viernes, 3 de octubre de 2014

LA EXTRAÑA SEMILLA




Antes de que se lo llevaran, estuve hablando con él del asunto que lo había puesto en aquella situación extrema. Entre palabras a medias y conversaciones alocadas, logré arrancarle lo que sigue.
“Yo tuve un duende, llamado familiar aquí en la isla, y lo cuidé con abundante comida y bebida, tal como los duendes exigen que sus amos los cuiden. Me ayudaba en la casa y en la huerta y rendía como tres hombres juntos. Mis vecinos no podían creer lo que veían sus ojos. El patio delantero siempre limpio, los muebles de la casa relucientes, la comida y la cena puestas a la hora en la mesa, el corral ordenado, con los animales atendidos y los aperos de la huerta preparados. Y en cuanto a la huerta, los vecinos se echaban las manos a la cabeza sin entender cómo sacaba adelante yo solo el trabajo de escardar, labrar, abonar, regar, podar, recoger la fruta y la alfalfa y almacenar la cosecha en las cámaras. “Debes de estar agotado”, me decían. Y yo me reía para mis adentros. Hasta que la redoma negra en que lo guardaba se me cayó de la repisa de la cocina y se hizo trizas. Entonces la semilla de la planta efímera, de la que estaba hecho, al contacto con la luz, se pudrió en un santiamén produciendo un olor tan nauseabundo que estuvo varias semanas apestando toda la casa. Ya no me dio tiempo a crear otro duende porque fue cuando se presentaron en casa los agentes de la ley para detenerme. Sé que fueron mis vecinos, que, envidiosos de mi buena fortuna, debieron avisar a la policía de que algo raro ocurría en mi casa.”
Esto fue lo que más o menos saqué en limpio de la historia que me contó el sujeto entre conversaciones alocadas y palabras a medias antes de que se lo llevaran al manicomio de la capital de la isla. Y un detalle de su historia se me había quedado flotando en la cabeza sin que acertara a explicarme su significado. Era el de la semilla de la planta efímera. ¿Qué clase de semilla debía de ser esa que, encerrada en una redoma negra, era capaz de crear un duende?
Así que deseando darle a la historia un viso de veracidad, me fui al manicomio de la capital de la isla a hacer una visita a mi hombre aun sabiendo que aquello no parecía tener ninguna lógica y cualquiera que se parara a examinar lo que pretendía hacer me habría tomado también por loco. De todos modos, me convencí a mí mismo de que hacerle una visita para que me contara algo más de la extraña semilla me serviría al menos para tener algo que narrar en el futuro más inmediato.
El caso es que, sin parar en mientes, me presenté en el frenopático a preguntar por el recién ingresado. Mentí al director diciéndole que era un pariente lejano, a lo que la autoridad del centro no puso ningún reparo; al contrario, me dio las gracias porque, según él, dado que el enfermo no tenía ningún pariente conocido, mi presencia allí le podría reportar algún bien. Sin embargo, antes de permitirme verlo, se interesó por el motivo de mi visita. Y ahora viene lo más curioso del caso, y es que, sin encomendarme ni a Dios ni al diablo, empecé a hablarle de la semilla… No me dejó terminar y esbozando una sonrisa escéptica me dijo sin rodeos que eso de la semilla de la planta que en un día germina, crece, se desarrolla y muere y que si se encierra en una redoma llega a crear un familiar que todo lo puede no era más que una superstición que corría entre la gente más crédula de la isla, cosas de películas, como la que Eduard Norton en El ilusionista ejecuta con la semilla de naranja, la cual, ante los espectadores que abarrotan el teatro, se hace en cuestión de segundos un naranjo con sus naranjas correspondientes, que arroja entre el público. A mí también me parecía que eso no podía existir nunca, pero que para crear una ficción valía. Y sonreí, como el director. Aunque también vi  que presionaba disimuladamente un timbre que tenía sobre la mesa, seguramente para llamar a los cuidadores del manicomio para que se hicieran cargo de mi persona; de modo que, pretextando una urgencia, puse pies en polvorosa ya que de ninguna manera quería acabar en una habitación parecida a la que ocupaba el protagonista de mi historia.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

