martes, 1 de abril de 2008

HILO DIRECTO CON DIOS

MIEMBROS DE LA OBRA

En el Colegio existían tres tipos de miembros de la Obra: los sacerdotes, los casados o supernumerarios y los solteros, que hacen votos de celibato como si fueran curas vestidos de paisanos y que reciben el nombre de numerarios. Mariano Valdovinos, por ejemplo, pertenecía a esta última clase y el gerente Romero a los casados. Entre los sacerdotes de la Obra había, lo mismo que en los otros grupos, importantes distinciones. El cura más salado del Colegio, con diferencia, era don Zacarías Caballero. Mañico de toda la vida y de raíces humildes, sabía ver lo bueno que hay en cada persona y sabía silenciar lo malo. Citaba a menudo la frase archisabida de la Biblia: “El que esté libre de pecado que arroje la primera piedra”. A don Zacarías se le podía ver hablando con los alumnos, que acudían a él como palomas a la mano llena de alpiste, en cualquier sitio del Colegio, en el campo de fútbol, en los caminos entre los pabellones, en los pasillos, en el comedor... Y en el oratorio se dirigía a los chicos con amenidad, sin reclamos del cielo ni amenazas del infierno.
Era el polo opuesto de otro cura, don Luis Oliver, que en la Casa del Bosque solía atemorizar a los chicos hablándoles de las penas del infierno y de lo que les pasaría si ocultaban al confesor algún pecado mortal y morían en ese momento. Era el sacerdote de la SET (Sección de Estudios de la Tarde) y necesitaba Dios y ayuda para hacerse con la cura de almas de los chicos de esa Sección, a quienes no caía bien la manera fiscalizadora que tenía el sacerdote de interesarse por la vida espiritual de los alumnos. Más de una vez se encontró con alguna respuesta subida de tono, como la de un chaval que preguntado sobre qué tipos de pecados solía cometer, jugando un poco con las palabras y la situación, le contestó:
“Unas veces le doy al porro y otras a la porra”, señalándose alternativamente la boca y la bragueta.
Claro que todo esto corría entre rumores y dichos de los alumnos. También corría el rumor acerca de la confesión que mantuvo con otro alumno de la SET. Según el cual don Luis se había enfadado mucho al oír de labios del penitente de marras que se masturbaba con frecuencia pensando en chicas guapas de su barrio. El cabreo del sacerdote llegó a tal extremo que le llevó a recriminar al chico la fealdad de esas acciones y lo malo que resultaban para la salud mental y física. A lo que respondió el muchacho:
“Pues no sabe usted lo que se pierde, don Luis.”
A estas tres clases de miembros de la Obra había que añadir dos más. La primera era la de aquellos que, para medrar y conseguir ciertas prebendas (si no pertenecían a la Obra jamás serían suyas) se hacían miembros de la misma. Y la segunda, el polo opuesto, la de quienes, habiendo sido durante mucho tiempo miembro de la Obra, por razones personales dejan de serlo, y que, al hacerlo, empieza entonces para ellos un verdadero calvario que sólo con entereza de carácter, ayuda personal y paso por el hospital logran al fin un día desembarazarse de las redes fantasmales y dañinas que la Obra proyecta aun lejos de los lugares donde sigue imperando.
El primero es el de Carlos Bordadores, que para congraciarse con los de la Obra empezó a procrear un hijo tras otro, dado que los gerifaltes veían con buenos ojos los matrimonios con muchos hijos. Al principio de los tiempos Carlos fue muy amigo del "Extremeño" que, medio en broma medio en serio, le comentaba de este modo el hecho de tener los hijos tan seguidos:
“No das abasto, macho. Parece que vas a destajo.”
“Es Dios quien quiere que vengan los niños tan seguidos. Contra eso no se puede hacer nada”, contestaba tan campante Bordadores.
“Sí se puede, claro que se puede, y medios hay permitidos por la Iglesia, como algunos métodos reconocidos", le replicaba Antonio, que hacía esfuerzos por no decirle directamente que no follara tanto o que de hacerlo practicara el marcha atrás, método que suele ir muchas veces bien, menos cuando no va y hace que venga de estraperlo un hijo al mundo. Pero como sabía que algo se estaba cociendo en el cerebro de Bordadores, optaba por los eufemismos más corrientes. Aunque casi siempre terminaba la conversación con una de sus típicas frases latinas, aquella que dice aludiendo a que el tiempo no se detiene y el hombre sí:
“Pero tú sigue así. Fugaces labuntur anni”.
