Irving dejó de hablar unos segundos para tomar otro
trago de aquel excelente vino de Málaga que a las claras estaba haciendo sus inequívocos
efectos en el escritor norteamericano. Con la lengua totalmente suelta y la
razón sin el reflexivo freno propio de las cabezas despejadas y sobrias,
reanudó su charla.
--De vuelta a América, mi ex..., mi vida no cambió mucho, ni la
tomé demasiado en serio. La vida so... social me atraía más que nunca y le daba... y a ella
dedicaba todo el tiempo de que disponía. Junto con algunos de mis hermanos y
unos cuantos amigos hici..., fundamos una revista que nos reportó cierto éx...xito y
contribuyó a que yo empezara a sentir vocación por la escritu... por la literatura. Fue justo
cuando emprendí hacer una pra...parodia cómica de la guía de Nueva York. El resultado
fue un libro titulado...eso... Una historia de
Nueva York. El éxi... el triunfo fue abrumador y yo tenía sólo veintiséis años. Y ahora
viene... espere... lo que yo quería decirle. Ese éxito que había obtenido se nubló de
repente con la muerte de mi prometida Matilda. ¿A que esta fa..., este aspecto que tengo de
soltero empedernido nunca le habría hecho pensar en algo seme... en algo así? Sí, mi
querido amigo, yo también conocí un amor de esos que... que han nacido para durar toda
una vida. Mi no... mi prometida era una joven muy bella, de ojos grandes y negros, como
la joven de su pin... de su dibujo. Y de la noche a la mañana desapareció de mi vida sin
dejar rastro. De ahí mi... mi fuer... mi insistencia en saber algo más de esa Aurora, de esa
hermosa chi...gitana que usted ha tenido la suerte de eternizar en un magnífico
dibujo y que tanto se pa... se parece a mi querida Matilda.
Irving guardó silencio presa de un enorme abatimiento.
Lanjarón no sabía qué hacer para consolarlo. Bebió
otro trago de vino y se limitó a decir:
--Siento no poder decirle más de lo que le he dicho. Y
no se puede imaginar siquiera cómo me gustaría a mí también saber más de esa chica.
--Pues hay que buscarla—dijo de repente decidido el
escritor--, y cuanto antes empecemos a averiguar su paradero antes daremos con
ella. ¿No le parece?
En aquel estado en que se encontraba Irving era muy
difícil darle una contestación que pudiera satisfacerle o al menos tuviera
visos de acercarse a ello.
--¿No es mejor que esperemos—dijo por toda respuesta--
a que llegue el nuevo día para hacerlo?
--No hay tiempo que perder. Mateo, que se conoce
Granada como la palma de su mano, nos ayudará a encontrarla. Vamos.
Y se levantó decidido a dejar la habitación, pero dio
un traspiés y fue a dar contra un baúl que estaba al lado de la puerta.
Lanjarón le ayudó a recuperar la vertical y luego lo acompañó de nuevo hasta la
silla que había ocupado anteriormente. El escritor mostraba el semblante pálido
y sudoroso y respiraba afanosamente.
--Espérese aquí unos segundos mientras voy a buscar a
Mateo—dijo el pintor.
Y salió de la habitación a un pasillo largo. Mientras
lo recorría para desembocar en el patio de la fiesta flamenca, iban llegando a
él más claras y altas las palmas y las voces que jaleaban al cantaor, así como
las notas desgarradas de una guitarra.
Mateo, que a todo esto no perdía de vista la puerta
del pasillo por si veía aparecer de un momento a otro a Washinton Irving en
busca de ayuda, al ver a Lanjarón solo, salió a su encuentro preocupado.
--¿Le ocurre algo al escritor?
--Nada que no tenga remedio. Sólo está un poco cargado
de vino de Málaga. Le espera en una habitación.
El señor Lorca acudió a ver qué pasaba y Lanjarón se
lo explicó.
--Acompáñenme—les dijo--. Sé por dónde sacar al
americano sin que nadie lo vea en ese estado.
Y entró en el pasillo seguido de Jiménez. El pintor
iba a imitarlos cuando descubrió al fondo del tablao dos figuras que pareció
reconocer al punto y que le hicieron latir violentamente el corazón: Aurora,
vestida de bailarina, y el joven de las patillas y la guitarra en bandolera.
