2.
Washington Irving, acompañado del príncipe ruso
Dalgoruky y de Mateo Jiménez, regresó al Palacio cuando el sol enrojecía las
cabezas apuntadas de los cipreses y la parte más alta de la Torre de Comares, lugar
desde el que Lanjarón extasiaba su vista con los magníficos alrededores. Éste
les oyó hablar durante unos segundos y dedujo que, tras asearse, se reunirían
con los demás en la plazoleta de los Aljibes para iniciar la tertulia anunciada.
Sin separarse de su cartapacio, descendió del cielo a la tierra por escaleras
llenas de sombras y misterios sintiendo en su alma la voz de sus antiguos
moradores.
Acompañado de la tía Antonia, que esperaba el momento
adecuado para presentarlo a Irving, Lucas observó cómo Dolores preparaba en el
patio la mesa y las sillas con abundancia de vino y limonada y algunas cosas
para picar. Al poco tiempo aparecieron en escena un viejo soldado a medio
vestir con su raído uniforme militar y cojeando visiblemente de su pierna
derecha, y Mateo, con su inveterada capa marrón. Presentado el pintor a los
recién llegados, se puso a hablar con ellos de las hermosas vistas que acababa
de disfrutar desde la Torre de Comares. Mateo
intervino rápido.
--¿Desde la
Torre de Comares? Pues ha de saber que entre sus muros tuvo
lugar un hecho escalofriante relacionado con una bella mora que fue encerrada
por su antiguo marido por fijar sus grandes ojos negros en un caballero
cristiano. Y allí la dejó olvidada su cruel esposo tras ser tomada La Alhambra por el ejército
de los Reyes Católicos.
Lanjarón le escuchaba atento, pero de repente su
interlocutor cambió de tema.
--Sí, las vistas desde la Torre son muy sugerentes,
mire donde se mire. ¿Se ha fijado en el valle del Darro? ¿El río que se desliza
manso bajo puentes abovedados entre huertos y cármenes floridos? Algunos de
esos blancos cármenes que destacan aquí y allá entre las arboledas y las viñas
fueron en su tiempo retiros campestres para los moros que buscaban refresco en
sus jardines. Y el río Darro fue famoso por sus arenas auríferas…
El artista se alegró enormemente de que justo entonces
hicieran acto de presencia el escritor norteamericano y el príncipe ruso. Y más
cuando la tía Antonia, tras presentarle a los recién llegados, los sentó junto
a él al otro lado de donde estaba Mateo. Detalle que agradeció inmensamente. Minutos
más tarde, el vino y la limonada empezaban a rodar por las gargantas de los
presentes y a fluir entre ellos las conversaciones más variadas. Hasta que
Irving, recordando algo, le preguntó a Lanjarón:
--Me dijo antes que usted era pintor, ¿verdad?
--Así es.
--¿Sería muy atrevido por mi parte pedirle que me
muestre alguno de sus dibujos?
--Todo lo contrario, señor. Aunque mis bocetos son muy
modestos, considero un honor enseñárselos.
Y abrió el cartapacio sobre la mesa, quedando a la
vista el primero de los dibujos que había realizado aquella misma mañana. El
escritor no quiso contemplar más. La simple visión del rostro sereno y
misterioso de Aurora le llenaron con tanta vehemencia el alma de emociones y
recuerdos, que se llevó la mano a la cabeza, frunció sus labios en un gesto
inconfundible de tristeza y, sintiéndose enfermo de repente, se excusó ante
todos para retirarse a sus aposentos.
La tía Antonia pidió a su sobrina que siguiera al
señor Irving hasta sus habitaciones para ver si necesitaba algún tónico o
remedio casero que pudiera aliviarlo momentáneamente. Después se dirigió a los
circunstantes, que se habían quedado asimismo sorprendidos y apenados por la
reacción del escritor norteamericano.
--Comprederán, señores, que hoy la tertulia no se
celebre.
Lanjarón, profundamente afectado, echó una última
ojeada al retrato de Aurora antes de cerrar el cartapacio y se despidió de la
tía Antonia.
--Siento lo del señor Irving—dijo--. Mañana me pasaré
por aquí para interesarme por su salud. Y a usted, gracias por sus atenciones,
señora Antonia. Si necesita alguna cosa, ya sabe dónde me hospedo.
Y hacia allí se encaminó cuando las primeras sombras
de la noche empezaban a extender su silencioso palio sobre la colina de La Alhambra.
