miércoles, 30 de abril de 2008

HILO DIRECTO CON DIOS

GUERRERO, UN CONSERJE ESPECIAL

También se jubiló un conserje un año antes de la obligada estampida de profesores del Colegio, justo el año en que el "Extremeño" pasó el calvario de la biblioteca. Este conserje se apellidaba Guerrero y realmente hacía honor a su apellido pues perseguía durante todo el curso con un celo verdaderamente singular a los alumnos que no habían pagado la llave de su taquilla. Cumplía asimismo las tareas más rutinarias como si le fuera en ello la vida; una de ellas consistía en pasar por las clases recogiendo la lista de los alumnos ausentes y luego comprobar si a lo largo del día alguno de ellos había llegado por fin al Colegio. Pues bien, si el encargado de curso no se percataba de ello, Guerrero procuraba sin el menor atisbo de desánimo buscarle por todo el Colegio para comunicárselo. Era soriano y muy simpático. Tenía un nieto que se metía con él porque era del Barça. Se había empeñado inútilmente en que el niño se aprendiera de memoria la alineación del equipo culé. Se pasaba el día hablando del “jodío” niño, guapo como un sol pero cabrito como su padre, merengue de toda la vida, como Antonio de Pedro. Iba mucho por el despacho del "Extremeño" para tomarle prestado el periódico, cuya sección de Deportes leía de cabo a rabo cuando todas las tareas del Pabellón estaban ya cumplidas y requetecumplidas. Existía un pacto secreto entre conserje y profesor, que, por cierto, se llevaban a las mil maravillas. De ahí que el "Extremeño" supiera tantas quisicosas del Colegio; en cuanto ocurría la menor, Guerrero hacía de correveidile y Antonio de caja de resonancia para nuestro grupo. Se llevaban tan bien los dos y había tanta confianza entre ellos, que el conserje hacía partícipe al profesor de todas sus inquietudes personales y laborales. Cuando hablaban del sexo y de su práctica, el simpático conserje se rascaba una oreja y le decía con un tono de voz que emocionaba:
“Recuerdo que eso me gustaba mucho, señor de Pedro.”
Respecto a las putadas que los gerifaltes del Colegio le hacían, como obligarle a recoger los papeles del suelo de todo el Colegio, colocar las sillas del Campo de fútbol cuando tenía lugar la Fiesta Deportiva o las del Polideportivo en la Fiesta de Navidad de los padres y alumnos, entre otras, solía decirle filosóficamente al "Extremeño":
“Tras cornudo apaleao”.
Al profesor amigo le confesaba, abundando en el tema, que en su garita a la entrada del Pabellón se sentaba a veces sobre una garrafa. Asombrado el "Extremeño" le preguntaba:
"¿Y eso por qué?"
A lo que el conserje respondía mientras esbozaba una sonrisa:
"Para acostumbrarme a no notar nada extraordinario el día que me den por el culo."
Era también culto y le gustaba leer. Recuerdo que a veces me pedía las Poesías Completas de Antonio Machado para repasar los poemas que el poeta sevillano dedica a Soria, que como ya he dicho era la patria chica del conserje, y en más de una ocasión me recitaba, con más voluntad que acierto, y para pagar de algún modo el favor que le hacía al prestarle los libros, los versos conocidos de:
“He vuelto a ver los álamos dorados,
álamos del camino en la ribera
del Duero entre San Polo y San Saturio,
tras las murallas viejas
de Soria – Barbacana
hacia Aragón en castellana tierra...”
En especial, cuando volvía de las vacaciones, que pasaba en su tierra.
Hace poco lo volví a ver en Sabadell, donde el viejo conserje vive su gozosa jubilación. Estaba en una plaza de la Rambla acompañado de un niño.
“Es mi nieto”, me dijo señalándolo, “el cabrito merengue que no quiere aprenderse ni pa Dios la alineación del Barça. Pero ¿ve?, el jodío es más guapo que el sol.

EVOCACIÓN DE PICASSO EN BARCELONA

En aquel tiempo se le puso a Picasso azul el alma.
El cielo sobre el mar era un gran palio
extendido sobre diosas y dioses callejeros,
que famélicos rezaban y vivían para él.
Maternidades solas,
con una flor sangrando entre las manos,
pisaban la rosada carne humilde
de la arena callada. Barcas de hambre
esperaban zarpar hacia la vida
en medio del amor que da la muerte.
Familias desahuciadas
sembraban en las olas sus fríos de milenios.
La vida basculaba entre esas orfandades
de almas azules y dedos manchados de óleo puro.
La amistad era huérfana en la Barceloneta
entre olores a lluvias y a pescado,
en plazuelas donde la luna
derramaba sus flores de monedas."

martes, 29 de abril de 2008

UNA HISTORIA DE PACO

Al llegar a casa del Instituto un día de febrero de 2008, mi mujer me dijo que el “Extremeño, un viejo compañero de trabajo del primer colegio donde trabajé y que hoy en día está jubilado, había llamado por teléfono muy pronto por la mañana para dar una mala noticia: Paco, un viejo amigo y compañero del Colegio, había muerto la noche pasada de un infarto. Añadió que más tarde, cuando supiera en qué tanatorio se expondría su cadáver, volvería a llamar. Como era hora de comer, marqué el número del “Extremeño para hablar con él. Me dijo que aún no sabía nada sobre el tanatorio y me adelantó que a Paco se le había roto la aorta y que se había quedado muerto en la mesa de la operación urgente a que lo habían sometido los médicos del Clínico. Añadió que, como donante, a Paco le estaban extrayendo los órganos y que sus familiares dudaban entre dos tanatorios para exponer su cuerpo: el de Les Corts y el de Sancho Dávila. Concluyó con la voz cortada por la emoción que en cuanto supiera algo me volvería a llamar. Le dije que yo tenía clases por la tarde en el Instituto pero que mi mujer se quedaba en casa para recoger cualquier recado y le sugerí ir juntos al tanatorio escogido al salir de clase.
Y así lo hicimos. Fue un duelo. Allí estaban los amigos de siempre con los ojos rojos de haber llorado. Y su mujer y sus hijos, vivamente emocionados por la amistad que su esposo y padre había sabido infundir entre tanta gente. En un aparte el hijo mayor me dijo que su padre durante las últimas semanas había estado escribiendo unos recuerdos sobre su paso por el Colegio donde ambos habíamos sido profesores antes de que pasáramos a ejercer la enseñanza en centros estatales, recuerdos que quería que tuviera yo, en caso de que le ocurriera algo. El chico añadió que, en cuanto pasaran los días de luto, me lo haría llegar por correo.
Los días que siguieron al entierro de Paco se me hicieron larguísimos hasta que a principios de marzo recibí la notificación de un envío. Con los nervios desatados pasé por la estafeta para retirar el paquete que venía a mi nombre. Era en efecto lo anunciado por el hijo del difunto. Eran dos cuadernos manuscritos con aquella letra limpia y seria de mi amigo y compañero.
En el primero había apuntes sobre su vida y su tierra, Olite (Navarra). El segundo manuscrito contenía muchas hojas en blanco y algunas notas sobre Historia del Arte, asignatura que Paco había enseñado en el Colegio y por la que había sentido siempre verdadera devoción.
Durante días estuve ojeando aquellos escritos de mi amigo y, al final, decidí escoger algunos para empezar a enviarlos a algunas revistas, cuyos directores conocía, para pedirles que los publicaran. Hubo un trabajo, el titulado El perro de Goya, que mereció los aplausos de Sérvulo, el director de Artes Secretas, una publicación trimestral que se había especializado en misterios relacionados con la literatura y el arte.
El escrito en cuestión empezaba de la forma más peregrina. "Un aficionado a frecuentar el Rastro de Madrid en busca de rarezas escritas encontró un día un cartapacio con papeles al parecer escritos en las dos primeras décadas del siglo XIX en la capital de España. Este aficionado al Rastro tenía un amigo extraño, mezcla de bohemio y erudito, al que le mostraba todos sus hallazgos, la mayoría de escaso o nulo valor. Pero cuando el amigo erudito tuvo entre sus manos los papeles del cartapacio, su rostro palideció. Acababa de descubrir la firma del pintor Francisco de Goya al final de una de aquellas hojas..."
--Con esto—dijo cuando recuperó el habla—te harás rico.
Al poco tiempo, varias editoriales mostraron su interés en comprar al visitador del Rastro madrileño la joya escrita de su propiedad. Aconsejado por su amigo erudito, firmó un contrato sustancioso con una de ellas y hasta el presente no deja de recibir cantidades suculentas de dinero por los derechos de propiedad del escrito.
Ya va siendo hora de que demos cuenta del contenido de El perro de Goya. El pintor aragonés se había trasladado a Madrid en 1775 donde empezó a trabajar en la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara, cuya sección pictórica estaba a cargo de Bayeu. Éste le encargó la realización de cartones para unos tapices que decorarían las habitaciones del futuro Carlos IV y su esposa María Luisa de Parma en el Real Sitio de San Lorenzo de El Escorial. El motivo principal era la caza y en casi todos los cuadros figuraban los perros, animales por los que Goya sentía veneración. Fue tanta la fama que el pintor obtuvo por aquel trabajo, que los nobles le invitaban a sus fiestas y cacerías, actividad a la que Goya era gran aficionado, y su pintura era la más cotizada de Madrid. Tanto que en 1786 fue nombrado pintor del rey con un sueldo de quince mil reales. Entre ese año y los dos siguientes pintó cinco versiones de Carlos III cazador. Cuando el monarca murió y accedió al trono su hijo Carlos IV, éste le encargó varios retratos de él y de la reina para ser expuestos durante su proclamación. Los monarcas quedaron tan satisfechos con la labor del pintor que éste fue nombrado pintor de cámara, siéndole concedido el título de excelencia. En 1792 sufrió una grave enfermedad, causada por la inhalación de las sales de plomo de las pinturas, que lo dejó sordo para el resto de su vida. Y su salud se volvió precaria, cosa que no le impidió ser nombrado en 1795 director de la Academia de San Fernando. Ese mismo año conoció s los duques de Alba, para quienes trabajó y de cuya duquesa se enamoró tan perdidamente que cuando Cayetana enviudó y se retiró a Sanlúcar de Barrameda, Goya la visitó y pintó en varias ocasiones. En 1797 dimitió de su cargo de director por discrepancias con los planes de estudio de la Academia. Por entonces la sordera del pintor se acentuó tanto que el artista se encerró en sí mismo desatando libérrimamente su imaginación y enriqueciendo su vida interior. Fruto de esta última actitud fueron más de ochenta aguafuertes, a los que tituló Los caprichos, colección de obras en la que Goya critica con acidez la ignorancia y las supersticiones de la sociedad de su época. Se trata de escenas fantásticas y violentas que, al ser conocidas, fueron denunciadas ante el tribunal de la Inquisición. Aun así, continuó adelante con su modo de concebir el arte y, por ejemplo, a partir de 1800 empezó a aplicar en sus retratos valientes soluciones para la composición de los cuadros o la postura de sus modelos. El caso más singular fue La familia de Carlos IV, que se presentó en 1801 y, por lo que parece, aunque el cuadro agradó a la familia real, Goya no volvió a recibir ningún encargo hasta siete años más tarde. Entonces tuvo lugar la invasión napoleónica y, en contra de toda lógica, el pintor juró fidelidad a José Bonaporte, hermano del invasor. Y hasta colaboró en la selección de cincuenta cuadros que serían llevados a Francia como botín de guerra. Sin embargo, su alma se dividió entre las ideas liberales del bonapartismo y el sufrimiento de los patriotas que se resistían luchando a la ocupación francesa, como lo muestran algunos de sus cuadros como El 3 de mayo en Madrid o La carga de los mamelucos, entre otros. Más tarde dedicó a las consecuencias luctuosas de la guerra otros ochenta grabados al aguafuerte que títuló precisamente Los desastres de la guerra, los cuales mantuvo inéditos porque temía que su alto contenido satírico y anticlerical despertara la reacción de Fernando VII, que había recuperado el trono en 1814 y que estaba suprimiendo los restos liberales del bonapartismo. Cinco años después compró la quinta que el pueblo llamaría del Sordo, que se levantaba a orillas del Manzanares, y allí se mudó. En sus paredes pintó al óleo una serie que llamó Pinturas Negras. Y aquí es donde sale el cuadro titulado El perro. El cuadro ocupó la sala del primer piso y el motivo primero era una escena cruel en la que un perro, situado en la parte inferior izquierda, mira con terror cómo un hombre, de aviesa mirada y armado de un garrote, se dispone a descargar el golpe sobre el pobre animal. El pintor lo pintó no sin mucho convencimiento aunque deseoso de acabar con la atroz costumbre de cieros amos de deshacerse de su perro cuando éste se vuelve inútil para sus planes, ya pensando en las labores de la caza, ya de simple guardián de sus bienes. El caso fue que, una vez acabado el cuadro, a Goya la simple vista del animal amenazado por la insensible porra le horrorizaba tanto que no podía pasar por la sala de la pintura sin sentir escalofríos. Así que un día, cogió la paleta bien cargada de pintura y, a grandes brochazos, cubrió de tonos anaranjados el hombre amenzazador de la derecha, dando lugar a una especie de atmósfera encendida y aborrascada, como si de un cielo tormentoso se tratara. Luego, hizo lo mismo con el cuerpo del can, cubriéndolo con una mancha morada teñida a trechos con aguas naranjas y dejando sólo al descubierto su cabeza, con esa mirada entre suplicante y aterrorizada que llama poderosamente a la piedad del espectador. Horas estuvo aplicando pintura en lo que quedó finalmente como parte de una colina que oculta el cuerpo del perro y más horas aún en el resto del cuadro, el que ocupa más de las tres cuartas partes del mismo y que corresponde al cielo amenazante, hacia el que sigue mirando con inquietud el pobre animal. Sin embargo, a un buen observador no se le puede escapar la silueta velada de la derecha del cuadro (parece como si la sombra del hombre castigador siguiese amenazando al perro desde el Más Allá).
Hasta aquí el texto de El perro de Goya.