DICCIONARIO PERSONAL DE ZAMORA San Atilano, B, Calle de Balborraz, el Barandales







ATILANO, San
Es el santo por antonomasia de nuestra ciudad. Fue en la antigüedad el primer obispo de Zamora, aquel obispo que, tras descubrir que no era digno de pastorear a su grey zamorana, un amanecer abandonó la ciudad por el puente que lleva su nombre, hoy en ruinas (sólo quedan volcados sobre la corriente del río, a la altura de Olivares, dos o tres de sus cortamares), y el santo en medio del puente, se despojó de su anillo episcopal y lo arrojó al Duero mientras pronunciaba la frase que todos los zamoranos recordamos tan bien: “Cuando volviere a ver este anillo y sólo entonces, pensaré que Dios se ha apiadado de mí y perdonado mis faltas.” Y cuenta la leyenda o el milagro que, después de recorrer el mundo haciendo bien a cuantos se encontraba en su camino, a escasa distancia de la ciudad, donde hoy se levanta el cementerio que lleva su nombre (durante mi infancia oía decir de una persona que acababa de morir que la llevaban a San Atilano), decía que a escasa distancia de la ciudad Atilano, vestido de mendigo, llegaba a una posada pidiendo alojamiento. La dueña, que en ese momento entraba en la cocina con unos barbos del río, accedió a dárselo y, mientras ella iba por agua al pozo, le pidió al vagabundo que fuera limpiando los peces, que comerían más tarde. Así lo hizo Atilano y al abrir el vientre de uno de los barbos, halló su anillo episcopal. Entendió que Dios deseaba que volviera a ser obispo de Zamora y se lo puso en el dedo mientras todas las campanas de la ciudad empezaron a darle la bienvenida y sus andrajos de mendigo se cambiaron por las sagradas ropas de Obispo. ¡Cómo me gustaba que el maestro nos repitiera una y mil veces aquel milagro o aquella leyenda de San Atilano!

Luis Cortés Vázquez dijo en su mencionada obra:
“Pero sigamos con Atilano que durante algunos años vivió de limosnas, hasta que una voz de lo alto así le ordenó en sueños: Atilano, vuelve a pastorear a tus ovejas, que tus preces han sido escuchadas.
“Fiel a este divino mandato volvió sus pasos a Zamora, deteniéndose antes de penetrar en ella, para pasar la noche, en una casa hospitalaria contigua a la capilla de San Vicente de Cornu, asentada extramuros y dando vista a la ciudad cercana, no lejos del arrabal del santo sepulcro, en el lugar que hoy ocupa el camposanto.
“Será aquí y ahora, como todos sabemos, donde entra en escena propiamente el primer pez de la historia zamorana, pródiga en ellos, el famosísimo barbo tragasortijas…”








B




BALBORRAZ, Calle de
Para nosotros, Cuesta de Balborraz, nace en la Plaza Mayor, junto al Ayuntamiento Viejo, y muere en los Barrios Bajos al pie del Duero. Lleva el nombre de la Puerta de la Cabeza (en árabe, Bab al-Ras) puerta de la muralla que aquí se levantaba antiguamente, y donde al parecer se colgó la cabeza del caudillo bereber Ahmed ben Muawiya tras perder la vida en la batalla del Día de Zamora del siglo X, gloriosa victoria para los cristianos súbditos de Alfonso III. Es esta calle empinada buen escenario para algunas de las procesiones de nuestra Semana Santa, entre ellas, el Yacente, la de la Virgen de la Esperanza o la de Jesús Resucitado, que el Domingo de Gloria sube por ella para encontrarse con su Madre en la Plaza Mayor entre estampidos de cohetes y repiques de campanas, que de ese modo celebran la resurrección del Señor. La imagen de Jesús, como muchas otras de nuestra Semana Santa, es obra del imaginero zamorano Ramón Álvarez, al que, por cierto, se le dedicó una lápida en una casa de la cuesta conmemorando el centenario de su nacimiento. Recuerdo con lágrimas en los ojos que por aquí acompañaba a mi padre en su labor de cobrador de seguros.