A solas en su cuarto, tendido sobre la cama y la
mirada fija en el techo, le dio por pensar en lo ocurrido a Washington Irving
con el dibujo de Aurora. Enseguida sus pensamientos se centraron exclusivamente
en la bella joven. También en él había dejado profunda impresión. ¿Quién era
realmente? ¿Qué secreto escondía? Tenía que volverla a ver y hablar con ella.
Al día siguiente se levantaría con el alba y subiría a la colina de La Alhambra para intentar dar
de nuevo con la hermosa gitana.
No bajó a cenar y, agotado por las emociones del día,
apagó el velón de aceite dispuesto a dormir de un tirón si antes el pensamiento
de Aurora no se lo impedía, tal como se imaginaba.
Hacía rato que estaba así, intentando conciliar el
sueño, cuando sonaron los golpes de unos nudillos en la puerta de su
habitación. Medio incorporado, preguntó quién era. El posadero, desde el otro
lado de la puerta, le dijo que un señor distinguido, con aires de preocupación,
le estaba esperando abajo.
--¿Quién es ese caballero?
--No lo ha dicho. Sólo dice que desea hablar con usted
de un asunto muy especial.
--¿Viene solo?
--No. Le acompaña un hombre mal vestido.
--Dígale que enseguida bajo.
Lanjarón, sospechando quién era el caballero que
quería hablar con él con tanta urgencia, se tiró de la cama, se vistió lo más
deprisa que pudo y bajó al zaguán de la posada. Tal como se había imaginado,
allí le esperaba Washington Irving, acompañado, ¿cómo no?, de Mateo Jiménez.
Tras saludar a ambos, preguntó al escritor cómo se
encontraba.
Éste, sin cambiar el gesto de seriedad de su rostro,
pálido como el papel, orlado por sus espesas patillas y melena oscura, le
contestó:
--Eso no importa ahora. ¿Podríamos hablar en un lugar
más tranquilo? Mateo dice que conoce uno en el Albaicín más que apropiado. Se
ha prestado a acompañarnos hasta allí. ¿Podría hacerme ese favor?
Lanjarón, acostumbrado a estas aventuras nocturnas,
aceptó gustosamente y, minutos más tarde, iban los tres subidos en una calesa que
trepaba las cuestas del Albaicín tirada por un caballo. El trayecto duró poco.
El coche se paró delante de una casa, de la que salían voces de ánimo, cantos,
palmas y rasgueos de guitarras.
--Aquí es—dijo Mateo dirigiéndose a Irving--. Conozco
muy bien al dueño y les atenderá como a reyes.
Bajaron los tres del coche y Mateo llamó a la puerta, a
la vez que el coche reemprendía su marcha y doblaba la esquina próxima unas
varas más arriba.
Una luna redonda como el brocal de un pozo iluminado
derramaba su misteriosa luz fría sobre la ciudad y a duras penas alcanzaba el
pavimento del Albaicín, cuando el dueño de la casa les abría al fin la puerta.
Tras saludar a Mateo y luego a sus acompañantes, llegaron a un patio donde se
celebraba una ruidosa fiesta flamenca.
Allí se quedó Mateo, mientras el señor Lorca, que así
se llamaba el dueño del establecimiento, llevaba al escritor y al pintor hasta
una habitación tranquila y solitaria, adonde no llegaba el bullicio de la
fiesta.
--Aquí nadie les molestará—dijo--. ¿Desean tomar
alguna cosa?
--Sí—dijo el escritor--. Tráiganos abundante vino de
Málaga.
Se sentaron a una mesa de pino y el señor Lorca fue a
buscar lo requerido. Entonces Irving miró fijamente a Lanjarón y dijo:
--Empecemos, si no le importa.
--Adelante.
--Es esa joven del dibujo, la de los ojos negros. Me
gustaría saber dónde la ha conocido, de dónde viene, si vive o no aquí en
Granada. Dígame por favor todo lo que sepa de ella. Y perdone que se lo pida
así, tan de sorpresa y de modo tan urgente.
--No tiene por qué excusarse. A mí también me ha
impresionado la misteriosa belleza de esa mujer.
--No me ha impresionado su belleza.
--¿Entonces?
--Le confesaré algo, mi querido amigo. Los rasgos que
usted ha plasmado en el papel, esos ojos grandes, negros, llenos de melancolía,
el contorno del rostro de esa joven que usted ha dibujado, el hoyuelo de la
barbilla…, todos esos rasgos me recuerdan los de una persona que yo conocí hace
ya algún tiempo, y…
La llegada del dueño del local con una gran jarra y
dos vasos y un platito con pasas y nueces interrumpió las palabras del escritor,
que guardó silencio al instante como picado por una serpiente venenosa. Los dos
hombres esperaron a que aquél desapareciera de nuevo cerrando la puerta tras sí para reanudar su conversación. Antes
Irving llenó de vino los dos vasos, alzó el suyo para brindar y tras chocarlo
ligeramente con el de Lanjarón, dijo:
--Por nuestro encuentro y por …esa joven de su dibujo.