HILO DIRECTO CON DIOS

ALBERTO AGUIRRE Y SUS AFICIONES

En todo el tiempo que estuve trabajando en el Colegio, y fueron casi treinta años, como ya he dicho, ningún compañero se jubiló a su edad, salvo un curioso navarro llamado Alberto Aguirre, profesor de Matemáticas asignado al Pabellón del Almendro. El día de su despedida los gerifaltes del Colegio le prepararon un pequeño homenaje que consistió en una cena fría y la entrega de un Diploma reconociendo al profesor su entrega al Colegio. Tras la pequeña fiesta y los brindis correspondientes, Espejo le leyó unos versos que había escrito expresamente para el homenajeado.
“Hay pocas cosas tristes en la marcha,
tal vez dejar las cosas sobre el tiempo
como sobre el mantel de los olvidos
o sobre el largo río del silencio,
tal vez dejar un hábito, un trabajo
que se hizo humanidad entre los dedos.
Pero el recuerdo y la nostalgia surten
de milagrosas aguas el venero
que sigue alimentando las raíces
en nuestro tronco abierto a cielos nuevos.
Y así, un papel doblado en el bolsillo,
un horario, una nota, un libro viejo,
la mancha de bolígrafo en un traje...
te evocarán el alma del Colegio,
el ruido de las aulas o la risa
de una urraca posada en el sendero.
Y seguirás anclado de algún modo
al mar de la enseñanza aunque estés lejos”.
Alberto Aguirre era un sabio, conocía a la perfección la asignatura que enseñaba o intentaba enseñar. Pero como profesor y pedagogo tuvo siempre serios problemas con la propia didáctica de las clases. No lograba establecer entre él y los alumnos el hilo especial de unión necesario para que una clase funcione, de modo que a duras penas se hacía entender por los alumnos. Tal vez una de las razones fundamentales se hallara en el hecho de que utilizaba un vocabulario excesivamente elevado para los chicos. Yo lo comparaba en eso con Claudio de la Rosa. Así que, cada lección acababa siendo una lucha contra la disciplina y la atención de los chicos. Alberto era consciente de ello, y hay una frase suya que lo testifica. Cuando un día en que, preocupado por algún problema que habría tenido en clase, le vi especialmente serio a punto de coger su sempiterna maleta para acudir a otra clase, le pregunté qué clase tenía a continuación, intentó velar su inquietud con una forzada sonrisa y me contestó:
“Ahora tengo clase contra COU”.
Contra COU. Me dio un poco de pena la veraz respuesta del navarro, aunque todos sabíamos que sus clases eran contra todos los cursos. Creo que su problema capital era la poca autoridad que lograba imponer en el aula y el casi nulo respeto que le mostraban los cabritos de los alumnos. Y eso que solía vérsele siempre fuera de las clases hablando con los chicos, que acostumbraban consultarle todo tipo de cuestiones. Sin embargo, las consultas de los alumnos solían estar disfrazadas de esa proverbial picardía que caracteriza a la mayor parte de la adolescencia; consultas que, contra todo pronóstico, el profesor no sabía apreciar y que nada tenían que ver con la asignatura, sino con alguna de las aficiones favoritas del matemático, que eran, sobre todo, tres: el pisto, el ajedrez por correspondencia y el piano.
Alberto Aguirre era muy buena persona, pero para la enseñanza no estaba suficientemente dotado, como ya queda dicho. Aunque ¿quién lo está hoy en día ante las masas de estudiantes que llegan a las aulas desmotivados y con ganas de armar gresca a la primera dificultad que encuentran, ya sea en la comprensión de las lecciones del libro del texto, ya en la exigencia que conlleva estar atento más de diez minutos seguidos a las explicaciones de un absoluto desconocido que, envestido de una autoridad que no reconocen, se esfuerza por enseñarles lo que no quieren aprender? Pero esa es otra historia.
Alberto Aguirre ya es también historia y son historia su forma de actuar en clase y los disgustos que se llevaba el hombre al descubrir, por ejemplo, que alguien le había abierto el maletín donde llevaba los exámenes y había causado que todo un curso obtuviera en la prueba sólo nueves y dieces. A esto aducen algunos colegas que lo conocieron tan bien como yo o que compartieron despacho con él que en el aula alardeaba delante de los chicos desafiándoles a que intentaran averiguar la combinación de su maleta a partir de unos cuantos datos y una fórmula matemática que les proporcionaba. Claro está que algún alumno avispado lograba resolver el enigma y, ayudado por quienes siempre están dispuestos a aprobar con la ley del mínimo esfuerzo, conseguía hacerse con el examen original, hacía las copias suficientes y luego retornaba la prueba a la maleta lo más rápido posible y con el mismo sigilo con que la había extraído de ella.
Alberto Aguirre, por otro lado, amenizaba las fiestas de Navidad de los profesores, interpretando al piano alguna pieza de Beethoven o de Saint-Saëns, por quien sentía verdadera devoción. Y en cuanto a sus charlas sobre ajedrez, a más de uno dejaba boquiabierto. Lo del pisto era otra cosa. Decía que casi todos los platos podían ser acompañados con ese guiso hecho a base de productos del huerto fritos. Algunos colegas zumbones, entre ellos el "Extremeño", arremetían contra él diciendo que los huevos fritos con pisto suelen producir graves enfermedades de estómago, así que lo mejor era que se anduviese con cuidado. A pesar de los avisos, con sorna o sin ella, el caso es que Alberto Aguirre padeció durante una temporada principios de úlcera y, según él, su plato favorito era huevos fritos con pisto. Sea lo que fuera, el curioso profesor navarro en cuanto veía que en el menú del día había pisto, se ponía las botas repitiendo varias veces su paso por la barra para que las cocineras le pusieran en el plato más cantidad de su plato favorito.

lunes, 28 de abril de 2008

COSECHA AGRIDULCE

I

Lo peor del regreso

Lo peor del regreso fue volver
a ver la casa sola en la plazuela,
en medio de las otras aún vividas,
con los balcones ciegos, el tejado
amenazando ruina y las ventanas
y las puertas clavadas con olvido.
Lo demás se reía en torno nuestro,
el río, el puente, el cielo, las murallas,
el vino en las tabernas...Todo ajeno
a nosotros marchaba sin nostalgia.
Decían en el barrio que las cuatro
paredes de la casa algún mal día
se alzarían formando un restaurante,
un hotel o un asilo... Herida el alma,
soñábamos con ansia, deseábamos
que el recuerdo olvidara sus manías
y mantuviera perenne el mundo aquel
en que fue dulce Arcadia nuestra casa.
Ilusión de poeta, siempre vuelo
de nube vaporosa, esencia inútil
de humo tras el fuego, como el mundo.


Teatro

Brazos de amor sobre el dolor de antaño.
Sangre mezclada con aplausos.
Eurípides, Jasón, Medea, coros
y máscaras de mitos que en amargos
abrazos os mezcláis también con dioses
impíos, despistados.
Desde la alta terraza del Pretorio os conjuro
a que la espada del luto no abra tumbas
entre hijos y padres,
entre esposas y esposos...

Fémures de columnas,
capiteles traídos a traición
para morder el césped sin descanso,
entre bravos cipreses
cansados de dar sombra
a memorias de fuegos extinguidos.
y dioses fragmentados.

Jasón sigue la pauta de los mitos
y Medea obedece a las espadas.
Triunfa el dolor de nuevo y se hace antiguo
el rito de los celos entre máscaras.

Medea escribe a solas la gran sombra:
VENGANZA. Permanece
un pellizco de luto en el estómago
mientras un tren de cercanías, lento,
nos devuelve a los usos cotidianos.


Azar interior

Cuando cambia la música que alienta
la luz de nuestros cuerpos
despertando dolores olvidados,
cuando el verso más lírico de amor
cede el paso a la prosa del instinto
y el barro sólo es barro sin su duende,
columpios de la sangre,
vanos mares que rompen playas dulces
en sórdidos vaivenes.
Cuando Dios se aparta más de los caminos
por donde transita el hombre
haciéndose más sordo, más distante,
poniendo más difícil la sonrisa
y más fácil la duda... Entonces debe
seguir el corazón su río oscuro,
el azar interior que no le engaña.
Tal vez así, a relámpagos,
a ratos de poema,
venga un poco de luz en el vagón
perdido en los andenes
y el corazón acierte con la boca
del metro más cercana.




Declaración de principios

Vivir este presente, esta caricia
de invierno y de cerveza, estos donaires
de andamio consentido y cama alegre
donde el amor es cómplice del sexo.
Usar la voz de aquí, el gesto de ahora,
comprobar que la trama de la vida
no es alma de novela:
sólo huella y rastro y gesto y canto
de latido presente,
sencillo compromiso con la esencia
de ser antes que nada flor que muere,
fuego humilde que arde con la leña
que el día le depara con segura
certidumbre final de ser ceniza.

Y aprender del paso cotidiano
que todos somos barros en los dedos
del tiempo o de algún dios
que nos puso de pie una mañana.
Y sin embargo, crecer con madurez
de uva que algún día será vino.
Mientras nos va tejiendo verso a verso
el poema irrepetible
de derrotas y triunfos que es la vida,
cuando la infancia es siempre
y empuja la espiral hacia el futuro,
que a la vez es lealtad a los cimientos.


Estanque

El banco favorito. Y el estanque.
Los llantos de las tórtolas en el pinar vecino.
El aire acariciando los habanos
de las inquietas espadañas. Era
la tarde, el tiempo vivo.
Y nosotros, testigos del presente.
Como dioses. Sin pecado o condena.
Alimentándonos
con nuestro propio éxtasis.

Ni antes ni después,
la hora exacta, ésta
del agua que se empina en la espadaña
y del árbol que devuelve a la tierra
la esencia universal, total, del cielo.
Hora mágica y justa en que el labio enmudece
para que se oiga sólo la palabra
de la mañana niña, ésta que juega
con el sexo impoluto del nenúfar
y la pasión fogosa de la acacia.


Playa

Baila el mástil sobre el lomo del mar
y las gaviotas escriben en la arena
el mensaje del sol.
Sobre la piel irradia
el calor de este mayo que se esfuma
hacia el verano cada vez más próximo.

Mi sombra con su sombra
pegadas a la arena:
voz y silencio de la luz que aguarda.

El tiempo es un reloj que sólo sueña
en el beso lineal de sus agujas,
en el beso total de nuestras sombras.
Baila el mástil ausente.
Y de la arena, fuego rosa que besa,
Las gaviotas se esfuman en cenizas.


Desde el espejo

Porque sin duda la verdad del hombre
es este niño
que nunca quiso ser los ojos tristes
que le miran con miedo desde el fiel
e insobornable espejo.
Aquella otra verdad acaba ajándose,
aquella otra verdad que nos llovía
de manos de aquel Dios que nos miraba
jugar con la inocencia y se reía
y no decía nada, como siempre,
mientras ya la impaciencia nos echaba
inexorablemente al mar de los adultos.
Demasiada verdad para este niño
que nos sigue mirando desde el fiel
e insobornable espejo.