El caso fue que, cuando al fin pasó Carlos a pertenecer a la Obra, dejaron de venir nuevos vástagos a su familia. Así, de repente. Entonces cuando a alguien de nosotros se le ocurría recordarle con cierta intención lo de que el santo matrimonio estaba encauzado a la procreación de los hijos y acto seguido le preguntaba por nuevas descendencias, a la vista de que éstas no daban ninguna señal de vida, cínicamente respondía tras dejar que de sus labios se le escapara una risa de conejo:
”Los designios de Dios son inescrutables. Ya ves, de pronto ha decidido que Concha y yo no tengamos más hijos.”
El caso contrario lo representaba Jordi Puig, compañero de despacho durante muchos años de Mariano Valdovinos y, posteriormente, Director de la SET, coincidiendo con la época en que yo fui profesor de esa Sección y casi hasta el momento de sufrir su “aparheid” personal. Pertenecía a la Obra desde cuando casi era un chaval y estudiaba Preuniversitario en un colegio de Gerona. Era gran aficionado a la lectura de narradores y poetas catalanes, como Pla, Ruyra, Rodoreda, Espriu, Carner o Foix, y también de clásicos castellanos, entre los que destacaban Manrique, Garcilaso, Góngora o Calderón; de este último recitaba de memoria grandes tiradas de versos pertenecientes a cualquiera de los dos típicos monólogos de Segismundo. Sus gustos se extendían a los deportes, sobre todo, al basket, que practicaba a veces jugando expresamente contra Mariano Valdovinos, para de este modo poderle decir que estaba defendiendo su pasión por el Joventut de Badalona frente a la que sentía "Vale" por el Estudiantes de Madrid. Tenía sus más y sus menos con su compañero de despacho, pero nunca la sangre llegó al río. Limaban sus diferencias desfogándose en el Polideportivo con un balón entre las manos y esquivando las entradas del adversario para apuntarse cuantas más canastas mejor.
Después, cuando entró a dirigir la SET, formó tándem con otro miembro de la Obra, un tal Darío Villena, madrileño incondicional y gran conocedor del cine español. Pues bien, este Darío Villena le contagió tanto la afición a Puig por las películas de Sáenz de Heredia, Rafael Gil, Juan de Orduña y un largo etcétera de directores del cine español más adictos a las doctrinas ortodoxas, que cada fin de semana se lo pasaban ininterrumpidamente viendo películas de los años cuarenta y cincuenta en cines de barrio o en la casa de la Obra donde ambos residían.
Por entonces se creó en el Colegio la asignatura titulada Artes Cinematográficas, cuyas clases fueron impartidas por Villena, que lo hacía al parecer con bastante libertad, dentro de lo que era posible allí. Hasta los gerifaltes del lugar mostraron, al respecto, tener el grifo del dinero abierto para él, pues, entre otros dispendios, costearon la edición de dos libros del profesor sobre didáctica de la cinematografía. Todo iba a pedir de boca hasta que a principios de los noventa, viendo que el camino del Colegio empezaba a torcerse para todos y en especial para la asignatura recién creada, por aquello del saneamiento económico que se avecinaba, Darío Villena regresó a su tierra natal y por intercesiones de la Obra logró una plaza en un Centro de Cine y Teatro de la capital de España y una colaboración mensual en una revista de Artes Escénicas.
Y volviendo a Jordi Puig, con la tormenta en lontananza, empezó a sentirse desplazado por las altas esferas. Aunque, a decir verdad, el primero en dar un paso fuera de las lindes de la Obra fue el propio Jordi, siempre con causa justificada. Todo empezó cuando su padre, a la sazón un hombre de avanzada edad, cayó muy enfermo. Jordi, apelando a casos parecidos que habían ocurrido con otros parientes de miembros de la Obra, pidió a los gerifaltes que buscaran una clínica digna para acoger y cuidar a su padre. Pero los de la Obra no sólo se lo negaron, sino que le echaron en cara su egoísmo material diciéndole que Jesús siempre se había movido entre gentes pobres y ambientes modestos y que, por lo tanto debía reflexionar y concienciarse para entender que su padre podía ingresar perfectamente en el Hospital del Valle Hebrón, que Dios se lo tendría en cuenta. A lo que Puig replicó que Dios no tenía nada que ver con el asunto y sí el dinero que él les había ido soltando a lo largo de todos aquellos años. De modo que, ahora que se presentaba la ocasión, bien podían compensarle concediéndole el favor que les pedía, y si no, que le devolvieran parte del dinero que él había ido donando a la Obra desde que ingresó en ella. Que él mismo se encargaría de llevar a su padre a un sitio adecuado. A lo que los gerifaltes le respondieron:
“Los dones se hacen a Dios, no a ningún miembro de nuestra Obra. Y además, una vez recibidos se distribuyen entre los verdaderamente necesitados.”