El mencionado Luis Cortés dejó escrito en su también aludida obra:

“Enrojeció sus aguas el Duero con la mucha sangre que se derramó en los combates, pues hemos de asentar que precisamente los más enconados tuvieron al puente como escenario principal. Lidióse igualmente con toda aspereza por los que es hoy barrio de Santiago, y hacia la parte de Valorio. Había sido dirigida esta aceifa bereber por el caudillo Ahmed ben Muawiya, pretendido Mahdí o Profeta que, subiendo victorioso hasta Zamora con nutrida horda de fanatizados correligionarios, acabó con su cabeza clavada sobre una de las puertas de la ciudad. Seguramente entonces, aunque después cambiara de emplazamiento, nació la denominación de la castiza y pina calle de Balborraz, pues no otra cosa quiere decir en lengua árabe…”







BARANDALES, El
Es una figura ligada a la Semana Santa. Sin ese hombre que voltea sus campanas atadas a las muñecas al frente de las procesiones. Muchas de ellas perderían su personalidad. Ha habido a lo largo de la historia de nuestra Semana Mayor muchos Barandales, unos más mayores, como aquel España del que me hablaba tanto mi padre, y otros más jóvenes; pero todos llevaban la estampa de la seriedad en su forma de tocar y en sus andares. Avisaban con sus repiques que la procesión que esperábamos con ansia apostados en alguna esquina de la ciudad se estaba acercando. Parece ser que el origen de su existencia se remonta al siglo XVI, en que ya hacía de campanillero avisador de desfiles procesionales. Son tan queridos entre nosotros estos barandales, que en los años noventa el escultor zamorano Ricardo Flecha (comenzó su actividad como aprendiz en el taller de escultura de nuestro buen amigo Ramón Abrantes, de quien ya tratamos en nuestro Diccionario) esculpió una imagen del Barandales que acabó colocándose en la plaza de Santa María la Nueva, delante del Museo de la Semana Santa; asimismo se le puso el nombre de Barandales a la pequeña calle que separa la Plaza anterior de la de Viriato.

Dije en mi poema Barandales, que dediqué a España, el primer Barandales que conocí (del ya mencionado Zamora, entre la ausencia y el reencuentro):

“Tío Barandales, dales, dales…,
suena en el alma de los chavales
mientras los pasos pasan solemnes
por las callejas viejas, perennes.
Esas campanas, como latidos,
suenan a tiempos nunca perdidos
en lo más hondo del corazón
como una eterna, viva canción.

Tío Barandales, dales, dales…
Las campanadas suenan iguales
en la distancia y en la presencia,
En los adultos y en la inocencia.
Semana Santa de mi ciudad.
Los pensamientos son de piedad
mientras voltean esas campanas
viendo a las gentes tras las ventanas
mirar con ojos tiernos, llorosos,
los latigazos tan dolorosos
que sufre Dios en su soledad.

Sigue tocando, tío Barandales,
tío Barandales, dales, dales…,
para que nunca nos olvidemos
de aquellas cosas que hoy no tenemos
y que un día fueron nuestra Verdad.”

martes, 26 de agosto de 2014

JULIO CORTÁZAR, FELICIDADES







Resultado de imagen de Cortázar



Hoy habría cumplido 100 años Julio Cortázar. Sus lecturas sirvieron durante mucho tiempo de disfrute estético para muchas generaciones y lo seguirán haciendo. De niños jugábamos a la rayuela en la plaza o en la calle de nuestros barrios natales. De mayores el escritor argentino, cuyo arco vital se extiende desde Ixelles (Bélgica), 1914, a París, 1984, dejando en medio Argentina y el mundo, jugó con nosotros con su Rayuela, novela de laberintos y navegaciones por el mundo de la conciencia (ese mismo rumbo o parecido sigue en otras como 62 Modelo para armar o Libro de Manuel).
Sus razones tendría para cambiar su nacionalidad argentina por la francesa (supongo que la mayoría políticas, y en ese mar revuelto y personal nunca me meteré), pero nosotros tenemos mil razones claras para seguir confiando en su obra escrita. Desde siempre he frecuentado especialmente sus cuentos, la mayoría de ellos retos para la sensibilidad y la inteligencia (juegos de palabras, de sintaxis, de punto de vista de narrador, de alienación de los personajes o de trasposición de lugares y tiempos, entre otros caracteres del estilo de Cortázar que exigían constantemente la participación incondicional del lector).
Aunque últimamente releo cosas de su Obra crítica, muchos de cuyos ensayos arrojan luces nuevas sobre temas archimanoseados como el surrealismo o el existencialismo, y otros sobre autores señeros en la literatura universal de todos los tiempos y lugares (los de política prefiero dejarlos para quienes deseen sufrir leyendo sobre diferentes maneras de matar y alambradas culturales), como Huxley, Cernuda, Baudelaire, Alfonso Reyes, Rabindanath Tagore, Allan Poe, Keats, Gelman, Neruda, Lezama Lima, Callois y un largo etcétera, me gusta recordar el género en que destacó más, el cuento.
Tengo muy presentes especialmente media docena de cuentos (Casa tomada, Instrucciones para subir una escalera, La isla a mediodía, La señorita Cara, Lejana o Página asesina).
Por eso no tengo ningún reparo en afirmar ante quien sea que disfruto con párrafos como los dos que siguen del primero de los cuentos citados en el último paréntesis, párrafos que el autor precisamente escribe también entre paréntesis:
“(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
“Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)”
FELICIDADES, CORTÁZAR