EL HOMBRE DEL ABRIGO DE TERCIOPELO

James Mattew fue siempre de baja estatura y de rasgos juveniles. Esto, unido a que poseía un carácter muy infantil, le hizo parecer siempre un niño a los ojos de los demás, y eso que vivió hasta los setenta y siete años. Le gustaba fantasear y jugar con los niños para, según decía, no envejecer nunca ni parecerse a los enfurruñados adultos con los que a veces se veía obligado a convivir. Otra cosa que hacía para conjurar el tiempo era leer incesantemente libros de aventuras y fábulas que lo instalaban en ambientes idílicos y felices, tan distintos y hasta opuestos a los que diariamente tenía que vivir. Los que trataban de viajes a lugares exóticos y presentaban vidas de solitarios y náufragos que, contra cualquier inconveniente real, esgrimían soluciones ingeniosas para salir adelante. Uno de los libros que había leído más veces fue “Robinson Crusoe”. Al principio fue su madre quien se lo leía de muy niño, pero en cuanto aprendió a leer ya no se separó nunca de la obra que había escrito otro famoso escocés, Robert Louis Stevenson, y lo tenía a mano en la mesilla de noche junto a su cama y se lo llevaba en la cartera cuando tenía que ir a la escuela y más tarde, en la maleta, con motivo de realizar algún viaje. Pero el tiempo pasaba sin contar con James y llegó el día de ingresar en la universidad a realizar sus estudios. Tenía diecinueve años, y una tarde fría en que había nevado y convertido a Edimburgo en una gigantesca tarta de nata, caminaba distraído por la calle, pensando en duendes, indios o piratas. Al torcer una esquina, tropezó con un hombre que caminaba distraído como él. Se disculparon ambos, y entonces James se fijó en la ropa que llevaba el otro. Un gran abrigo de terciopelo lo cubría totalmente. Al momento pensó que era uno de esos dandis que se pasan la vida vegetando y sin dar ni golpe sólo porque al nacer han tenido la fortuna de ser hijos de poderosas familias que antes de abrir la boca satisfacen sus deseos. El hombre del abrigo de terciopelo, que ha adivinado el pensamiento de James, para contradecir sus reflexiones, lo invitó a una taza de té caliente en un bar cercano y a charlar amigablemente.
Allí dentro y ya sentados a una mesa y con el té humeante ante ellos, los primeros pensamientos empezaron a cambiar en la cabeza de James. Su acompañante, despojado de su abrigo de terciopelo, parecía otro bien distinto. Aunque se le veía bastante mayor que el universitario, el rostro del hombre era juvenil y en su mirada había brillos bondadosos. Por lo que James dejó que se esfumasen del todo sus prejuicios, y más cuando el recién conocido le dijo que sabía ya lo que había pensado de él nada más verle enfundado en el abrigo de terciopelo, pero que el hábito no hace al monje. James al punto se sintió avergonzado, pero el hombre lo calmó diciéndole que no era el primero que reaccionaba así al verlo. “Así como me ves”, continuó diciendo el hombre, “soy más sencillo que el suelo, que todo el mundo lo pisa, y tan misterioso como el cielo, que aunque todo el mundo puede verlo nadie sabe qué vendrá de él a la hora siguiente, si sol o nubes o lluvia o esta nieve que ha pintado de blanco la ciudad en poco tiempo. Y fantaseador de historias. Quiero decir que me gusta contar aventuras de todas clases, que suelen ser inventadas.” Al oírle decir aquello, James estuvo a punto de confesar su secreto, que no era otro que el del hombre del abrigo de terciopelo, o sea, el de inventar cuentos. Pero no le dijo nada, se limitó a escuchar a aquel hombre, que hablaba y hablaba de hombres solitarios y valientes que sabían salir de sus propias trampas y de las que los demás le tendían. Era muy culto y había visitado casi todas las librerías y bibliotecas del país.
A James, después de aquella jornada memorable, nunca se le olvidó la cara, la mirada y la voz ingeniosa de aquel hombre que siempre fue para él el hombre del abrigo de terciopelo. Hasta que años más tarde vio su figura retratada en un periódico y al pie esta frase: “El escritor Robert Luis Stevenson” Era él, el autor del libro que más había leído en su vida y a quien admiraba tanto. Y cuando él mismo puso su nombre, James Mattew Barrie, debajo del título de su libro más conocido, “Peter Pan y Wendy”, recordó con nostalgia aquella charla que había mantenido con uno de sus maestros.

