Gracias le doy a vuestra merced por recordarme a la
vez la anécdota relacionada con mi primer maestro Herrera, y el divino cuadro
salido de sus manos y que he admirado siempre como modelo de buen hacer. En él
se encuentra lo mejor de nuestra pintura sagrada, sin desmerecer obras de Murillo,
Ribera o Zurbarán, entre otros. De dicha obra aprendí a distribuir las figuras
en el espacio, a conjuntar el colorido, la composición... Los plateados y
dorados de los angelitos y las casullas y tiraras de los santos Leandro e
Isidoro, que envuelven la escena central, son increíbles, como el blanco de la
nube sobre la que flota la figura del mártir, con el azul de su vestido y el
rojo de su manto, que sirven para destacar estratégicamente al protagonista de
la historia de todos los demás…, sin olvidar la simbología de los dos ángeles
que flanquean a San Hermenegildo, uno portando las cadenas de los
encarcelamientos que sufrió y otro el hacha que lo decapitó finalmente… En
suma, ¡un cuadro religioso excepcional en nuestra pintura!
Y ahora paso a contestar a vuestra merced la petición
que me hace. Ya le dije que mi aprendizaje con Pacheco fue mucho más sereno y
pacífico que con Herrera el Viejo. Si bien debo reconocer desde el principio
que como pintor, este último era superior a Pacheco, que más bien era un
escritor y humanista que entendía de pintura y lograba transmitir fielmente el
amor por el arte pictórico a sus discípulos.
Sin embargo, no vaya a creer vuestra merced que todo
en su taller era un camino de rosas, pues en el contrato que hizo firmar a mis
padres, me comprometía a hacer allí las más diversas tareas, rayanas muchas de
ellas con el servilismo, todo hay que decirlo. Desde barrer el obrador a
ejecutar los recados que me encomendaba el ama de casa, pasando por tensar
lienzos, armar bastidores, calentar colas, moler pigmentos o decantar barnices,
que eran más propios de alguien que se va a dedicar al oficio de la pintura.
Sufrí lo mío antes de llegar a alcanzar el siguiente grado consistente en
auxiliar al maestro en la realización de la obra propiamente dicha, si bien se
trataba de hacer las tareas menos importantes, como rellenar ciertos fondos o
pintar algún cacharro que otro, flores y pliegues de ropajes.
Hasta que a los dieciocho años aprobé el examen de
maestro, toda la escala del aprendizaje la viví con Pacheco, que, como ya le
dije en otra, fue mi suegro y abuelo de mis dos hijas. Asimismo me concedió
desinteresadamente su ayuda, primero, para, como le dije, montar en Sevilla mi
primer taller de pintura y empezar a ganarme algún dinero con encargos de
miembros de la iglesia y otros particulares que mi suegro conocía, y, segundo, para
poder realizar mi sueño dorado que era viajar a la Corte en busca de fortuna,
habida cuenta de que el valido del Rey, Gaspar de Guzmán, conde-duque de
Olivares, era sevillano y acostumbraba ayudar a los artistas de la tierra.
Y aunque pude, con la mediación de Fonseca, que era
sumiller real, apreciar con aprovechamiento las pinturas venecianas que se
exponían en los palacios de Madrid, y logré retratar al capellán del Rey y
poeta famoso don Luis de Góngora y Argote, no conseguí en aquel mi primer viaje
a la Corte mi
verdadero propósito de retratar a Su Alteza el rey Felipe IV, que Dios proteja.
Y ahora que voy a cerrar esta carta y teniendo aún en
la mente el nombre de mi suegro y maestro, creo recordar que en la vida de
vuestra merced hubo otro Pacheco que le reportó algún que otro disgusto.
Corríjame si no es así.
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