--¡Vayan ustedes!—exclamó--. Yo tengo que hacer algo
aquí. Luego nos vemos.
Los otros siguieron su camino sin prestarle mucha
atención y él se dirigió, dando un rodeo para que nadie notara su presencia,
hacia la puerta por donde acababan de desaparecer aquellas dos personas. Pero
cuando llegó a la puerta no encontró rastro de ellas. Se hallaba en una
habitación normal y corriente de tantas como aquella casa parecía poseer.
Volvió sobre sus pasos un tanto desconcertado para reunirse con Irving y Mateo,
pero al único que encontró fue al señor Lorca, que al verlo le dijo:
--El escritor está mal. Mateo se lo ha llevado a La Alhambra por la puerta de
atrás. El vino no hace falta que lo pague. Es un obsequio de la casa.
Lanjarón se lo agradeció y aprovechó la generosidad
del dueño de la casa para preguntarle por la gente que cantaba, jaleaba, tocaba
la guitarra y daba palmas en la fiesta flamenca del patio.
--Son gitanos del Sacromonte. Cada dos por tres los
contrato para que alegren a los extranjeros que visitan nuestra ciudad.
--Me ha parecido ver entre ellos a una joven muy bella
de grandes ojos negros que…
--Como no sea Aurora la muda…
--Aurora, sí.
--Pues es raro porque esta noche no ha podido venir.
--Me ha parecido verla entrar en la habitación que hay
a un lado del tablao, acompañada de un que lleva una guitarra en bandolera.
--Es su novio. Pero ya le digo que hoy no han venido
ni Aurora ni él.
Lanjarón achacó al vino aquella alucinación; pese a
eso, insistió:
--Esa joven ¿es muda de nacimiento?
--No, claro que no. Todo sucedió de un modo increíble.
¿Quiere que le cuente la historia?
El pintor asintió. El dueño le hizo pasar a la
habitación más cercana para estar más tranquilo y, una vez sentados, comenzó
así su charla:
--Fue durante una visita que antaño hizo su familia a la Torre de Comares. En un
momento en que sus padres se distrajeron, un hombre con turbante y chilaba se
acercó a la joven y le dijo que, si quería ver el tesoro de Boabdil, él sabía
una puerta secreta por la que acceder a la cueva donde se guardaban montañas de
oro y plata y joyas y piedras preciosas que habían pertenecido al rey moro y su
acaudalada corte. La chica, sorprendida ante tan extraña invitación, al punto
contestó que no y buscó enseguida a sus padres para contarles lo que el hombre
ataviado de moro le acababa de decir. Los padres lo buscaron y, al no verlo por
ninguna parte, achacaron las palabras de la chica a su carácter inclinado a la
fantasía y la ensoñación. Pero al día siguiente, después de una noche de no
poder pegar ojo por lo que le había dicho el musulmán, Aurora acudió sola a la Torre de Comares sin duda empujada
por la curiosidad, como sabe rasgo fundamental de las mujeres. Y al cabo de un
rato de estar allí, el árabe se le acercó y le dijo: “Deduzco por tu presencia que
estás decidida a ver el tesoro de Boabdil.” Y como ella asintiera, añadió:
“Entonces ven mañana a medianoche cuando la campana de la Torre de la Vela dé las doce campanadas.”
Así lo hizo Aurora, y nada más entrar en la Torre de Comares, el moro salió a su encuentro y
la invitó a que la siguiera hasta la esquina oriental de la Torre. Allí desaparecieron los
dos a través del muro como si éste fuera de agua. Una escalera descendente de
piedra excavada al otro lado los condujo durante mucho tiempo hasta una gran
gruta que había debajo de los cimientos de la construcción. Docenas de lámparas
iluminaban como si fuera de día aquella caprichosa oquedad rocosa, donde
destacaban dos montañas brillantes de objetos de oro y plata, y diamantes y
piedras preciosas de todas clases. Aurora no podía creerse lo que sus grandes
ojos negros le mostraban. El musulmán le dijo: “He aquí el tesoro de Boabdil.