LA EDUCACIÓN LECTORA DEL FRANQUISMO

B) LIBROS DE LECTURA

Eran años aquellos en que los libros de lecturas para chicos y chicas, graduados según las dificultades de los textos y la edad de los lectores, incluían cíclicamente lecturas que se referían a la vida de familia en el hogar, a la escuela considerada como prolongación de la casa, a momentos agridulces vividos en familia, la muerte de un ser querido, la primera comunión, el santo de la abuela...; también había cuentos entrañables que recordaban festividades vividas en familia como la Noche de Reyes o, simplemente, recordatorios de las narraciones que oíamos desde muy pequeños, siempre basadas en los clásicos de Perrault o de los hermanos Grimm (¿quién no ha oído mil versiones y tratamientos, por ejemplo, del Gato con botas?). En dichos libros se incluían también poesías que tenían que ver con el hogar, y ahí figuraban poemas de Fernández Grilo, la Reyerta infantil, de Juan de Dios Peza o La muñeca, de Vital Aza, y relatos que nos ponían en contacto con otros países, cuanto más lejanos mejor (Japón, Alaska, Estados Unidos); y no faltaban, por supuesto, referencias a figuras y personalidades históricas que habían hecho de España nuestro común hogar (Fernando III el Santo, Cristóbal Colón, Alfonso X el Sabio); cerraban la lectura con broche de oro los santos españoles que habían convertido su personal camino del cielo en nuestro eterno hogar (San Tarsicio, Santa Casilda, San Juan de la Cruz). Ejemplos de ello eran los libros que Ediciones Jover publicaba en Barcelona en los años sesenta: Amigos, que constituía un primer grado de lectura, y Hogar, el libro de lectura normal.
O los de Mantilla, que era una serie de libros de lectura, también de Barcelona, aunque algo anteriores que los dos citados. Analizando, por ejemplo, el Libro de lectura número 3, vemos entre los Trozos escogidos en prosa Máximas y aforismos, Trozos sacados de los Evangelios (de San Mateo y San Juan), Anécdotas (Amor a la Patria, Amor filial...), textos de autores sobre los más diversos temas de interés para los chicos, como “La lectura”, de Balmes, “El rico y el pobre”, de Feijoo, “El amor”, de Mateo Alemán, “La arquitectura árabe”, de Pedro de Madrazo, “Elegancia de la lengua castellana”, de G. Garcés, o el “Discurso de las armas y las letras”, de Cervantes.
La segunda parte se titula Poetas españoles e hispanoamericanos, y éstos son algunos de los poemas que figuran en ella: A Cristóbal Colón, de R. M. Baralt, A una golondrina, de Carolina Coronado, o Noche serena, de Fray Luis de León.
O las Páginas selectas, “lectura para niños escogida y ordenada”, como reza en el subtítulo, y editadas por Dalmau Carles, en Gerona. Entre los “Trabajos en prosa” destacan “El espejo de Matsuyama”, de Juan Valera, “Los guantes”, de Miguel Ramos Carrión, “Rafael”, de Lamartine, “La misa de los muertos”, de J. Manuel de Sabando, o “Una tarde invierno”, de Pi y Margall, mientras que aprendíamos o recitábamos sólo de sus “Trabajos en verso” El crucifijo de mi hogar, de Núñez de Arce, A un impaciente, de Manuel Sandoval, El pueblo del porvenir, de Zorrilla, o La catarata y el ruiseñor, de Manuel Reina.
También eran muy conocidas las Joyas literarias para los niños, editadas en Madrid y con una “breve reseña histórica de nuestra literatura y colección de biografías de notables escritores españoles, antiguos y modernos, seguidas de artículos, poesías o trozos literarios de los mismos”, según se nos aclara en la portada. Lo mismo que el anterior, aunque mezclados y en orden cronológico descendiente, incluye textos en prosa y en verso, además de una “Breve noticia histórica de la Literatura española”. Entre los textos en prosa destacamos “El combate de Trafalgar”, de Galdós, “El alma de las cosas”, de Alejandro Sawa, “El Quijote”, de Menéndez y Pelayo, “Peñas arriba”, de José María Pereda, o La Nochebuena del poeta, de Pedro A. de Alarcón, que incluye aquellos cuatro versos llenos de melancolía, inolvidables:
“La Nochebuena se viene,
la Nochebuena se va,
y nosotros nos iremos
y no volveremos más”.
Otro ejemplo lo constituyen los Cuentos, leyendas y narraciones que en mi ciudad natal, Zamora, dio a conocer Cesáreo Herrero distribuidos en tres grados, con relatos tan entrañables como “Señor, aquí está Juan”, de Fernán Caballero, “El espíritu de las aguas”, “El doctor sabelotodo”, y poesías del propio Cesáreo Herrero, como la titulada Carbonero y de otos autores, como la Nana, de J. De Ibarbourou, o Canto a la bandera, de Villaespesa.
No puedo pasar por alto aquí un libro titulado Mis amores, que, como reza en el subtítulo, es “una colección de artículos y poesías de los mejores literatos contemporáneos hispano-americanos (reunidos) para que sirvan de lectura educativa, emotiva y sugestiva en las escuelas de niños y niñas”, escogidos y ordenados por don Manuel Guiu Cucurull. Desde la editorial se tenía la convicción de que, a la vez que los niños aprendían y conocían con toda su pureza el idioma patrio, se conseguía que con tales modelos se enfocara el pensamiento infantil hacia la Verdad, y el sentimiento hacia la Bondad y la Belleza; de modo que, al afear los vicios, se embellecían las virtudes. Los trozos literarios y los poemas del libro se agrupaban en diversos apartados: Amor filial , es el primero, donde destacan, entre otros, El ama, de Gabriel y Galán, o El gaitero de Gijón, de Campoamor. El segundo apartado es el Amor a la escuela, con poemas como Los pajarillos sueltos, de Vicente Medina, o La pluma, la mano y la cabeza, de Manuel del Palacio. El tercero se llama Amor a la patria y en él sobresalen, entre otros, Castilla, de Núñez de Arce, o La marcha real española, de Eduardo Marquina. El cuarto amor es el Amor a la humanidad , que contiene poemas como La calumnia, de Rubén Darío, o El nido, de Juan de Dios Peza. Amor a la ciencia y al arte es el siguiente apartado, en el que figuran poemas como A la lengua castellana, de José Mercado, o El pensamiento, de Calderón de la Barca. Amor a la naturaleza es otro apartado, que incluye poemas como A un ruiseñor, de Espronceda,. o La lluvia, de Meléndez Valdés. El último apartado es el Amor a Dios y en él leemos poemas como los siguientes: Himno a María, de José Zorrilla, o El Cristo de mi escuela, de Miguel Benítez de Castro. Estos son algunos de los poemas del libro, pero también, como queda dicho, es rico en fragmentos en prosa, cuyos autores son, entre otros, Ramos Carrión, E. de Amicis, Pérez Galdós, Martínez Sierra, Castelar, Pardo Bazán...
Tampoco podemos olvidar otro libro típico de la época a que nos estamos refiriendo, titulado El amigo, “método completo de lectura”, según reza en la cubierta, en el que aparecen, junto a trozos de prosa que tratan los más diversos temas (desde la propia presentación del libro como un ser que sirve de utilidad para el que lo lee, hasta asuntos morales (“Fe, esperanza y caridad”, “Conformidad”,”La conciencia” o “La legalidad”), higiénicos y de salud (“Luciérnagas por linternas”, “La salud” o “Nuestro servidor”), pasando por temas gramaticales (“La palabra”, “Sí y no”, “Tiempos del ser” o “Nombre, artículo y pronombre”), mitológicos y religiosos (“Júpiter y la oveja”, “Bato” o “Las lentejas de Esaú”), sociales (“Los tres amigos”, Beneficencia”, “Respeto a los viejos” o “Idea civil”) y de amor a la naturaleza y a los animales ( “El agua”, “El más fuerte”, “Naturaleza” o “El viento, el sol y el peregrino”) y a los héroes patrióticos que defendieron a España contra los invasores : “Pedro Velarde”, “Zaragoza”, “Mariano Álvarez” o “El alto ejemplo”). También incluye bastantes poemas: la décima que dice:
“Tú, cumplir aquí procura
con constancia sin igual
cuanto es lícito al mortal
y debe hacer la criatura;
al santo Dios de la altura
encomiéndale tu alma,
y así vivirás con calma,
porque Dios, sabio y prudente,
al fin te dará indulgente
de tus virtudes la palma”;
la fábula Las ranas pidiendo rey, descripciones líricas como La casa, versos inflamados como los de Bernardo López García que cantan a la Guerra de la Independencia u otros más serenos, como los de La honra, de Blanco Belmonte.
Ni las Lecturas escolares (Notas históricas y páginas selectas de literatura castellana), de Concepción Sáiz, en tres tomos. Para hacernos una idea de cómo eran estas lecturas, seleccionamos el primer tomo, que abarca los siglos XII al XV, para analizarlo sucintamente. Sin embargo, quisiera citar antes unas palabras de la autora presentes en el prólogo porque me parecen de suma importancia y son, además, muy oportunas en el estudio que estamos realizando; son éstas: “Tiene cada nación su característica racial; a ella deben adaptarse los medios educativos, si la educación ha de ser educación, desarrollo y perfeccionamiento de las cualidades nativas” Y un poco más adelante: “La lengua patria, creada al par de la nacionalidad, integra la característica personal del pueblo que al formarla condensó en ella sus heroísmos, sus dolores, sus triunfos, sus derrotas, sus ansias, sus amores, sus ideales, sus creencias, su vida entera”.
En el Capítulo I se exponen los Antecedentes de la Literatura castellana, que, como dice la autora, “considerada como expresión del alma nacional, sintetiza toda la vida espiritual de nuestro pueblo, desde los comienzos de su formación”. Y un poco más adelante: “En la formación accidentada de nuestra nacionalidad y, por tanto, de nuestro carácter racial y de nuestra Literatura, intervinieron con los elementos latinos y septentrionales otros tan contrapuestos como los árabes y hebreos.” Y enseguida, se procede, en el Capítulo II, a mostrarnos los primeros versos del Cantar del Cid, los que corresponden a su destierro; en el III, aparece Berceo con un fragmento de su Vida de Santo Domingo, que incluye aquellos alejandrinos, que aprendimos todos:
“Quiero fer una prosa en roman paladino
en el qual suele el pueblo fablar a su veçino,
ca no so tan letrado por fer otro latino,
bien valdrá commo creo un vaso de bon vino”,
y el primer Milagro de Nuestra Señora, el de la casulla inconsútil de San Ildefonso; y entre otros fragmentos, uno del Poema de Apolonio y un par de Cantigas de Alfonso X el Sabio; las grandes figuras de la Literatura castellana del siglo XIV ocupan el Capítulo IV, entre ellas, el Arcipreste de Hita con algunos Gozos de Santa María y versos de la Pelea que hobo don carnal con la Quaresma, entre otras muestras; el Canciller Ayala y cuadernas vías de su Rimado de Palacio, o el rabí Don Sem Tob con algunos de sus Proverbios morales; el Capítulo V se ocupa del Marqués de Santillana (la Serranilla de la vaquera de la Finojosa y un par de aquellos sonetos suyos fechos al itálico modo), de Juan de Mena (trozos del Laberinto), o de Rodríguez del Padrón (la Canción que empieza “Fuego del divino rayo”).
Gómez Manrique, con su Canto de cuna y Jorge Manrique, con sus Coplas íntegras, entre otros, son presentados en el Capítulo VI; finalmente, el Capítulo VII se ocupa de los Romances, cuyos ejemplos más destacados son: el de don Rodrigo, el de Bernardo del Carpio, el del conde Fernán González y algunos del Cid, entre los históricos; el del asalto a Baeza, el de Abenámar o el del rey moro que perdió Alhama, entre los fronterizos; y el de Fontefrida, el del conde Arnaldos o el de doña Alda, entre los novelescos y caballerescos.
Ni la Antología del hogar, de María Luz Morales, exclusiva para niñas. En el prólogo se nos explica la razón del título : “...El hogar es el centro vital, el crisol en amor encendido, de donde deben partir, donde deben forjarse todos los nobles anhelos, todas las justas aspiraciones femeninas”. El libro está estructurado en cinco partes y cada una de ellas aparece profusamente ilustrada por textos en prosa y en verso sabiamente escogidos. Veamos algunos ejemplos. En la primera parte, La casa y la mujer, donde la autora nos dice cosas como que “Para que una casa sea un hogar precisa que tenga un corazón” y “El corazón del hogar lo ponen el amor, la armonía, la sensibilidad, de quienes la habitan”, pueden leerse textos de los siguientes autores: de Salomón, La mujer fuerte : “Mujer fuerte ¿quién la hallará? Su estima sobrepuja largamente a la de las piedras preciosas. El corazón de su marido está en ella confiado y no sufrirá despojo. Darále ella bien, y no mal todos los días de su vida. Buscó lana y lino y con voluntad labró de sus manos. Fue como navío de mercader: trajo su pan desde lejos. Levantóse aún de noche y dio comida a su familia y ración a sus criados”...; de F. James, El comedor : “Eres tú, comedor, la despensa divina: ya sea que encierres el higo que mordió el mirlo, o la cereza comida por el gorrión, o el arenque que ha visto el coral y las esponjas, o la codorniz que sollozó el nocturno de las mentas, o la miel de otoño cogida bajo los rayos del sol moreno”...; de G. Martínez Sierra, La mesa, o de J. Ramón Jiménez, Cuarto.
En Niños y madres, donde se empieza diciéndonos que “la compañía de los niños es la mejor: es grata, es alegre, lo mismo mientras somos niños a nuestra vez que cuando hace ya mucho tiempo que dejamos de serlo”, hallamos la Romanza sin palabras, de Maragall, o El manantial, de Tagore: “¿Sabe alguien de dónde viene el sueño que pasa volando por los ojos del niño? Sí. Dicen que mora en la aldea de las hadas; que por la sombra de una floresta, vagamente alumbrada de luciérnagas, cuelgan dos tímidos capullos de encanto, de donde viene el sueño a besar los ojos del niño”.
En La paz, leemos poemas como La rosa blanca, de José Martí o Fraternidad humana, de Paul Fort, y prosas bellas de Amado Nervo y de E. María Remarque sobre los rencores y los horrores que produce la guerra.
En Trabajo y alegría, adonde se nos introduce diciendo del trabajo que será el mejor compañero de la vida: “el que estará a tu lado siempre que lo llames, el que dará pan a tu mesa, rescoldo a tu hogar, primor y dignidad a tu casa”, se incluyen poemas como Mi vaquerillo, de Gabriel y Galán, o bellas prosas como La oración de la maestra, de Gabriela Mistral: “¡Señor! Tú que enseñaste, perdona que yo enseñe; que lleve el nombre de maestra, que Tú llevaste por la tierra. Dame el amor único de mi escuela; que ni la quemadura de la belleza sea capaz de robarle mi ternura de todos los instantes. Maestro, hazme perdurable el fervor y pasajero el desencanto”...
Finalmente, en Naturaleza, podemos leer la ternura lírica de El canario se muere, de J. Ramón Jiménez : “Mira, Platero; el canario de los niños ha amanecido hoy muerto en su jaula de plata. Es verdad que el pobre estaba ya muy viejo...El invierno último, tú te acuerdas muy bien, lo pasó silencioso, con la cabeza escondida en el plumón. Y al entrar esta primavera, cuando el sol hacía del jardín la estancia abierta y abrían las mejores rosas del patio, él quiso también engalanar la vida nueva, y cantó; pero su voz era quebradiza y asmática, como la voz de una flauta cascada”...; o la Balada de la placeta, de Federico García Lorca, La espiga, de Rubén darío, o La vaca ciega, de J. Maragall.
Tampoco quiero dejar de mencionar un librito, curioso donde los haya, del P. José Prat, S. J. titulado Nuevas lecturas para la infancia, que, además de buscar, según se nos dice en el prólogo, la reeducación de la fonación incorrecta de los escolares por medio de juegos de palabras y entretenimientos de amena lectura, incluye anécdotas, relatos y poemas que conviene destacar. Entre las anécdotas hay una de Napoleón, según la cual desengañó a sus compañeros de armas sobre cuál había sido el día más hermoso de su vida diciéndoles que el día más bello de su vida había sido el de su Primera Comunión; otra de Guillermo II de Alemania ocurrida con una niña quien, tras haber sido preguntada por el reino a que pertenecían una naranja, una moneda con su efigie y su real persona, contestó sin inmutarse: la naranja al reino vegetal, la moneda al reino mineral y Su Majestad al ...reino de Dios (y no al reino animal, como suponía que iba a contestar la niña), y más. Entre los relatos destacan La insignia adorada (que no es otra cosa que un escapulario que echa de menos un colegial antes de dormirse), Obediencia ejemplarísima (sobre la vocación del profeta Samuel ante la llamada de Dios) o La mariposa y la abeja (sobre la constancia y la paciencia en el trabajo). Respecto de los poemas, el librito incluye, entre otros, Las ermitas de la sierra de Córdoba, de A. Fernández Grilo, o El chico, el mulo y el gato, de Campoamor. Y cerraré este apartado citando un librito de principios de siglo que fue muy utilizado en la época de referencia y que está en consonancia con los aludidos más arriba. Se titula Elocuencia y poesía castellanas, “colección de fragmentos en prosa y verso entresacados de notables escritores de los siglos XVIII y XIX para ejercicios de lectura en las escuelas primarias precedida de una breve reseña de la Literatura española”, según reza en el subtítulo. Choca en primer lugar la reducción de los textos a esos dos siglos, pero enseguida, ya en el prólogo, se nos da la causa de esa acotación: “Presentar al niño asuntos e ideas que estén más a su alcance que los modelos literarios de épocas pasadas, más propios sin duda para estudiarse en la segunda enseñanza y cuando el juicio está desarrollado”. Vuelve a separarse aquí la prosa y el verso, y entre los textos de la primera hallamos los siguientes: “Yo quiero ser cómico”, de Larra, “La Biblia”, de Donoso Cortés, “Los artistas”, de Mesonero Romanos, “Los Reyes Católicos”, de Modesto Lafuente, “Montserrat”, de P. Piferrer, o “La esperanza”, de José Selgas.
Mientras que en el apartado de la poesía, podemos leer composiciones como La presencia de Dios, de Meléndez Valdés:
El burro flautista”, de Iriarte Rimas, de Bécquer El sol y la noche, de Adelardo López de Ayala

sábado, 26 de abril de 2008

HILO DIRECTO CON DIOS

UN EJEMPLO DE AMISTAD

Antonio de Pedro, el "Extremeño", lo mismo contaba una desgracia irreparable que un chiste extravagante en la misma sesión. En contar chistes era un verdadero as. En el viaje en que los dos coincidimos por tierras de Castilla con los chicos de Bachillerato en uno de los últimos años de los ochenta, si Antonio no me contó un centenar de chistes no me contó ninguno. Recuerdo que una tarde, reventados de patear por Salamanca, desde la Plaza mayor hasta la Universidad, desde la calle Zamora hasta el puente sobre el Tormes, volvimos a la habitación del hotel en busca de alivio para los pies y, tras ponernos cómodos, el Extremeño me dijo:
“¿Recuerdas a los dos legionarios de la Plaza Mayor, tan tiesos, tan “echaos palante” que parecían comerse el mundo con la mirada? Pues te voy a contar un chiste de legionarios que seguramente no conoces. ¿O sí? Yo empiezo y si reconoces algún pasaje me cortas y listo”.
Y aunque ya conocía el chiste de los legionarios, se lo dejé contar hasta el final, final hilarante en que el coronel le corta con el sable la picha a uno de los valientes soldados y, al preguntarle si le había hecho daño, el legionario le contesta que no porque era la polla del de atrás. Me estuve riendo casi cinco minutos de reloj.
Así era por aquel entonces el "Extremeño". Pero el tiempo y los vientos que trae la edad han ido llevándole por otros derroteros, aunque la jocosidad no le ha desaparecido del todo. Casi siempre que hablo del "Extremeño", acabo trayendo a colación al "Árbitro". Hubo un tiempo en que Aurelio y él estuvieron muy unidos. Se llevaban como hermanos y sus respectivas mujeres, Puri y Mari, lo mismo. Se invitaron a las comuniones de sus respectivos hijos y frecuentaban las casas de una y otra familia con celebraciones y fiestas de todo tipo. Hacían juntos viajes y excursiones, y solían contarnos con alborozo los avatares del extraordinario itinerario de una semana que realizaron los dos matrimonios por Galicia para hacer juntos la ruta jacobea. Durante la visita hecha a Santiago, les salió gratis una suculenta mariscada regada con el mejor albariño porque el camarero se equivocó en la cuenta, y en otra ocasión tuvieron que pasar una noche entera en una vieja pensión de Ponferrada sin pegar ojo, y no por lo que todos en un principio pensamos, sino porque durante toda la noche los dos matrimonios fueron martirizados por el ruido inagotable y monótono de las carcomas, que seguramente estaban minando los marcos de las puertas y las patas de los muebles de los cuartos infames que les tocó en suerte.
También montaron entre los dos una academia de repaso para alumnos que necesitaban empezar el nuevo curso limpios de asignaturas pendientes y mejor preparados, y aunque al principio todo marchó viento en popa y los ingresos aumentaban, de la noche a la mañana algo empezó a no funcionar entre los cometidos de uno y otro; así que, las desavenencias aparecieron en forma de alud y acabaron por enterrar el negocio y, de paso, la amistad tan profunda y sincera que había habido siempre entre ellos.
A partir de entonces las relaciones se enfriaron y, cuando ocurrió lo de los despidos del Colegio, se congelaron del todo. Acaso porque Aurelio siguió dentro. Y ahí pensaba continuar hasta el día de su jubilación.

