su colega Guerrero, ambos reían de lo lindo durante un buen rato.

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