jueves, 14 de agosto de 2014

DICCIONARIO PERSONAL DE ZAMORA Alfonso III, el Magno. Ramón Álvarez. Arias Gonzalo. Los Arribes. San Atilano



ALFONSO III, el Magno
Es, podemos decirlo bien alto, el rey de Zamora, pues no sólo nació en nuestra ciudad, sino que, gobernando Asturias, consolidó el río Duero como el límite sur del reino en torno a las capitales de Toro y Zamora. Y cuando el rebelde omeya Ibn al-Quitt predicó la guerra santa y atacó Zamora, que había sido reconstruida y repoblada por mozárabes toledanos, hizo que su ejército la salvara y hasta el rebelde moro murió en la batalla que se conoce desde entonces como el Día de Zamora. Al final de sus días su hijo García se sublevó contra él, peregrinó a Santiago, realizó una expedición militar autorizada por García por tierras de Mérida y murió a medianoche en Zamora de regreso de la expedición.
Luis Cortés Vázquez dijo en su mencionada obra:
“Así llegamos a nuestro señor el rey don Alfonso III, justa y hermosamente motejado el Magno, título que, al menos los zamoranos, no le hemos de regatear y discutir, pues es tan afortunado monarca quien no sólo conquista y repuebla Zamora, sino quien obtendrá una brillantísima victoria sobre los bereberes, que ha dejado su recuerdo hasta hoy. Ella hizo del nombre de Zamora el más execrado por los mahometanos, quienes perpetuaron tan dolorosa derrota en sus crónicas e historias con la denominación de Día de Zamora; Jornada del foso de Zamora, dicen de preferencia las cristianas.
“Gloriosa fue en cambio para los cristianos tal refriega, cuya jornada final y victoria aconteció un 12 de julio del año 901, cuando corría en tierra de moros el 288 de la Héjira.
“Enrojeció sus aguas el Duero con la mucha sangre que se derramó en los combates, pues hemos de asentar que precisamente los más enconados, tuvieron al puente como escenario principal.”


ÁLVAREZ, Ramón
Es el imaginero zamorano por excelencia y a él le debemos un buen número de pasos excelentes de nuestra Semana Santa. Nacido en Coreses, muy pronto se trasladó a la capital, viviendo en una casa de la cuesta de Balborraz, junto a la Plaza Mayor, donde la ciudad, en agradecimiento a su obra, le levantó un monumento.
Mi padre conocía a la perfección los pasos que de Ramón Álvarez esculpió para desfilar por las calles de Zamora durante la Semana Santa; de hecho, fue él quien, mientras veíamos determinadas procesiones, me iba diciendo cuáles eran y en qué detalles debía fijarme para valorar la magnífica ejecución de las imágenes, hechas con materiales ligeros y de poco coste como escayola, arpillera, tela encolada y madera. Entre ellas destacaban la Verónica, la Soledad, la Virgen de los Clavos, Nuestra Madre de las Angustias, el Longinos, el Jesús de la oración en el huerto de los olivos,  la Crucifixión, el Jesús Resucitado… Recuerdo que mi padre tenía hasta su paso favorito de entre los salidos de las manos prodigiosas de Ramón Álvarez, y no era otro que La Caída, inspirado en el cuadro El pasmo de Sicilia, de Rafael, y que mi padre reprodujo al carboncillo en un dibujo que estuvo colgado en mi casa natal durante mucho tiempo.