viernes, 25 de abril de 2008

LA EDUCACIÓN LECTORA DEL FRANQUISMO

3. Versos para niños y Libros de lectura

A) Versos para niños

Recuerdo de la escuela que don Andrés, mi primer Maestro Nacional, tenía siempre en su mesa algún libro del inefable Antonio Fernández, su Enciclopedia Práctica en todos sus grados, Iniciaciones, Estampas evangélicas o los famosos Versos para niños, de los cuales nos leía de vez en cuando la Oración de J. A. Silva , la Canción del pastor en vela de J. García Nieto , el Crepúsculo campesino de Francisco Villaespesa o la Marcha triunfal de Rubén Darío, de ritmos tan marciales, aquellos versos que el maestro escribía en la pizarra para que los copiáramos con esmerada caligrafía en nuestros cuadernos antes de aprenderlos de memoria:
“¡Ya viene el cortejo!
¡Ya viene el cortejo! Ya se oyen los claros clarines.
La espada se anuncia con vivo reflejo.
¡Ya viene, oro y hierro, el cortejo de los paladines!”.
O una de mis favoritas por entonces, El molino, de Antonio Fernández Grilo :
“Sigue el agua su camino
y al pasar por la arboleda,
mueve impaciente la rueda
del solitario molino.
Cantan alegres
los molineros,
llevando el trigo
de los graneros;
trémula el agua
lenta camina;
rueda la rueda,
brota la harina,
y allí en el fondo
del caserío
a par del hombre
trabaja el río...”.
Versos para niños, que llevaba de subtítulo “Antología lírica ilustrada de poesías recitables”, con el tiempo se convirtió en un referente necesario para hacer nuevos libros de poesía para niños. En su prefacio Antonio Fernández, seleccionador de los poemas del libro y también autor de bastantes de los poemas que figuran en él, nos da una pista de cómo ha de ser la orientación de dichos libros. Citamos sus propias palabras: “Unas poesías recuerdan las nanas con que tu madre duerme en la cuna a tus hermanos más pequeños, otras se refieren a tus juegos y devociones, y algunas te ponen frente a las glorias de nuestra Patria para que aprendas a cantarla y a amarla. Y todas tratan de cultivar tus sentimientos y depurar tus aficiones, de forma que, habituándote a su ritmo y a su belleza, te hagan rechazar con energía las lecturas torpes, como se rechaza una ortiga después de oler una flor...” Y en efecto, en el libro pueden encontrarse, además de las citadas más arriba, poesías que son nanas o canciones de cuna, oraciones y plegarias a la Virgen, a Dios y a Cristo Crucificado, junto con villancicos que celebran el Nacimiento, juegos, diversiones, descripciones de paisajes, elogios del trabajo y de virtudes humanas, cantos a la Patria y a sus héroes, en una palabra, modelos líricos para cultivar los sentimientos de la época, reducidos a ensalzar la religión católica, la Patria, el paisaje español y la vida laboriosa y honrada de sus gentes. Y entre los poetas más frecuentes, aquellos más cercanos a la doctrina del Movimiento: Foxá, Pemán , Manuel Machado, Federico de Urrutia, Adriano del Valle, Enrique de Mesa, el P. Julio Alarcón o Luis Fernández Ardavín, para no hacer excesivamente larga la lista y otros anteriores de quienes extrajeron lo que mejor iba con sus postulados, como Gabriel y Galán, Marquina, Vicente Medina o Villaespesa, además de los clásicos como Lope de Vega, Góngora o los anónimos del Romacero, sin que faltaran, para completar la nómina, autores iberoamericanos cuyas composiciones respondieran a sus exigencias éticas y estéticas, como Nervo, Gabriela Mistral, Francisco Luis Bernárdez o Juana de Ibarbourou.
Los poemas de tales poetas, leídos por el maestro, adquirían a nuestros oídos valores inexcusables, entre otras cosas porque entonces se pensaba unánimemente que el maestro, ante sus alumnos, actuaba en nombre de Dios, de la Patria, de la familia, de la sociedad y de la cultura. Y se aceptaba cuanto de su iniciativa procediera. Lo mismo se aceptaba, por ejemplo, que la enseñanza del idioma en muchos casos se basara en la memorización de poesías que el maestro elegía cuidadosamente. Eran poesías que defendían los valores “eternos” de la familia, la abnegación y la honradez del trabajo de los pobres, el patriotismo, la religión cristiana; poemas muy sentimentales, llenos de ternura y conmiseración con los más débiles.

HILO DIRECTO CON DIOS

JESÚS PÉREZ, UN MIEMBRO DE LA OBRA 'SUI GENERIS'

Otro miembro de la Obra, Jesús Pérez, acabó también, tras superar las Oposiciones de Castellano, en un Instituto de Enseñanza Media (de Zaragoza). Pero Jesús era de otra pasta, parecida a la de Mariano Valdovinos, un poco (mucho) crítico con sus propios correligionarios cuando no hacían bien las cosas. Jesús funcionaba por libre, según decían ellos medio en broma medio en serio, porque en las materias didácticas con buen criterio tomaba sus propias iniciativas. Pertenecía al departamento de Lengua, del que con orgullo fui yo el Coordinador durante mucho tiempo y donde tuve la ocasión de llevarme muy bien con él junto con otra mucha gente, una perteneciente a la Obra y otra ajena la Obra. Con Jesús me llevaba tan bien, que cuando tuvo que irse del Colegio para ocupar su plaza en un Instituto de Zaragoza, nos intercambiamos algunas cartas en verso ripioso con dejes garcilasistas o con aires propios de Fray Luis. Yo le mandé unas liras que eran una parodia de la Oda a la Ascensión, del fraile agustino, que empezaban
“¡Y dejas, Jesús Pérez
a tus chicos perdidos y dolidos
en estas aulas! Vuelve
y hazles entretenidos
sus libros que son duros y aburridos.”
Jesús me contestó con unos versos melancólicos que recordaban el principio de una de las famosas églogas de Garcilaso:
“Dolientes, duras horas asesinas,
aulas que a la tarde desfallecen,
alumnos que tropiezan en lexemas
y se duermen al ruido de la tiza
trazando en la pizarra su sendero...”
Mientras estuvo en el Colegio, Jesús intentó llevarse bien con todo el mundo, cumplía las normas y hacía bien su cometido como profesor. Los alumnos lo querían y respetaban y decían de él que sus clases eran muy amenas y divertidas, pese a que les hacía trabajar de lo lindo rellenando interminables cuestionarios sobre la lectura que a la sazón estuvieran trabajando. Del Quijote había confeccionado cien preguntas. Y cuando los chicos le preguntaban que por qué tantas, él les contestaba que era lo menos que se podía hacer con el libro más traducido y leído en el mundo entero después de la Biblia.
“Pues menos mal que no tenemos que trabajar con usted la Biblia”, le replicaban al punto los alumnos.
Solía también jugar con las palabras y los apellidos de sus alumnos. Decía por ejemplo a un alumnos llamado Alberto que se despistaba durante la explicación :
“Alberto, al verte distraído no sé si seguir la lección.”
Y otro que se llamaba Eduardo y que se encontraba en la misma situación, le decía:
“Edu, ardo en deseos de que alguna vez me atiendas un poco.”
Y sobre las cuestiones o preguntas que había que contestar en clase con el libro abierto solía hacer cosas parecidas. Un día observó algo anómalo en dos alumnos que se consultaban las respuestas. Entonces se encaró con uno de ellos diciéndole:
“¿Por qué preguntabas?”
El chico, azorado, le contestó:
“Porque no entiendo muy bien la cuestión.”
Jesús entonces cambiaba la pronunciación de su pregunta anterior:
“¿Por qué pregunta vas?”
Y el chico, desconcertado, consultaba su cuestionario y respondía:
“Por la pregunta 12.”
Algunos, que ya sabían de qué iba el asunto, sonreían. Al final, Jesús se acercaba al muchacho desconcertado y le explicaba el juego de palabras mientras le pedía perdón por la broma y añadía:
“Lo que quiero es que trabajes tú solo, y si algo no entiendes, levantas la mano y me lo preguntas a mí, ¿de acuerdo?”
También era un rapsoda excelente, y cuando en las clases se ponía a leer cualquier texto literario como ilustración del tema, los chicos más sensibles disfrutaban oyéndole. Asimismo, en más de una fiesta navideña de aquellas que formábamos los profesores en el pabellón central en torno al Belén solía recitar poemas, sobre todo de Miguel Hernández, algunas de cuyas composiciones más conocidas se sabía de memoria, y con tanto sentimiento que a muchos emocionaba. Era singular el momento en que recitaba aquellos tremendos versos de la Elegía a Ramón Sijé, que dicen:
"No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada."
Pero sobre todo era un profesor responsable de su labor, exigente, metódico. Y aunque se debía a las normas de la Obra, se supeditaba a ellas siempre y cuando no tuvieran que ver con su labor docente. Y cuando no podía salirse con la suya porque imperativos superiores se lo exigían, empleaba como defensa la ironía, campo en el que se movía a las mil perfecciones. En una junta de evaluación (para mí todas eran juntas de “compasión”, porque de lo que se trataba era de ayudar al máximo al alumno aunque se atentara alevosamente contra las mínimas leyes de la justicia). En una de esas juntas de “compasión” que tenían que ver con el paso del COU para acceder a la prueba de la Selectividad, presididas por Francisco Molinos, miembro de la Obra, Jefe de esa Sección durante muchos años y también preceptor de la mayor parte del alumnado del curso, se dirimía si un alumno determinado debía pasar de curso o no. Molinos miró por última vez el acta de calificaciones y se dirigió a Jesús Pérez, cuya asignatura el chico tenía suspendida.
“Sólo te queda a ti, Jesús, dar el paso final. Tú tienes la palabra. De ti depende que este alumno pase el COU y pueda ir a examinarse de la Selectividad.”
Jesús, parsimoniosamente y ante la expectación abierta en todos los demás, abrió su cuaderno de notas por el curso y la lista donde se encontraba el alumno en cuestión y, sin inmutarse lo más mínimo, empezó así su charla:
“Este chico me ha faltado a clase diez veces seguidas y otras tantas salteadas y no me ha dado ninguna explicación de su ausencia. Y cuando entra a clase, enreda y no deja que los demás sigan la clase con cierto orden. A mí me protesta cada dos por tres diciendo que voy muy deprisa explicando la lección y cuando le pregunto qué es lo último que ha entendido, no sabe decirme ni media palabra. De los tres trabajos que tenía que entregarme a lo largo del curso, no me ha hecho ninguno. En cuanto a los controles y exámenes que hemos realizado en este último trimestre, sólo ha hecho uno y su calificación es de 0’8. Su nota media de todo el curso es 1’6. Concluyendo, apruébalo.”
La mayoría de los asistentes a la reunión no pudimos evitar estallar en una sonora carcajada. Al salir del aula, el "Extremeño" me susurró al oído:
“Uno con cojones. Si fuéramos los demás como él, otro gallo nos cantaría. Pero qué pocos hay como Jesús.”
Antonio sabía ver la joya en el estiércol.

jueves, 24 de abril de 2008

CARTA ABIERTA

CARTA ABIERTA
Para Paco Gurrea, amigo y compañero

Querido Paco:
Hoy he visto que la gente te quería,
hablaba bien de ti
y alguna lágrima
salvaba algunos ojos
cuando el cura tu nombre pronunciaba.