Y se echó al coleto un largo trago de vino. Su acompañante
bebió también y dejó el vaso sobre la mesa. No así el escritor, que volvió a
beber hasta acabar el vaso y a llenarlo de nuevo para seguir bebiendo. Luego
dejó el vaso ante él y con ojos ligeramente achispados miró al artista como al
amigo de quien espera sabrosas confidencias.
--Insisssto—dijo con lengua torpe--. ¿Qué sabe de la…
de esa gi… de esa joven?
--Temo que mi respuesta no le ayude mucho.
--Prue… póngame a prueba.
--Sólo sé que se llama Aurora y que está viviendo unos
días en compañía de unos gitanos. Precisamente me encontré con ellos la pasada
mañana en las ruinas que hay junto al camino del Generalife. Después de posar
todos sus miembros para mí, me despedí de ellos. Eso es todo lo que puedo
decirle.
Un tanto decepcionado, Irving bebió de nuevo y volvió
a llenarse el vaso. Sus ojos azules, soñadores habitualmente, empezaban a
mostrar el inconfundible brillo de la ebriedad, y su mirada se perdía indecisa.
--Una gitana…--balbució--, y de nombre Aurora… No
puede ser. Entonces, ¿debido a qué impulso…, debido a qué.. fuerza
sobrenatural, al ver su dibu…, su retrato, me ha venido…, he recordado el ros…,
la cara de una persona muy querida para mí?
Y bebió de nuevo. Luego su mirada erró vacilante por
entre las cuatro paredes de la estancia sin fijarla en ningún sitio. Lanjarón,
mientras se llevaba el vaso a los labios, contemplaba con tristeza el cambio de
ánimo que el escritor había experimentado en tan poco tiempo.
--Perdóneme ahora a mí por hacerle esta pregunta: ¿a
quién, si puede saberse, le recuerda la joven de mi dibujo?
Washinton Irving se pasó la punta de la lengua por los
labios, apoyó la cabeza sobre una mano para fijar la mirada en Lanjarón y, con
voz entrecortada a medias por la emoción de los recuerdos y por los efectos del
vino, dijo:
--Deje que...que le cuente algo de mí. Desde siempre... desde niño fui... he sido
siempre un... un soñador, más atento a la lectura de libros...de libros de viajes y a las
velas... veleidades de la fantasía y la ... y la imaginación que... que al estudio metódico y
concienzudo. Con decirle que...que este mi carácter solitario y soñador, junto... unido a mi
gusto por la música y el teatro, hizo que mi padre, que... que nunca me llegó a
comprender, me llamara el filo... el filósofo, se lo digo todo. Filósofo, fíjese. Menos mal que siempre me sen... me sentí apoyado por mi
querida madre, que tenía un carácter muy parecido al mío. Además gocé del
cariño de mis hermanos, de ellos aprendí a contar con... con la familia para
resolver cualquier problema que tuviera alguno de... de nosotros. ¿Por dónde iba?... Veo
que voy a perder el hilo de la historia que quiero contarle... Sí, ahora sé qué
le... qué le tenía que decir. Perdone que dé un rodeo antes de centrarme. A los quin... a los dieciséis
años di por terminada mi forma... mi formación escolar y como disyun... como alternativa a ingresar en la
universidad, esco... me decanté por el estudio de leyes; pero no, no.. por aquí no llego a
ningún sitio. Quiero... le quiero decir que... que seguí siendo un mal estudiante y ja... y nunca me llegó a gustar la
abogacía. Aún así, empecé a trabajar de oficial de... juzgado, en una oficina y a
traba... a colaborar con un hermano mío en el periódico que acababa de fundar. No sé si
entiende usted por dónde voy y... y adónde quiero llegar. Pero el caso es que, por
entonces caí enfermo, y mi familia, preocupada por este motivo, se esfor... hizo un gran esfuerzo
económico y me envió a Europa para ver si en el viejo continente hacía... me curaba. Conocí
a gente famosa, frecuenté el teatro, la... y la ópera, acudí a museos y galerías de
arte, estu... aprendí lenguas y observé la naturaleza y a los hombres y, en especial, a ellas... a
las mujeres.