Dije en mi obra citada:
“Ahora entiendo por qué mi padre sentía verdadera devoción por este paso. Jesús, caído bajo el peso de la cruz, refugia sus fatigados ojos en la figura desconsolada de su Madre, que inútilmente le abre sus brazos. Mientras que San Juan, el discípulo amado, intenta también en vano consolar a la Virgen. Y Simón Cirineo pretende con su auxilio aligerar la carga del pesado madero. Por otro lado están las personas ajenas al dolor: el sayón que sujeta la cuerda atada al cuello del Nazareno; el otro sayón que oprime con el pie la espalda de Jesús aprestándose a azotarle con el látigo; y, sobre todo, ese niño que contempla la escena sonriendo mientras lleva en una mano la cesta de los clavos y en la otra el mazo que empujará el hierro carne adentro hasta clavarla en la indigna madera.
“Hay mucho más que arte en estas figuras de La Caída que el zamorano Ramón Álvarez cinceló para recorrer las calles de Zamora durante la mañana del Viernes Santo. Más que arte inspirado en Rafael, respira en esta composición escultórica la vida misma: el sufrimiento de los elegidos, la compasión de los que sienten el dolor de los demás y la crueldad de los que no tienen corazón.”


ARIAS GONZALO
Es el alcaide de Zamora en el momento en que el rey don Sancho sitia la ciudad, gobernada por su hermana la reina doña Urraca. Es tildado de traidor, junto con el resto de los zamoranos, y retado en duelo por el orgulloso castellano Diego Ordóñez tras saber que su rey don Sancho ha sido asesinado por un ciudadano gallego llamado Bellido Dolfos que vivía entonces en Zamora. Como doña Urraca no le permite responder personalmente al reto, el noble alcalde responde al desafío mandando al Campo de la Verdad a sus propios hijos, que uno tras otro van perdiendo la vida, hasta que Pedrarias, el tercero de ellos, antes de morir logra herir al caballo de Ordóñez, que en su dolor arrastra al jinete fuera de los límites del Campo, con lo que se da a los zamoranos como debidamente honrados y vencedores del desafío.

El Romancero dijo: 
“Tristes van los zamoranos   metidos en gran quebranto;
retados son de traidores,   de alevosos son llamados;
más quieren todos ser muertos   que no traidores nombrados.
Día era de san Millán,   ese día señalado,
todos duermen en Zamora,   mas no duerme Arias Gonzalo;
aún no es bien amanecido   que el cielo estaba estrellado,
castigando está a sus hijos,   a todos cuatro está armando,
las palabras que les dice   son de mancilla y quebranto:
—Yo he de lidiar el primero   con don Diego el castellano:
si con mentira nos reta,   vencerle he y haceros salvos;
 pero si cualquier traidor   hay entre los zamoranos,
y él nos reta con verdad,   muerto quedaré en el campo.
Morir quiero y no ver muerte   de hijos que tanto amo.
Las armas pide el buen viejo,   sus hijos le están armando,
las grebas le están poniendo;   doña Urraca que allí ha entrado,
llorando de los sus ojos   y el cabello destrenzado:
—¿Para qué tomas las armas?   ¿Dónde vas, mi viejo amo:
pues sabéis, si vos morís,   perdido es todo mi estado?
¡Acordaos que prometistes   a mi padre don Fernando
de nunca desampararme   ni dejar de vuestra mano!
Caballeros de la infanta   a don Arias van rogando
que les deje la batalla,   que la tomarán de grado;
mas él sólo da sus armas   a su hijo don Fernando:
—¡Dios vaya contigo, hijo,   la mi bendición te mando;
ve a salvar los de Zamora;   como Cristo a los humanos!”



ARRIBES, Los
El Duero, señor de Zamora, de la tierra del vino y del pan, poco antes de dejar atrás la provincia, a la vista ya de Portugal, entra en unos parajes descomunales y hermosos que lo encajonan en su marcha, formando lo que se llaman los Arribes del Duero, Parque Natural protegido, formado por barrancos, peñascos y bosques de flora diversa, en la que destacan los enebros, donde nuestro río se convierte en navegable a la vista de buitres leonados y cigüeñas negras, que lo sobrevuelan majestuosamente, y ante la presencia privilegiada de pueblecitos encantadores como Almendra, Fariza o  Fermoselle, entre otros.