Yo te sigo viendo, Paco, ahora
entre libros y amigos del Almendro
que soñó con nosotros un buen día.
La vida es amistad, si no, no es nada.
¿Recuerdas los partidos, la cerveza,
los días y las clases del Colegio
en que el gozo era estar entre palabras
y gestos conocidos? Era entonces
muy fácil la alegría. El verso fácil,
muy fácil la gramática del mundo
y más fácil aún la convivencia.
Porque tú les ponías otra luz,
aristas más amables. Te bastaba
una mirada inteligente, un comentario
lejano de la envidia y la soberbia,
un gesto que acallaba los olvidos.

Tu misa fue un recuerdo,
un abrazo a tu nombre
y a aquel tiempo mejor de aquel Colegio
entre pinos y amigos de los libros.
Después nos fuimos todos,
cada uno a su viento y sus olvidos,
su vida sin misterio, tan sujeta
a la prisa y los semáforos.
Pero tú te has quedado entre las páginas
de todos nuestros versos
y siempre te vendrás a los corrillos
donde hablemos de luz y de amistad,
porque tú eras la luz, y te bastaba
una simple mirada para alzarnos
en andamios de limpia libertad,
de paz y de cariño, ajenos siempre
a la estéril envidia o al olvido.

CARTA ABIERTA

martes, 22 de abril de 2008

HILO DIRECTO CON DIOS

CLAUDIO DE LA ROSA

Claudio de la Rosa era profesor de Ciencias Naturales y un gran aficionado a los acuarios, donde cuidaba todo tipo de peces. Además, solía amenizar sus clases acompañándose de numerosas y variadas macetas con semillas germinando o plantas adultas en todas sus fases de formación. Hablaba a los alumnos con un vocabulario superior al nivel léxico de éstos. Y así, hablando de las vísceras de algunos animales, les decía por ejemplo que el hígado de la vaca era terso y viscoso. Y repetía “viscoso” para cerciorarse de que los chicos le habían oído correctamente. Éstos le compensaban con la broma de decirle que había elegido muy bien la carrera. El profesor les preguntaba por qué, y los chicos no se hacían rogar:
“Por lo de la rosa de su apellido. ¿Por qué iba a ser si no? Como si se hubiera llamado Roca” Y añadían mientras el profesor se batía en retirada pasillo adelante en busca del refugio de su despacho: “ Porque si se hubiera llamado Roma sería profesor de Geografía o de Historia”. Y se quedaban tan panchos. Los chicos son así.
Pero había otras bromas peores, como la de cambiarle de lugar los minerales de los compartimentos de la caja con que se hacía acompañar a las clases. Luego pedía, el inocente, que se los volvieran a poner en su sitio. Y siempre acababa la cosa del mismo modo: gran parte de los huecos de la caja aparecían vacíos, y en días sucesivos en la casilla de que el profesor disponía en el vestíbulo del Pabellón Central iban apareciendo los minerales uno tras otro, aunque algunos seriamente dañados, como el caso del espato de Islandia, que al final de cada curso quedaba reducido al tamaño de una uña.
Otras veces los "inocentes" muchachos arrojaban a los acuarios grandes puñados de sal con lo que era fácil ver al poco tiempo flotando panza arriba a las pobres gambusias que el profesor había traído del lago de Bañolas días antes.
Aunque, según algunos, solía irse de la lengua todos los viernes en Dirección contando al gerifalte de más "altura" chismes y comentarios de sus compañeros de despacho, para la mayoría Claudio de la Rosa era buena persona y un miembro convencido de la Obra. Aurelio Marqués nos contó una vez que durante una convivencia de la nieve coincidió con él en la misma habitación del albergue, y que cada noche, antes de acostarse, de la Rosa rociaba con un frasco de agua bendita todos los rincones de la habitación. También nos hablaba Aurelio de los moratones que tenía en las rodillas el profesor de Ciencias como resultado lógico de caminar con ellas, mientras rezaba, de un extremo al otro de la habitación.
Cuando se prestaba a jugar a fútbol, que era pocas veces, su ingenuidad se dejaba notar a las primeras de cambio. Entraba sin malicia al cuerpo a cuerpo y los jugadores contrarios burlaban sus entradas con suma facilidad. Y otras veces se ensañaban con él, mareándole una y otra vez como si de un novillo se tratara. Todos conocían los mil regates y fintas que en un solo partido le dio Gonzalo Cerezo, alias el "Pistolas", antes de marcar uno de aquellos goles suyos que hacieron historia.
Claudio de la Rosa aprobó las Oposiciones algunos años más tarde y fue a lucir sus conocimientos científicos a un Instituto de Tarragona.

LA EDUCACIÓN LECTORA DEL FRANQUISMO

“QUÉ DEBO LEER”

Así se llamó un libro que, con el subtítulo “Guía de lecturas para hombres, mujeres y niños”, dio a conocer el escritor José Mª Borrás en la Sociedad General de publicaciones, S. A.. ( Barcelona, 1931) y que fue ampliamente utilizado en los años que siguieron a nuestra guerra civil y, en consecuencia, durante el franquismo. Ya en el Prólogo el autor asegura que las listas de libros que ofrece a lo largo de la obra “son para el gran público únicamente” y que no por ello el libro mostrado “puede ser útil para el lector corriente, ahorrándole trabajos y tanteos.” A la pregunta “¿Por qué debemos leer?” responde clara e incuestionablemente: “Para recrear el entendimiento, enriquecer la memoria, alimentar la voluntad, dilatar el corazón y satisfacer el espíritu.” De lo cual deduce el autor los tres tipos diferentes de lecturas: las que nos ofrecen los maestros de la literatura para nuestro recreo, las de estudio y consulta y las que cultivan nuestra sensibilidad y mejoran nuestra forma de ser. El resto del libro se limita a presentar varias listas: la primera de todas está constituida por “Los cien mejores libros, según Sir Lubbock”, lista que posee graves defectos: el más importante, el excesivo dominio de obras escritas en inglés (54 para ser más exactos); otros defectos: la lista contiene sólo un libro en español (menos mal que es El Quijote), uno en italiano (La Divina Comedia, claro), tres o cuatro en alemán, algunos más en francés y pocos pertenecientes a los clásicos griegos y latinos. La mejor lista para el autor es la llamada “Las cien obras maestras de la literatura universal, según Louis Dumur”, que contiene autores y obras de todo tiempo y lugar, desde la Biblia hasta las Poesías y Cuentos de Kipling. En las páginas siguientes Borrás abre un paréntesis para elogiar y comentar obras y autores de fama universal, desde la citada Biblia, para cuyo elogio recurre a las archiconocidas palabras de Donoso Cortés, hasta los clásicos griegos y latinos y la literatura cristiana, para afrontar, acto seguido, los diversos géneros literarios; en primer lugar, trata de la Poesía, citando listas de obras y autores pertenecientes a las principales literaturas españolas y extranjeras; haciendo lo mismo con el Teatro y siguiendo por los Cuentos y Novelas. Concluye las listas con libros que se refieren a los grupos siguientes: Historia, Biografía y Crítica artística, Diarios, Memorias y Epistolarios, Geografía y Viajes, Literatura científica, Ensayistas y moralistas, Sociología y Política, y Religión y Filosofía. Apenas deja libros importantes fuera aunque hay otros que se repiten en algunos grupos (cosa inevitable si se tiene en cuenta la similitud entre no pocos de ellos). El libro cobra su interés en las últimas páginas de la obra con los dos apartados siguientes: “¿Qué deben leer las mujeres?” y “Lecturas infantiles” No voy a decir nada sobre el primero, salvo que me parece de una discriminación aberrante respecto de las lecturas para hombres, que ya anteriormente se han llevado el mayor peso del libro (discriminación, no obstante, comprensiva si se tiene en cuenta la época de la que hablamos) Pero sí de las “Lecturas infantiles”, por considerarlo parte esencial del trabajo que me ocupa.
Nada más empezar el apartado, el autor se da prisa en dejar bien claro el espíritu que le ha movido a presentar las listas de libros para niños que más adelante lleva a cabo. Y así dice: “Conviene proporcionarles obras escritas ex profeso para ellos, cuidando ya desde un principio de que estos libros, por su valor literario, por su presentación, por la calidad de sus láminas, contribuyan a formar el gusto y la sensibilidad de los pequeñuelos.” Acto seguido, y siguiendo a Marcel Braunsvich, trata de las tres grandes etapas de la vida intelectual del niño antes de presentar la lista de libros correspondiente a cada uno de ellos.
Esquemáticamente, las etapas a que hemos hecho referencia, acompañadas por sus principales temas lectores, se presentarían así:
.-Primera: de 5 a 9 años.
Narraciones de hechos maravillosos y descripciones del mundo natural.
.-Segunda: de 9 a 12 años.
Narraciones y descripciones que satisfagan la imaginación.
Escenas y vivencias de la vida doméstica y escolar rodeadas de ensueño y fantasía.
Desde los 11 años dejará los cuentos infantiles y se interesará por las novelas de aventuras.
.-Tercera: de 13 a 15 años.
Primeras novelas con experiencias humanas vividas, que muestren los primeros dolores y gozos verdaderos de la existencia.
La historia humana y el dilatado ámbito del universo, y lo que hay en ellos de maravilla y apele a la imaginación infantil (aspectos curiosos de la tierra y del mundo material y las especiales particularidades de la vida de los animales y las plantas.
Finalmente, antes de mostrarnos las anunciadas listas de libros, el autor nos hace una advertencia del todo incuestionable, a mi parecer, y que sin duda juzgo lo más acertado de la página: “No les impongáis a los niños los libros y las lecturas. Que sean ellos quienes los pidan. Llevadles con frecuencia a visitar los escaparates de las librerías (...). Habladles con entusiasmo de los libros que leísteis en vuestra...” Yo añadiría que nos vieran leer a nosotros con frecuencia. El ejemplo es la mejor educación y la que mejor cala en las almas infantiles.
No hay sitio para copiar todos los libros que abarcan las tres listas. Basten unos ejemplos para que podamos hacernos una idea del contenido de cada una de ellas.
Lista primera: Cuentos de Perrault, de las Mil y una Noches, de Grimm, de Hadas, El gigante egoísta, de O. Wilde, Aventuras de Peter Pan, Alicia en el país de las maravillas, Leyendas de Oriente, Cuentos del Padre Coloma...
Lista segunda: La Odisea, Los caballeros de la Tabla Redonda, El Lazarillo de Tormes, Ivanhoe, La cabaña del tío Tom, La isla del Tesoro, Cuentos de Poe, Hace falta un muchacho, de Cuyás, Novelas de Julio Verne, de Emilio Salgari...
Lista tercera: Novelas de Dickens, de Kipling, La guerra de los mundos, de Wells, Novelas de Curwood, de Zane Grey, Beau Geste, de Wrent, Platero y yo, de J. R. Jiménez, Arte y costumbres de los pieles rojas, de Harris Salomón...