Puig pensó con toda razón que su padre era uno de esos necesitados que decían y así se lo dijo a la persona que en la sede de la Obra de Barcelona le había recibido. Pero todo se debía a una consigna que venía de arriba y nada sacó en claro de aquella entrevista ni de las cartas que envió a Roma. Por eso, viendo que la negativa era totalmente inamovible y que el corazón tierno y comprensivo de que tanto hablaban ellos lo tenían de pedernal, solicitó dejar la Obra con efectos inmediatos pues no quería pertenecer a una entidad que se negaba tan insensiblemente a ayudar a uno de ellos. Y ahí empezó el final de Puig en Sendero. Y lo mismo que habían hecho con Antonio y Mariano en otro tiempo, a él le quitaron las clases y lo confinaron en su despacho.
Consultó su caso con un abogado del Colegio de Doctores y Licenciados, el cual le aconsejó no moverse de allí desde la hora de entrada de la SET a la de la salida. Así lo hizo. Y en ese tiempo fue cuando intimó conmigo. Entonces empezó a llamarme "Poeta", apodo que a partir de ese momento empezó a correr entre los más cercanos a mí. Antes Jordi y yo nos llevábamos como suelen llevarse un jefe de sección y un profesor adscrito a ella y, por lo tanto, a su cargo, aunque con humana comprensión y sin la típica fiscalía a que sometían los jefes de la Obra a sus subordinados. Hablábamos de las clases de Literatura que uno y otro dábamos en el COU de la SET: Jordi Puig, de la Catalana y yo, de la Castellana, de los alumnos más o menos vaguetes y molestos, de los trabajos de Lectura que les imponíamos, de la marcha del programa y otros asuntos relacionados con la pedagogía y la ciencia de nuestra asignatura. Nos dejábamos libros e intercambiábamos experiencias. Todo lo que uno y otro podíamos aprender del compañero. Pero cuando intimamos, Jordi me contó las vicisitudes que había vivido mientras había pertenecido a la Obra y sus roces con otros miembros. El más importante relacionado con las clases lo tuvo con de Deus, el director del Colegio, y fue a causa de la petición que le hizo éste para que intentara quitarme a mí las clases de Literatura Castellana, porque según dijo, ese cometido debía estar en manos de los miembros de la Obra, “ para no contaminar a los chicos con ligerezas mundanas”, fueron las palabras que empleó.
“Ya sabes que los que no son de los nuestros”, le añadió sibilinamente, “suelen actuar con total libertad para hablar a nuestros alumnos de los temas más conflictivos, con el consiguiente menoscabo para su formación espiritual.”
Se refería sin duda, entre otras cosas, a la pérdida de la fe de Manuel Bueno, en la conocida novela existencial de Unamuno, o la presentación del suicidio como solución vital que hace Baroja en El árbol de la ciencia a su protagonista Andrés Hurtado.
Pero Jordi Puig le contestó, y eso me abrumaba cuando me lo decía el mismo Puig, que nadie mejor que yo sabía cómo tratar con los chicos esos temas que, por otra parte, eran obligatorios en el Plan de Estudios de esos años. Sabido de todos era que en las clases del día el profesor de esa asignatura era Francisco Molinos, el cual zanjaba la cuestión entregando a los alumnos un extracto de las obras “conflictivas” y un cuestionario “light” contestado por el propio Molinos.
“Así, al menos, los chicos saben de qué trata San Manuel Bueno, mártir”, justificaba el peregrino profesor, “y no quedan emponzoñadas sus almas con la doctrina anticlerical de Unamuno.”
El caso fue que, pasado un tiempo, los gerifaltes decidieron despedir improcedentemente a Jordi con una suculenta indemnización, eso sí, por aquello de evitar a todo trance el escándalo, con lo que se resarció, si no del todo por lo que le habían hecho respecto al asunto de su padre, sí bastante en lo concerniente al dinero que le habían ido chupando mes tras mes durante muchos años.
A Jordi Puig le debo también un gran favor: el haber cambiado la Enseñanza Privada por la Pública pues al poco tiempo de salir también él del Colegio, recibí una llamada suya diciéndome que había aprobado Oposiciones y que yo debía hacer lo mismo porque, si él las había aprobado, más fácilmente lo haría yo (aquella forma de endiosarme me turbaba).

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