            Viajes El País dijo:

"La envejecida y hospitalaria población pertenece a la cultura del sudor y la labranza, una tradición que se extiende de norte a sur del parque, y que se deja ver en la piel y los usos gastronómicos basados en la matanza, el pastoreo, la harina y la vid.
Gentes que se aferran a sus costumbres, la naturaleza, la ganadería y la agricultura, en un entorno descuidado, en lo que a comunicaciones por carretera se refiere, y que aprovechan sus escasos recursos al máximo. Una arquitectura popular basada en la piedra y unos cultivos que buscan desesperadamente el agua con pozos, cigüeños o cigüeñales y norias, o con bancales al filo de los acantilados. Un agua garantizada por la gran cantidad de embalses y presas de amamantan a las difrentes comarcas.

Por todo el parque natural de los Arribes del Duero, hay reminiscencias de las diferentes culturas que dejaron su huella en la zona: castros celtas, calzadas y estelas funerarias romanas y otros restos visigodos, musulmanes y cristianos del reino castellanoleonés, como ermitas e iglesias de los siglos X y XI.
Pero el impacto visual del visitante llega al borde de la garganta geológica de los Arribes, la parte que da nombre al parque. Un impresionante espacio natural de abruptos cañones y desfiladeros, por donde el río discurre formando un serpenteante y caprichoso cauce que puede alcanzar los 500 metros de desnivel. Estos enfilados barrancos bajan hasta el Duero, a cuyo paso crea una frontera natural con la vecina Portugal. "



ATILANO, San
Es el santo por antonomasia de nuestra ciudad. Fue en la antigüedad el primer obispo de Zamora, aquel obispo que, tras descubrir que no era digno de pastorear a su grey zamorana, un amanecer abandonó la ciudad por el puente que lleva su nombre, hoy en ruinas (sólo quedan volcados sobre la corriente del río, a la altura de Olivares, dos o tres de sus cortamares), y en medio de él, se despojó de su anillo episcopal y lo arrojó al Duero mientras pronunciaba la frase que todos los zamoranos recordamos tan bien: “Cuando volviere a ver este anillo y sólo entonces, pensaré que Dios se ha apiadado de mí y perdonado mis faltas.” Y cuenta la leyenda o el milagro que, después de recorrer el mundo haciendo bien a cuantos se encontraba en su camino, a escasa distancia de la ciudad, donde hoy se levanta el cementerio que lleva su nombre (durante mi infancia oía decir de una persona que acababa de morir que la llevaban a San Atilano), decía que a escasa distancia de la ciudad Atilano, vestido de mendigo, llegaba a una posada pidiendo alojamiento. La dueña, que en ese momento entraba en la cocina con unos barbos del río, accedió a dárselo y, mientras ella iba por agua al pozo, le pidió al vagabundo que fuera limpiando los peces, que comerían más tarde. Así lo hizo Atilano y al abrir el vientre de uno de los barbos, halló su anillo episcopal. Entendió que Dios deseaba que volviera a ser obispo de Zamora y se lo puso en el dedo mientras todas las campanas de la ciudad empezaron a darle la bienvenida y sus andrajos de mendigo se cambiaron por las sagradas ropas de Obispo. ¡Cómo me gustaba que el maestro nos repitiera una y mil veces aquel milagro o aquella leyenda de San Atilano!

Luis Cortés Vázquez dijo en su mencionada obra:

“Pero sigamos con Atilano que durante algunos años vivió de limosnas, hasta que una voz de lo alto así le ordenó en sueños: Atilano, vuelve a pastorear a tus ovejas, que tus preces han sido escuchadas.
“Fiel a este divino mandato volvió sus pasos a Zamora, deteniéndose antes de penetrar en ella, para pasar la noche, en una casa hospitalaria contigua a la capilla de San Vicente de Cornu, asentada extramuros y dando vista a la ciudad cercana, no lejos del arrabal del santo sepulcro, en el lugar que hoy ocupa el camposanto.
“Será aquí y ahora, como todos sabemos, donde entra en escena propiamente el primer pez de la historia zamorana, pródiga en ellos, el famosísimo barbo tragasortijas…”