LAS LECTURAS DEL FRANQUISMO

Recuerdo que las primeras lecturas que cayeron en nuestras manos estaban basadas, en la mayoría de los casos, en los tebeos y las novelas populares que podían encontrarse fácilmente y por poco precio en los quioscos de nuestras ciudades. El Cachorro, el Guerrero del Antifaz o Roberto Alcázar y Pedrín, entre los primeros, y entre las segundas, las Novelas del FBI, las del Oeste, de Marcial Lafuente Estefanía o las Policiacas, de Silver Kane. Paralelamente, estaban los primeros textos literarios y las primeras poesías de los libros de la escuela y, al poco tiempo, los del Instituto.
En la lectura de los primeros, es decir, de los tebeos interesaba, más que el lenguaje o la calidad artística, el mensaje ideológico o los condicionamientos de la época, por ejemplo, el anticomunismo visceral del régimen franquista. Y obtuvieron un gran éxito porque ayudaban a evadirse de una realidad envuelta por la escasez de medios económicos o el recuerdo doloroso de la guerra civil recién pasada. Los tebeos y las novelas citados más arriba, y otros y otras por el estilo, lo mismo que la radio, el cine, el fútbol o los toros, sirvieron para olvidar el entramado político e ideológico que había derivado de los vencedores de la guerra civil. Uno de los casos más interesantes lo representó el cuaderno de aventuras llamado Hazañas Bélicas, cuyos relatos sucedían en escenarios exóticos: el desierto de Sahara, las selvas del sudeste asiático o las estepas rusas, para evitar el recuerdo tan cercano y propio de nuestra guerra. Y en cuanto a los motivos o temas principales tratados en ellos, tres elementos de gran significación en el franquismo se conjugaban en los cuadernos: el amor o la amistad, el patriotismo y Dios o la providencia divina que estaba siempre dispuesta a ayudar a los buenos.
Pero al lado del sentimentalismo relacionado con los puntos anteriores, se ensalzaba la guerra hasta el punto de hacerla necesaria para acabar con cualquier cosa que tuviera que ver con el comunismo, ideario capital de la ideología franquista, como ya hemos apuntado.
Uno de esos tebeos, editado por el Frente de Juventudes, tenía un nombre muy sonoro, pegadizo, Balalín, al que seguía el subtítulo Semanario de todos los niños españoles.
El antecedente de Balalín habría que buscarlo en otro de nombre eufónico, Jeromín, surgido en los años 30, que ya incluía entre sus páginas apartados que veremos en Balalín: Concursos de la revista, Cuentos breves, Conoce nuestra Patria, su historia, sus hombres, sus monumentos, Cromos para recortar, etc. Durante la Guerra surgieron otras revistas semanales como Pelayos, Flechas, Flechas y Pelayos, y en la posguerra, Chicos, Mis chicas y, así, hasta llegar al mencionado Balalín.
Además de la aventura cuyo protagonista era el chico que daba nombre a la revista, el Balalín incluía secciones como las siguientes: en formato de cómic, episodios de Historia Sagrada (“José, virrey de Egipto”, “En la tierra prometida”, “Los jueces, Gedeón”...), Historias de grandes hombres (Livinstone, Gravelet, W. Mitchell...), Historias de las cosas (la sal, el café, el fútbol...), Los animales (el mapache, el caribú, animales con pinchos...); también había relatos y cuentos (“La última vez”, de M. Alcántara, “El muchacho que tenía el corazón triste”, de Feliu, o las grandes tiradas de “Miguel”, de Joaquín Aguirre Bellever), Juegos, con sus reglamentos y normas (“Las zapatillas”, “El cangrejo en círculo”, “María subiré”...), El gran concurso de Balalín, que, además de publicar semanalmente las fotos de los chicos ganadores en anteriores certámenes, presentaba las preguntas del presente basadas en las más diversas materias, desde la historia más reciente hasta inventos, gánsteres, medicina, geografía, música, literatura...
De las cosas que más nos gustaban a los chicos del Balalín era la historieta del Tío Mandarino, un labriego inocentón y cazurro que no lograba dar buen fin a ninguna empresa, y una historia policiaca titulada “Redada en el búho rojo”, que a mí me recordaba las aventuras del FBI, aquellas que eran protagonizadas tan trepidantemente por Jack, Bill y Sam. No había poesías entre las páginas amplias y generosas del Balalín, pero sí brotaba cierto lirismo de las imágenes en color de algunas viñetas y de los relatos que intentaban apresar el sentir y el pensar general de la gente menuda de entonces, aunque con algunas dosis de propaganda velada referida a los vencedores en la Guerra.
Las exigencias artísticas y educativas de todas estas revistas eran escrupulosas y atendían a unos principios básicos y a un programa de acción para la elevación religiosa, moral, social, literaria y estética, según el P. Vázquez dice en su libro La prensa infantil en España, citado por Carlos Castro Alonso en su Didáctica de la Literatura. He aquí algunas afirmaciones de esos principios y de ese programa de acción mencionados:
.- Bondad en el aspecto ideológico,
.-orientación cristiana,
.-contenido fiel a la verdad,
.-valoración equilibrada de la fuerza, salud y belleza del cuerpo,
.-el héroe debe practicar las virtudes humanas: generosidad, sinceridad, valentía, honestidad, discreción..., y combatir las burlas a impedidos, ancianos...,
.-fomento del servicio a la comunidad,
.-respeto al sexo contrario,
.-acercamiento entre las clases sociales,
.-preparación para la vida real y la orientación profesional,
.-cultivo de la poesía,
.-combatir cuanto pueda producir temor al niño, etc.

domingo, 20 de abril de 2008

PONGO EL PIE PRESENTE MÁS SEGURO

RING

¿Quién nos pone de pronto
en medio del camino de los días,
entre las duras cuerdas
del ring o de la vida sin aviso,
sin armarnos el ánimo con guantes de esperanza
para al menos velar un poco el miedo
que nos cuelga del cielo de los ojos?

Siempre dejados
de la mano de Dios y a la deriva
por el mar de la calle,
recibimos los golpes que nos manda
sin heraldos la vida hasta besar
la lona muchas veces.
Pero, hijos del barro y barro y solo barro,
la costumbre tenaz del sufrimiento
nos pone en pie de nuevo y, cara a cara,
aunque ciegos, proseguimos luchando
hasta que el golpe decisivo ponga
fin al combate.

Entonces el camino de los días,
lucha a muerte sin tregua de campanas,
sin derrota ni triunfo, habrá acabado.

Un instante los focos de la calle
apagarán y encenderán su luz
hasta otra nueva muerte.
Y la raza jamás querrá aprender
que el viaje de ida se repite
por los siglos de los siglos, amén.




EL SENDERO


Saber que estás vivo

Abres bien los ojos con el alba
y notas que estás vivo porque te duele el pecho
o porque la miel de amor rezuma en tu pijama.
Y bajas a la calle
para llenar la imagen de una instancia,
suscribir un saludo
o despedir a un muerto.
Y aunque sepas que en poco más que eso
se resume tu vida
o se cifra el secreto del viaje,
tú, viajero fiel, caminas, sueñas,
te palpas los bolsillos del deseo,
te vistes de Quijote
y, con la lanza que ponen Dios y el sino
entre tus manos hábiles,
atacas los gigantes de la prisa,
de la injusta indiferencia a veces,
del odio y de la envidia.
Y, victorioso o no,
repites la aventura mientras quede
una breve rendija de luz viva
en el cristal atento de tus ojos
y en tu alma una gota de esperanza.






TRÍPTICO DE AQUEL BARRIO DE ENTONCES

I
Aunque regreso a veces a aquel barrio de entonces
y sigo viendo el río pasar lamiendo el hondo
silencio de las casas, y chillan los vencejos
cruzando el cielo aún de mi plazuela,
ya nada me devuelve al mundo de aquel niño
que fui bajo su aire.
El tiempo con sus manos de malicioso brujo
ha revuelto las cosas, ha roto los candados,
ha escondido en sus fríos desvanes de sepulcro
las viejas inocencias.
Yo soy allí un extraño,
un turista pendiente de su cámara.
Las aceñas no muelen: las palas de sus ruedas
se pudrieron por no poder ser útiles.
La aventura y los sueños que allí viví se callan,
se callan y se secan entre la seca arena.

Cansado de no verme como niño
en el viejo cadáver de la aceña,
subo el seco sendero que separa
el molino del barrio como cuenta
perdida de un rosario, como fruta
que sirve de alimento a las hormigas.

Aunque regreso a veces a aquel barrio de entonces,
ya nada me devuelve al mundo de aquel niño
que fui bajo su aire. El tiempo tiene
también su cementerio y sus condenas.


II.
Este barrio dejó de ser aquel que yo creé.
Los nidos de vencejos, la noria de la huerta,
los carros, el potro del herrero...,
no responden al gesto de mis ojos
ni al urgente reclamo de mi alma.
¡La casa y sus balcones, la luz que llueve afuera,
el puente umbilical de la ciudad y el barrio...!
Si Dios bajara ahora a esos balcones,
tal vez se movería algún visillo,
tal vez tu rostro, madre, se vería
en la magia fugaz de sus cristales,
tal vez tu enredadera, padre, antigua
ondearía su pelo verde al aire
guiado por tus dedos.

Pero este barrio ya no es aquel barrio,
ni mi casa esta casa.
Los milagros
no existen: sólo el tiempo que rompe la atadura
que mantiene sujetas brevemente
las cosas a sus dueños.
Ya no es nada
lo mismo que fue ayer, ni yo tampoco
volveré a ser los ojos que bebían
la magia de mi barrio con su río,
ni aquella fuerza pura que encontraba
tan extenso el milagro de los días.






III.
Es otro este escenario y otro el tiempo.
Yo fui una vez actor aquí de un acto
compartido con otros viajeros,
como aquel vagabundo que en verano
con su saco a la espalda en la arboleda
como otro árbol brotaba, o la mujer
que besaba la llave y la escondía
tras el frío granito de la fuente,
o aquel pobre inocente que buscaba
monedas en el río...

En el barrio adivino
el humo de mi ausencia
junto al palo que queda de aquel potro,
al borde del sendero que conduce a la aceña.
Y el pasmo soñador y aventurero
de aquellos tres balcones de la casa
hoy son los ojos fríos
del cadáver de piedra donde un día
empecé a caminar hacia la suerte
que esconde cada día.

Hoy contemplo en silencio
los recuerdos helados de mi infancia
y pongo el pie presente más seguro
en la tierra del suelo que me aguanta.

sábado, 19 de abril de 2008

HILO DIRECTO CON DIOS

LA CASA DEL BOSQUE

La Casa del Bosque es muy grande, fresca, sombría, silenciosa, llena de baldosas rojas y cuadros oscuros donde es imposible apreciar sus motivos pictóricos. En la planta baja se encuentra la sala de lectura, inmensa, con lámparas de globo de madera oscura. Sobre la chimenea de ladrillo muere eternamente el busto disecado de un jabalí, con ojos de cristal y colmillos enredados en telarañas melancólicas. Durante los retiros espirituales suele haber sobre la mesa folletos con títulos como
"Los cuatro evangelios",
"Cómo hacer oración",
"La vocación",
"Cómo confesarse bien",
"Una vida sencilla",
"Ese otro mundo",
"Quince normas de piedad",
"El sexto mandamiento",
"Humildad y otras virtudes humanas" Etcétera.
El oratorio se encuentra al final de una escalera estrecha y empinada, cuyos peldaños están forrados de azulejos rojos con marcos de madera. Es en el oratorio donde el sacerdote aguarda a que los chicos entren con orden y ocupen en silencio sus sillas para empezar la meditación. El cura está en un rincón en penumbra. Sólo ilumina débilmente su cara una lámpara de mesa. La meditación, generalmente, trata de la muerte.
“No pienses que porque tienes pocos años te queda mucha vida por vivir”, dice lentamente el cura, sopesando las palabras y siempre parapetado en su escondite de sombras, mientras algunos chicos empiezan a rebullirse inquietos en las sillas. “No te atrevas a decir “mañana” porque el mañana no es tuyo todavía. ¿Y si esta noche?... La muerte llega para llevarse a la gente sin tener en cuenta su edad: en el mismo momento de nacer, durante la infancia, a tus años, a los míos... Pero no te preocupes de eso porque lo que realmente importa es tu salvación, la salvación de tu alma. Ponte hoy mismo, cuando acabe esta meditación, a bien con Dios haciendo una buena confesión de tus pecados, haciendo con tu alma una buena colada para que dure limpia mucho tiempo. Todos los días mueren millones de personas en el mundo como las hojas de los árboles en otoño. ¿No has paseado alguna vez por una arboleda en pleno mes de octubre? Es un bellísimo espectáculo: el suelo aparece alfombrado de hojas muertas y mientras las pisas, siguen cayendo inexorablemente hojas y más hojas amarillas, muertas. Así es la gente para la muerte a cada instante. Vosotros, todos vosotros, lo mismo que yo, moriremos algún día. Es más, todos podemos morir hoy mismo. ¿Y si de repente esta casa se hunde y nos entierra a todos entre sus escombros? Aprovechad ahora que estáis a tiempo para confesaros. No digáis “después” porque acaso después ya no quede tiempo para hacerlo.”
Lo más seguro era que muchos chicos, tras oír al cura decir esas cosas, acababan confesándose al volver a la planta baja, momentos antes de entregarse al partido de fútbol reglamentario. Tras el ejercicio físico de correr como unos descosidos tras una pelota, venía el de comer, que tenía lugar en el exterior, a la sombra de un árbol, y cada alumno comía de lo que se había llevado en una bolsa de plástico. Era buen motivo ese, el de comer al aire libre, para practicar una de las consignas básicas del Colegio: “Dejo todo como me lo he encontrado”, y así, por equipos, entre todos recogían los desperdicios en unos grandes bidones que allí estaban para eso, y las botellas vacías volvían a los nichos de plástico de los que habían salido. Una vez recogido todo, se procedía al rezo del rosario allí mismo, delante de la casa. A continuación, sin apenas dar un respiro, tenía lugar el Víacrucis, que se rezaba en el oratorio. Generalmente, el Viacrucis acababa convertido por los chicos en algo parecido a un baile: de rodillas, de pie, traqueteo de las sillas, empujones..., mientras el “Señor, pequé” marcaba las pautas de los bruscos movimientos de los chicos.
Ni los profesores acompañantes ni el cura lográbamos impedir que, de vez en cuando, alguna risa nerviosa se escapara de los fatigados alumnos, que se habían pasado el día sin parar, desde la sala de lectura al oratorio, del oratorio al exterior, las escaleras, arriba y abajo, de rodillas, de pie... Después, la Meditación final. El cura, con la cara iluminada mientras el resto de su cuerpo permanecía sumido en las sombras del rincón del oratorio, empezaba su charla.
“Y tras la muerte en pecado, el infierno eterno. Dios ha querido que muchos santos hayan podido ver aunque por pequeñas ranuras el infierno y sus perpetuos suplicios. Brasas con forma humana tienen las almas en el infierno. Si tenéis la osadía de ocultar un pecado mortal en vuestra confesión y por esos designios ocultos de Dios morís con esa carga, iréis al infierno eterno a alimentar esa hoguera inextinguible con vuestras propias almas convertidas en carbones incandescentes...”
Tras oír estas palabras, seguro que los alumnos que antes no se habían confesado acababan haciéndolo. Y en la Misa, que cerraba el retiro y el día en la Casa del Bosque, iban todos a comulgar.
José Santamaría no podía creer lo que había visto. Aquello era como un acoso implacable a la pieza de caza hasta que ésta, rendida y agotada, caía en la trampa que el cazador le había estado tendiendo sin descanso durante todo el día. En el regreso del autobús se le acercó un alumno con la cara descolorida. El profesor le preguntó si las curvas de la carretera le habían mareado y tenía ganas de vomitar. El chico negaba con la cabeza incapaz de proferir una palabra. Santamaría le pidió que se sentara un momento a su lado. Así lo hizo el chico y al poco tiempo de ir sentado junto al profesor logró articular con sus temblorosos labios una frase:
“Es que tengo mucho miedo. ”
José Santamaría tuvo unos años después otro amago de infarto y volvió a coger la baja, esta vez por un periodo de tiempo más breve. Y cuando se incorporó al Colegio, vio que le habían devuelto el horario de mayores. Entonces compartió despacho conmigo y con Claudio de la Rosa, un profesor que pertenecía a la Obra. Y esto era así porque solían siempre los gerifaltes del Colegio colocar a uno de los suyos en cada despacho para evitar conversaciones y comentarios molestos de los que no pertenecíamos a la Obra. De paso, si por casualidad tenían lugar alguna de esas conversaciones mal vistas, ya se encargaría él de ir con el soplo al director.