Escoge lo que quieras y adórnate el cuerpo con él. Será tuyo para siempre con
una sola condición: que no digas a nadie lo que aquí has visto. Ni siquiera a tus
seres más queridos.” Aurora, obedeciendo la invitación del moro, se acercó a
una de aquellas montañas brillantes, eligió un collar de oro con incrustaciones
de esmeraldas y se lo puso al cuello. De
vuelta a la escalera de piedra, el musulmán le volvió a decir: “Recuerda que no
debes decir a nadie lo que aquí has visto si no quieres que la maldición de
Boabdil caiga sobre ti.” Pero a Aurora le faltó tiempo para contar a sus
padres, que eran muy pobres y a los que el conocimiento del lugar del tesoro
podía convertir es sumamente ricos de la noche a la mañana, lo que había
presenciado en la gruta subterránea de la Torre de Comares. Y no bien hubo acabado de
hablar, cuando el rico collar que llevaba puesto se convirtió en una serpiente
que, tras apretar fuertemente sus anillos entorno al cuello de la joven, se
arrojó al suelo para desaparecer rápidamente por una de las múltiples
resquebrajaduras que tenían las paredes de la humilde casa en que vivían. Quiso
gritar, pero no pudo: se había quedado muda. Y hasta hoy.
Emocionado por la leyenda, el pintor le dio las
gracias por todo al señor Lorca y se retiró a su posada. El día había sido
bastante agotador y necesitaba dormir un rato. Minutos más tarde antes de caer
en brazos de Morfeo planeó acercarse, ya con la mañana avanzada, a La Alhambra para hacer una
visita a Washington Irving, a quien seguramente le gustaría oír la leyenda de
Aurora la muda.
A media mañana entraba en el Palacio Real. El sol empezaba
a apretar. La señora Antonia le salió al encuentro y se adelantó a su pregunta.
--Si busca al señor Irvin, no está.
--¿Se ha recuperado?
--Gracias a Dios. Mi sobrina me ha contado que llegó
medio muerto.
--Son los efectos de una simple borrachera, señora
Antonia. Con dormir unas horas basta. ¿Y ahora dónde está?
--Ha ido con ese señor ruso de endiablado nombre y con
Mateo a las ruinas que usted mencionó ayer a buscar a una persona.
--Pero ese Mateo ¿no es un hombre casado y con hijos?
--Con siete nada menos. Pero no hace más que decir que
necesita el dinero para darles de comer y el señor Irvin le paga bien sus
servicios. Dice que le ha prometido una buena cantidad a cambio de las leyendas
que le ha contado de La
Alhambra , con las que el escritor piensa hacer un libro que
publicará muy pronto.
--Les esperaré aquí, si a usted no le importa.
--Claro. De nuevo Lorenzo va a apretar hoy de lo
lindo. ¿Le digo a Dolores que le traiga una limonada?
--Con el botijo me conformo.
Mientras duró la espera, Lanjarón dibujó a la tía
Antonia sentada en una silla de anea y con botijo en el regazo. Cuando hubo
terminado, se lo enseñó. Al verlo, la buena mujer, le dio un beso.
--Es usted un genio, hijo. ¿Lo convertirá en cuadro
para su exposición?
--Estaré encantado de ello.
--¿Piensa dibujar también al señor Irvin?
--Si lo consiente, claro que sí.
Al poco rato aparecieron el escritor y sus
acompañantes, y al ver el primero el dibujo de la señora Antonia, alabó la
labor del pintor. Éste se lo agradeció y
acto seguido le preguntó si su búsqueda en las ruinas había obtenido resultado
positivo. Irving le respondió decepcionado que ninguno.
--¿Ha venido a hablar conmigo de ello?—añadió.
--De algún modo, sí.
--Pues hagamos una cosa. Me ausento unos instantes a
refrescarme un poco y enseguida me reúno con usted en esta misma estancia.
Y mientras desaparecían el príncipe ruso y el escritor
por un lado, y Mateo Jiménez por otro, la tía Antonia pidió a su sobrina que
preparara un refrigerio para dos personas.
Poco más tarde se hallaban los dos sentados a una mesa
de mármol cubierta de frutas y limonada hablando de la bella joven gitana.
Lanjarón le contó la leyenda que a su vez le había referido el señor Lorca
sobre Aurora la muda, y el escritor quedó profundamente impresionado.
--Bellísima historia—dijo--. La incluiré en mi libro
de los cuentos de La Alhambra. De
este modo eternizaré a Aurora, que tanto me recuerda a mi querida Matilda.
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