sábado, 19 de abril de 2008

HILO DIRECTO CON DIOS

LA CASA DEL BOSQUE

La Casa del Bosque es muy grande, fresca, sombría, silenciosa, llena de baldosas rojas y cuadros oscuros donde es imposible apreciar sus motivos pictóricos. En la planta baja se encuentra la sala de lectura, inmensa, con lámparas de globo de madera oscura. Sobre la chimenea de ladrillo muere eternamente el busto disecado de un jabalí, con ojos de cristal y colmillos enredados en telarañas melancólicas. Durante los retiros espirituales suele haber sobre la mesa folletos con títulos como
"Los cuatro evangelios",
"Cómo hacer oración",
"La vocación",
"Cómo confesarse bien",
"Una vida sencilla",
"Ese otro mundo",
"Quince normas de piedad",
"El sexto mandamiento",
"Humildad y otras virtudes humanas" Etcétera.
El oratorio se encuentra al final de una escalera estrecha y empinada, cuyos peldaños están forrados de azulejos rojos con marcos de madera. Es en el oratorio donde el sacerdote aguarda a que los chicos entren con orden y ocupen en silencio sus sillas para empezar la meditación. El cura está en un rincón en penumbra. Sólo ilumina débilmente su cara una lámpara de mesa. La meditación, generalmente, trata de la muerte.
“No pienses que porque tienes pocos años te queda mucha vida por vivir”, dice lentamente el cura, sopesando las palabras y siempre parapetado en su escondite de sombras, mientras algunos chicos empiezan a rebullirse inquietos en las sillas. “No te atrevas a decir “mañana” porque el mañana no es tuyo todavía. ¿Y si esta noche?... La muerte llega para llevarse a la gente sin tener en cuenta su edad: en el mismo momento de nacer, durante la infancia, a tus años, a los míos... Pero no te preocupes de eso porque lo que realmente importa es tu salvación, la salvación de tu alma. Ponte hoy mismo, cuando acabe esta meditación, a bien con Dios haciendo una buena confesión de tus pecados, haciendo con tu alma una buena colada para que dure limpia mucho tiempo. Todos los días mueren millones de personas en el mundo como las hojas de los árboles en otoño. ¿No has paseado alguna vez por una arboleda en pleno mes de octubre? Es un bellísimo espectáculo: el suelo aparece alfombrado de hojas muertas y mientras las pisas, siguen cayendo inexorablemente hojas y más hojas amarillas, muertas. Así es la gente para la muerte a cada instante. Vosotros, todos vosotros, lo mismo que yo, moriremos algún día. Es más, todos podemos morir hoy mismo. ¿Y si de repente esta casa se hunde y nos entierra a todos entre sus escombros? Aprovechad ahora que estáis a tiempo para confesaros. No digáis “después” porque acaso después ya no quede tiempo para hacerlo.”
Lo más seguro era que muchos chicos, tras oír al cura decir esas cosas, acababan confesándose al volver a la planta baja, momentos antes de entregarse al partido de fútbol reglamentario. Tras el ejercicio físico de correr como unos descosidos tras una pelota, venía el de comer, que tenía lugar en el exterior, a la sombra de un árbol, y cada alumno comía de lo que se había llevado en una bolsa de plástico. Era buen motivo ese, el de comer al aire libre, para practicar una de las consignas básicas del Colegio: “Dejo todo como me lo he encontrado”, y así, por equipos, entre todos recogían los desperdicios en unos grandes bidones que allí estaban para eso, y las botellas vacías volvían a los nichos de plástico de los que habían salido. Una vez recogido todo, se procedía al rezo del rosario allí mismo, delante de la casa. A continuación, sin apenas dar un respiro, tenía lugar el Víacrucis, que se rezaba en el oratorio. Generalmente, el Viacrucis acababa convertido por los chicos en algo parecido a un baile: de rodillas, de pie, traqueteo de las sillas, empujones..., mientras el “Señor, pequé” marcaba las pautas de los bruscos movimientos de los chicos.
Ni los profesores acompañantes ni el cura lográbamos impedir que, de vez en cuando, alguna risa nerviosa se escapara de los fatigados alumnos, que se habían pasado el día sin parar, desde la sala de lectura al oratorio, del oratorio al exterior, las escaleras, arriba y abajo, de rodillas, de pie... Después, la Meditación final. El cura, con la cara iluminada mientras el resto de su cuerpo permanecía sumido en las sombras del rincón del oratorio, empezaba su charla.
“Y tras la muerte en pecado, el infierno eterno. Dios ha querido que muchos santos hayan podido ver aunque por pequeñas ranuras el infierno y sus perpetuos suplicios. Brasas con forma humana tienen las almas en el infierno. Si tenéis la osadía de ocultar un pecado mortal en vuestra confesión y por esos designios ocultos de Dios morís con esa carga, iréis al infierno eterno a alimentar esa hoguera inextinguible con vuestras propias almas convertidas en carbones incandescentes...”
Tras oír estas palabras, seguro que los alumnos que antes no se habían confesado acababan haciéndolo. Y en la Misa, que cerraba el retiro y el día en la Casa del Bosque, iban todos a comulgar.
José Santamaría no podía creer lo que había visto. Aquello era como un acoso implacable a la pieza de caza hasta que ésta, rendida y agotada, caía en la trampa que el cazador le había estado tendiendo sin descanso durante todo el día. En el regreso del autobús se le acercó un alumno con la cara descolorida. El profesor le preguntó si las curvas de la carretera le habían mareado y tenía ganas de vomitar. El chico negaba con la cabeza incapaz de proferir una palabra. Santamaría le pidió que se sentara un momento a su lado. Así lo hizo el chico y al poco tiempo de ir sentado junto al profesor logró articular con sus temblorosos labios una frase:
“Es que tengo mucho miedo. ”
José Santamaría tuvo unos años después otro amago de infarto y volvió a coger la baja, esta vez por un periodo de tiempo más breve. Y cuando se incorporó al Colegio, vio que le habían devuelto el horario de mayores. Entonces compartió despacho conmigo y con Claudio de la Rosa, un profesor que pertenecía a la Obra. Y esto era así porque solían siempre los gerifaltes del Colegio colocar a uno de los suyos en cada despacho para evitar conversaciones y comentarios molestos de los que no pertenecíamos a la Obra. De paso, si por casualidad tenían lugar alguna de esas conversaciones mal vistas, ya se encargaría él de ir con el soplo al director.

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