viernes, 25 de julio de 2014

INFIERNO, IDA Y VUELTA




Aunque no se crea, la historia que voy a contar le sucedió a un sencillo ciudadano de Tordera llamado Pere Portes, el cual el 23 de agosto de 1608 recibió en su casa la reclamación de una deuda que ya había satisfecho tiempo atrás. La sorpresa que se llevó fue mayúscula, pero no desesperó porque sabía que el notario de la villa debía guardar en algún sitio el recibo con su deuda pagada. Sin embargo, su sorpresa aumentó cuando se enteró de que dicho notario había fallecido un mes antes y en su casa no se encontró por ningún lado el dichoso recibo. Así que desesperado de su mala fortuna, no pudo por menos de exclamar: “¡Ojala el diablo me acompañe al infierno para hablar con el maldito notario!”
No había acabado del todo de pronunciar la frase, cuando se le apareció un caballero ofreciéndose a llevarlo a lomos de su cabalgadura a donde había deseado ir. Con más miedo que vergüenza aceptó el ofrecimiento, y en cuanto se hubo acomodado en la silla a espaldas del caballero, que no era otro que el Diablo, el caballo salió a galope y antes de que se arrepintiera de la locura que había hecho, Pere se vio entrando en la Cueva de Pau de Hostalric, a la que los lugareños consideraban una de las entradas naturales del infierno.
En el infierno, además de poder contemplar a sus anchas las horribles torturas a que eran sometidas las almas de los condenados, logró reconocer a algunos de sus paisanos que allí se quemaban eternamente entre estremecedores alaridos de dolor, y, lo que era más importante, por fin consiguió encontrar entre ellos a su notario Gelmar Bonsoms. Cambiaron algunas palabras y, entre gritos de dolor, el notario le dijo dónde podía encontrar el libro de actas donde aparecía el documento, la fecha y la firma de Pere conforme había sido satisfecha su deuda.
Una vez resuelto el motivo de su visita al infierno, Pere le pidió al Diablo que le ayudara a salir de aquel lugar de eterno sufrimiento. Pero el Maligno, tras lanzar una horrenda carcajada, le dijo: “Mi cometido es traer almas al infierno, no sacarlas de él.” De nuevo asediado por el miedo, Pere exclamó: “¡Dios me ayude!” Y al pronunciar el nombre del Altísimo, se le apareció un hombre vestido de peregrino, con capa y esclavina y ayudado de un bastón más alto que él, que le dijo: “Agárrate al extremo de mi bordón y sígueme.” Y empezó a caminar en medio de la oscuridad más cerrada por una cuesta muy empinada que, a las primeras de cambio, empezó a fatigarle las piernas y a robarle parte de la respiración. Pero no se quejó ni un instante porque sabía que más tarde o más temprano llegaría a ver la luz de la superficie.
Y pronto, mientras notó que ya nadie tiraba de él, sintió una ráfaga de aire fresco, una lucecita allá en lo alto y rumores de voces cada vez más cercanas, por encima de su cabeza. Finalmente, y sin apenas podérselo explicar, se vio caminando por una calle de una gran ciudad, que no era otra que Barcelona. Y a un transeúnte que se cruzó con él le preguntó: “Oiga, buen hombre, ¿podría decirme dónde me encuentro?” Y el interrogado le contestó con toda la naturalidad del mundo: “En la calle del Infierno.” Y es que aquella calle, hoy avenida de la Catedral, se llamaba entonces calle del Infierno.
Al día siguiente Pere Portes regresó a Tordera y a todo con el que se cruzaba, le contaba los extraordinarios acontecimientos que acababa de vivir. Pero nadie le creía; es más, se burlaban de él llamándolo loco. Para probar sus palabras, entró en la casa del notario y, mirando detrás de un mueble, tal como le había dicho aquél en el infierno, encontró el libro de actas y, con él en la mano, demostró a cuantos quisieron verlo, que era verdad lo que decía.
Sin embargo, la Santa Inquisición la tomó con Pere por lo que iba contando a todo el mundo sobre el Infierno y las eternas torturas que sufren los condenados en él, y lo encerró en la prisión. Entonces sí que se volvió loco y murió al poco tiempo. El inquisidor general, para que la gente no hablara más de Pere Portes, mandó quemar su cadáver junto con el libro de actas del notario.
Los lugareños contaban que todos los 23 de agosto de  los años siguientes habían visto salir del ventanuco de la cárcel donde había muerto Pere unas hojas de papel volando y oído los lamentos que el prisionero lanzaba quejándose de su mala fortuna. Después el silencio. Y ahora el eco de su triste historia recorre las líneas de este escrito.

