viernes, 2 de mayo de 2008

HILO DIRECTO CON DIOS

LOS JARDINEROS DEL COLEGIO

Las historias de los conserjes, y del personal no docente en general del Colegio, dan para mucho. Allí, además de las personas que se cuidaban del aspecto físico del centro, como jardineros y oficiales de mantenimiento, existían las personas encargadas de llevar a cabo la gerencia y administración del Colegio, como conserjes, personal de oficinas y administradores, sin olvidar a quienes se encargaban de la alimentación y la salud de todos cuantos hacíamos nuestra vida allí, desde alumnos hasta profesores, pasando por las personas mencionadas más arriba. Así pues, en los jardines y en los pabellones, además de profesores y alumnos, había gente que con mimo y profesionalidad procuraba que su funcionamiento siguiera unas pautas determinadas.
Los jardines y los bosquecillos de pinos que salpicaban de verde y sombra el vasto recinto del Colegio eran su pulmón físico. Cuidaban de ellos cuatro personas día y tarde. Manolo, el señor Manuel, que era su padre, Barrios y Cristian. Los cuatro disponían de un habitáculo a un costado del Pabellón del Delfín, mitad taller,en el que guardaban las herramientas y los monos de trabajo, mitad habitación, donde aliviaban sus cansancios. A la hora de comer bajaban al comedor y lo compartían con los profesores, aunque siempre que podían preferían ocupar solos una mesa. El resto de la jornada se la pasaban arreglando el césped, que era la principal ocupación, podando árboles y arbustos, abonando, regando, sulfatando, limpiando de broza y hierbas malas la riera, acarreando la leña cortada a la zona de la piscina privada, reponiendo los parterres de las rosas o cambiando, según la temporada, los planteles de flores en los sitios estratégicos de los grandes espacios de césped de los huecos que separaban los distintos pabellones.
El más hablador de todos era el señor Manuel, un hombre bajito y delgado, de piel morena y arrugada, que entendía de todo y cuya filosofía espontáneamente humana me gustaba mucho. Cuando el tiempo cambiaba y se avecinaba el invierno, solía decirme:
“Todo tiene su explicación. Para que disfrutemos de la primavera y de los colores y olores de las rosas, la tierra y los hombres deben padecer un poco. Si no, la cosa no tendría gracia.”
Y cuando perdía un equipo de fútbol grande, comentaba sonriendo:
“También los equipos chicos necesitan un respiro”.
Era extremeño como mi amigo, de un pueblecito cercano a Guadalupe. A veces, él con la azada en la mano y Antonio con el cuaderno de notas bajo el brazo, adornaban durante unos minutos el sendero de la subida al Pabellón del Delfín. Hablaban de Extremadura, de las vacaciones y del viaje que iban a hacer a ella para inyectarse de esperanza y recordar viejos tiempos.
Al señor Manuel el mucho fumar y una afección de garganta que contrajo un invierno se lo llevaron en cuatro meses.
Manolo, su hijo, era más callado. Iba a su faena. Tuvo dos hijos que estudiaron hasta cuarto en Sendero. Por lo que fuera, no rendían académicamente lo necesario y buscaron nuevos aires. Con él se llevaba muy bien Aurelio, a quien en más de una ocasión le dejaba la llave de la zona privada de la piscina para que pudiera entrar con el coche y llenar el capó con la leña cortada que allí se almacenaba. El favor se lo pagaba el profesor proporcionándole libros para sus hijos al principio de cada curso.
Barrios era el que mejor congeniaba con Manolo. Se les veía muchas veces juntos faenando en la riera cuando la época de las lluvias se avecinaba y había que limpiar el cauce de broza y ramas caídas para que las aguas encontrasen su camino expedito durante los diluvios que solían tener lugar de noviembre a enero. Barrios era partidario del Barça y hablaba acaloradamente en la mesa del comedor con Manolo de los errores que había cometido el entrenador al alinear a tal o a cual jugador en la media o la defensa del equipo culé. Manolo decía simplemente sí con la cabeza mientras se llevaba la comida a la boca. Formaban una pareja singular.
En cuanto a Cristian, era el jardinero más joven. Le faltaba experiencia y, por ejemplo, cuando regaba solía encharcársele el césped del Pabellón de la Mariposa. Entonces se ponía muy nervioso y soltaba por lo bajini alguna blasfemia de nota, que si la hubiera escuchado alguno de la Obra le habría reportado una buena reprimenda o algo peor. Siempre acudía Manolo en su ayuda. Éste, con la pericia que lo caracterizaba, manipulaba en la llave de paso o en las juntas de la manguera y a los pocos minutos quedaba solucionado el problema. Cristian se llevaba muy mal con Sotero, el oficial de mantenimiento general del Colegio, por un asunto relacionado con herramientas que desaparecieron del Colegio y que, según Sotero, se las había apropiado indebidamente Cristian. Como al final no se averiguó nada, en vez de arreglarlo con palabras, la tirantez se enquistó del todo.
Junto con Sotero formaba el dúo de mantenimiento un andaluz de Granada muy simpático llamado Luis el Paleta. Luis, visto de espaldas, se parecía al señor Manuel. Era bajito y delgado como él. Y de frente, destacaba también su rostro moreno y su piel arrugada. Pero, a diferencia del jardinero, era bastante más joven y no poseía tanta filosofía como el mayor de los jardineros. Contaba, sin embargo, unos chistes que eran la delicia de quienes lo escuchaban. Sólo le habría ganado en eso el "Extremeño". Cuando se juntaban los dos a la hora del café en el comedor, entre ellos se armaba una lucha infernal por ver quién vencía al otro en contar el chiste más verde o el que hacía reír más. Una de aquellas tardes de junio calurosas, a punto ya de terminar el curso escolar, se pusieron los dos a disputarse la primacía del chiste. Ganó Luis el Paleta. Curiosamente, para sorpresa de José Santamaría, que estaba presente, al Extremeño se le había agotado momentáneamente el manantial. Y Luis el paleta remató su faena diciendo:
“A usté le ha pasao lo que al lorito del chiste”. Y acto seguido contó lo que le pasó al loro de un prestidigitador al que todas las noches le estropeaba los números de la chistera, hasta que una noche el transatlántico en que había sido contratado el artista chocó con un iceberg y se hundió. Sólo se salvaron el loro y el prestidigitador que lograron llegar hasta una isla desierta. Allí, el animal, harto de tanta soledad y miedo, le dijo al artista: “Venga va, me rindo esta vez. ¿Dónde has metido el barco?”

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