Hoy habría cumplido 100 años Julio Cortázar. Sus lecturas sirvieron durante mucho tiempo de disfrute estético para muchas generaciones y lo seguirán haciendo. De niños jugábamos a la rayuela en la plaza o en la calle de nuestros barrios natales. De mayores el escritor argentino, cuyo arco vital se extiende desde Ixelles (Bélgica), 1914, a París, 1984, dejando en medio Argentina y el mundo, jugó con nosotros con su Rayuela, novela de laberintos y navegaciones por el mundo de la conciencia (ese mismo rumbo o parecido sigue en otras como 62 Modelo para armar o Libro de Manuel).
Sus razones tendría para cambiar su nacionalidad
argentina por la francesa (supongo que la mayoría políticas, y en ese mar
revuelto y personal nunca me meteré), pero nosotros tenemos mil razones claras
para seguir confiando en su obra escrita. Desde siempre he frecuentado
especialmente sus cuentos, la mayoría de ellos retos para la sensibilidad y la
inteligencia (juegos de palabras, de sintaxis, de punto de vista de narrador,
de alienación de los personajes o de trasposición de lugares y tiempos, entre
otros caracteres del estilo de Cortázar que exigían constantemente la
participación incondicional del lector).
Aunque últimamente releo cosas de su Obra crítica, muchos de cuyos ensayos
arrojan luces nuevas sobre temas archimanoseados como el surrealismo o el
existencialismo, y otros sobre autores señeros en la literatura universal de
todos los tiempos y lugares (los de política prefiero dejarlos para quienes
deseen sufrir leyendo sobre diferentes maneras de matar y alambradas
culturales), como Huxley, Cernuda, Baudelaire, Alfonso Reyes, Rabindanath
Tagore, Allan Poe, Keats, Gelman, Neruda, Lezama Lima, Callois y un largo
etcétera, me gusta recordar el género en que destacó más, el cuento.
Tengo muy presentes especialmente media docena de
cuentos (Casa tomada, Instrucciones para subir una escalera, La isla a mediodía, La señorita Cara, Lejana
o Página asesina).
Por eso no tengo ningún reparo en afirmar ante quien sea que disfruto con párrafos como los dos que siguen del
primero de los cuentos citados en el último paréntesis, párrafos que el autor
precisamente escribe también entre paréntesis:
“(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en
seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene
de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en
grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios
tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la
casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave
del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
“Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día
eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un
crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo
haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la
parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones
de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros
sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero
cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía
callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo
que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me
desvelaba en seguida.)”
FELICIDADES, CORTÁZAR
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