miércoles, 2 de julio de 2014

VIVALDI EN EL PALAU







Ayer, martes primero de julio, tuvimos la suerte de contemplar a nuestras anchas el hermoso Palau de la Música, que sirvió de magnífico marco para escuchar Las Cuatro estaciones del año de Vivaldi y su Gloria en Re mayor, interpretadas las primeras por la Orquestra Camera Musicae, con la excepcional interpretación del violín Santiago Juan, que nos hizo vibrar de emoción en diversos pasajes del concierto, y la segunda a cargo del Cor de noies de l’Orfeó Català, con la participación de la Soprano Laia Frigolé y el contratenor Oriol Rosés, cuya cristalina y poética voz sabe llegar al corazón del espectador.
Bajo la cúpula del sol de oro del Palau y las rosas de cerámica de su florado techo, y envueltos por tanta belleza modernista, especialmente a la vista del ábside de iglesia que constituye el escenario, revestido de triangulares piezas de cerámica rosa, las bellas damas que tocan instrumentos musicales y cuyos sus bustos blancos brotan del mosaico como lirios sobre un campo alfombrado de pétalos de rosas, el imponente órgano del fondo y, sobre nuestras cabezas, los caballos desbocados de la pasión creadora; rodeados, digo, de tanta belleza diseñada por Domènech i Montaner, Vivaldi bajó a este mundo para mostrarnos cuatro estaciones de poesía auditiva donde los arcos  y los dedos de los violinistas arrancaban de las cuatro cuerdas de su instrumento (emoción, belleza, sugerencia y poesía), desde el murmullo de las flores al abrir sus pétalos en primavera o el suave caer de los copos de nieve sobre los silenciosos campos, hasta el rumor de las espigas ondeando en un mar sin naufragios, pasando por la lluvia golpeando en el río y en las hojas de los árboles o la tormenta desatada y furiosa sobre una granja solitaria.
Ver ayer el Palau, palacio de cristal donde se aúnan la escultura, las vidrieras, los mosaicos y la forja para dar cobijo a la Música, y escuchar a Vivaldi fue hacer realidad un doble sueño de hace mucho tiempo. Aún sigo despertando entre vibraciones de belleza y emociones.

miércoles, 25 de junio de 2014

CUENTAS PARA UN COLLAR DE LONDRES

Del reciente viaje efectuado a Londres me he traído un buen montón de cuentas para formar un collar digno de su belleza. Aquí están las primeras.





 Empezar el recorrido de la National Gallery por Leonardo da Vinci (el Cartón de Burlington House) es abrir el corazón sin reserva alguna al mundo de la belleza y el arte. Es asistir al parto de la luz más auténtica en la penumbra de la cueva de Platón.
 Y seguir por Rafael (la Virgen con el Niño y san Juan) es entrar de lleno en la claridad que alumbra el más hermético de los silencios.
Claro que al rato la Coronación de espinas del Bosco introduce en el arte pictórico el guiño sin paliativos de la ironía y el humor, a modo de greguería o relángrafo de la belleza. Si no, repárese en los cuatro personajes que rodean a Jesús: uno con un collar de púas al cuello, como un perro guardián de ovejas; otro con el turbante atravesado por una flecha y poniendo la corona de espinas con una mano acorazada; el del ángulo inferior derecho desvistiendo al Salvador y el del ángulo contrario riendo con su barbita de chivo raída y blanca.
Más sorpresas: Piero de la Francesca en su Natividad inacabada e incompleta sacó tiempo para posar una urraca perfectamente acabada (sólo le falta graznar) sobre el tejadillo del Portal.

En cuanto a la Venus de Boticelli, se ha vestido después de llegar a tierra desnuda como el arte y la mitología la creó a bordo de una concha gigante para velar la siesta de Marte, dios de la guerra (¿hace falta añadir de qué guerra se trata aquí viendo cómo los risueños faunillos retozan con las armas del guerrero?).