El deber es el deber

Todo el mundo sabe que el periódico "Público" es un diario barato y pobre. Lo de barato está justificado por el precio que cuesta y los regalos que hace (películas en DVD, Cuentos infantiles, libritos sobre Maestros de la Pintura), pero lo de pobre se refiere al contenido y la forma de sus diferentes géneros periodísticos, entre los que se incluyen los arículos de opinión. El contenido es propio de su ideología y sus dirigentes son muy dueños de tratar los temas de actualidad (políticos o no políticos) siguiendo sus idearios particulares y en esta sección de PATADAS AL DICCIONARIO esas opiniones no van a ser objeto de comentario (al menos por el momento). Lo que sí es objeto de crítica es su forma, desaliñada la mayor parte e irrespetuosa con las normas más elementales de la Gramática y oltros sectores de la Lingüística. Hoy, viernes 18 de abril, leyendo el artículo "El combate campesino: David contra Goliat", me encuentro en el último párrafo la siguiente afirmación: "Debemos de recordar que la denuncia de este modelo agroindustrial..."
Ya estamos otra vez con el "Deber de" dichoso. ¿Cuándo aprenderán los que se dedican a escribir en el periódico que es necesario saber distinguir entre "Deber de" más infinitivo ("Deben de ser las ocho", "no debe de tener más de doce años", etc.), que significa "probabilidad, suposición o conjetura", y "Deber" más infinitivo ("Debemos tener más cuidado","debes cumplir tus promesas", etc.), que significa "obligación". Así pues, la periodista de "Público" debió decir "Debemos recordar..." y nunca "Debemos de recordar..."

viernes, 18 de abril de 2008

HILO DIRECTO CON DIOS

JOSÉ SANTAMARÍA

José Santamaría es natural de Jaén y tiene un deje andaluz muy marcado. Es aproximadamente de la edad de Aurelio y entró en el Colegio gracias a un conocido suyo, de la Obra, que habló muy bien de él a los gerifaltes de Barcelona. Su expediente académico, excelente, le ayudó a lograr con facilidad la plaza de profesor de Historia, plaza que había quedado vacante tras la muerte en accidente de coche del profesor que la poseía.
Recuerdo cómo sucedió el trágico accidente. Alejandro Méndez, el profesor en cuestión, acababa de salir en coche de su casa camino del Colegio cuando, sin darse cuenta, se saltó el Stop que tantas veces había respetado y chocó frontalmente contra un autobús que circulaba por la vía principal. El golpe fue tan atroz que el coche quedó convertido en un acordeón de hierro y su conductor murió en el acto. Durante dos días estuvo el cadáver expuesto en la sala contigua a la Recepción, con la cabeza vendada, un traje oscuro y los pies descalzos, metido muy serio en su féretro abierto, para que lo pudiéramos despedir todos sus familiares y compañeros
José Santamaría vivió traumatizado un tiempo por las circunstancias que habían propiciado su ingreso en el Colegio. Pero con el paso de los días y, lamentando mucho lo que la mala suerte había deparado a su difunto antecesor en el puesto, se dedicó a hacer su trabajo, que era enseñar Historia y Geografía. Los problemas económicos que surgían en sus clases los explicaba con casos cotidianos en los que salían a relucir tomates y patatas, con lo que los alumnos le llamaban en “petit comité” el "Verdulero". Allí todos tenían su apodo, y él no se iba a librar. Tenía graves problemas con la pronunciación de los nombres y apellidos de sus alumnos. Decía “Companis” , “Puij” , “Alemani”, “Jordi”, “Joan”, “Josep (los tres con jota), “Fois”, “Vinioli”, “Doménech” (pronunciando la “che” final)... Como descubriera a las primeras de cambio que lo suyo no era el catalán, se apuntó a unas clases de repaso del idioma de Verdaguer, clases que tenían lugar al acabar el horario lectivo, y que impartía Lluís Viladomat, el jefe de departamento de Catalán. Y sólo por oírlo, nos apuntamos también otros compañeros. Era divertido escucharle leer el texto de Josep Pla que decía en nuestro libro de Lectura y ejercicios:
“La part de ponent de la comarca del Monsiá es protegida per les muntanies dels Ports de Beseit. Mentre anem ascendint, i d’una manera sucesiva, trovarme el pi blanc, el pi negre i el pi rojal”. (Pronunciaba con fuerza todas las "r" y “t” finales, aunque Viladomat, el profesor, le había repetido mil veces cuáles se pronunciaban y cuáles no, lo mismo que la “c” de “blanc” y la de “ascendint” o la “g” de “protegida” y la “j” de “rojal”.)
Y más divertido aún era oírle decir aquella frase suya sacada de la vida cotidiana:
“A la zortida del metru que hay en Casterdefer me va trobar a una noya que me va dir: ‘Vamos a tomar una michana”.
Pero no es todo divertido en la vida de José Santamaría. Él conoce muy bien el sufrimiento en carne propia. Cosido a cicatrices tiene el cuerpo, producto de gravísimas operaciones. Una de ellas, a corazón abierto, estuvo a punto de llevárselo por delante hace unos cuantos años. Hoy tiene las arterias remendadas en dos o tres lugares de su cuerpo demacrado y envejecido prematuramente. Como Aurelio, está apunto de jubilarse, pero su suerte en el Colegio no ha sido tan favorable como la del "Árbitro". Una de las bajas por enfermedad lo mantuvo lejos de las aulas más de seis meses, y eso en el Colegio está mal visto. Lo de las bajas no lo llevan muy bien los jerifaltes de allí, los cuales siempre han dicho claramente que la gente que sirve al Colegio debe ser entera, dura, sana y dispuesta a dejarse la piel si es preciso en la tarea cotidiana de bregar con los chicos. No aclararon nunca, como cabía esperar, que eso sólo tenía que ver con los que no éramos de la Obra, a quienes siempre atosigaban con controles de todo tipo, a excepción del pobre "Vale", que era de ellos por convicción personal. La cuestión es que, cuando José Santamaría se incorporó al trabajo después de su peligrosa enfermedad, vio que, ni encomendándose a la excelsa Santa María que está en el cielo, sus clases con los mayores, algo más tranquilos y disciplinados que los de edad menor, se vieron trocadas por un horario apretadísimo en la sección de Séptimo y Octavo de EGB, integrados por chavales de verdadera mala leche, movidos, inquietos, vocingleros y protestones, los cuales claramente y sin tapujos le hicieron la vida imposible al pobre y menguado Santamaría. Eso hizo que se le avinagrara un poco el carácter y echara pestes en “petit comité” de los de la Junta de Gobierno. Pero como su intención, por otra parte, era jubilarse en el Colegio, adoptó una técnica que algunos de sus amigos más cercanos siempre le reprocharon. Esa técnica la llamaba él de escenografía y mascarada.
“Me pongo la májcara”, solía decirnos en voz baja y con el deje que lo caracteriza a Aurelio o a mí, “y salgo al ejcenario a comemme a lo sico. Con teatro, muso teatro, le ejplico la leción con cuatro tomate y cuatro patata. Lo esámene, tre pregunta grande y do sica. Corrijo con mano benévola y apruebo a casi tol mundo.”
Dentro de esa técnica incluía el saludar muy ceremonioso a los de la Obra en los pasillos o en los jardines, en cualquier sitio donde se los encontrara, sin hacer la menor distinción entre ellos. Más cortésmente si cabe que a sus propios compañeros. Aunque luego, cuando se veía con nosotros, nos decía:
“E que eso le gutta. Vosotro ya me conocéi. Teatro, muso teatro. Aquí reina la ley del Carnaval”.
Y si los gerifaltes del Colegio por ejemplo pedían voluntarios para ir a La Molina acompañando a los chicos en las convivencias de esquí y oración, José se apuntaba el primero.
En una de esas convivencias de rezo y esquí coincidió con Aurelio y una noche, a la hora de la cena, les ocurrió una anécdota divertidísima. Resulta que el matrimonio que se encargaba de servir la comida en el albergue siempre ponía en la mesa de los profesores una jarrita de vino, tan ridícula que apenas llenaba un vaso. Y esa noche a Santamaría se le ocurrió pedir otra jarrita de vino a la mujer que servía. La señora lo miró extrañada y desapareció rumbo a la cocina seguramente para consultar a su marido si debía o no servir más vino a los profesores. A los pocos segundos se presentó en la mesa el marido. Con rostro circunspecto les preguntó a los profesores en voz baja para que los chicos, sentados en mesas que rodeaban a la de los profesores, no le oyeran:
“Perdonen, ¿ustedes han pedido a mi mujer otra jarra de vino?”
Entonces José Santamaría, adelantándose a Aurelio, le respondió al hombre sin evitar que la voz le saliera muy alta y que todos los alumnos la oyeran:
“Sí, coño, otra jarra de vino. ¿Qué pasa?”
Las carcajadas brotaron de todos los rincones del comedor. Y cuando el hombre, cabizbajo, tras servirle la solicitada jarra de vino, regresaba a la cocina, Santamaría empezó a pedir a su Virgen tocaya que aquello no se saliera de madre y no llegara a oídos de los gerifaltes del Colegio. Pero como las lenguas corren más que la pólvora, al día siguiente de regresar al Colegio tras la convivencia de la nieve, fue requerido al despacho del director, que a la sazón era Alberto Moral, el tercer director de Sendero, una persona adusta que llevaba un parche en el ojo y dos falanges de los dedos de una mano de menos. Este defecto físico y amputaciones menores se debían a su impericia en los experimentos de química que realizaba a menudo en el laboratorio del Colegio rodeado de alumnos, que, gracias a Dios, no resultaron dañados por la desafortunada actuación del inexperto químico. Pues bien, el director de marras llamó a su despacho a Santamaría para echarle una bronca de campeonato por su penosa actuación con la jarra de vino en el albergue de La Molina, ante los señores que se encargaban del comedor.
“Sólo por una jarra de vino”, nos decía después el recriminado profesor medio en broma medio en serio. “Si hubiera sido por una ración de lenteja o patata, ¿qué me habría caído?”
Durante los dos o tres años siguientes de aquello, José Santamaría vivió otras circunstancias chocantes. Quizá la principal fue la que experimentó durante el retiro espiritual que los alumnos de Octavo realizaron durante todo un día en la Casa del Bosque, una caserón grande y oscuro que la Obra poseía en Collserola, el gran pulmón vegetal del Vallés. Es algo que los compañeros, aún hoy, le pedimos que cuente cuando nos reunimos en casa de alguno de nosotros