viernes, 27 de junio de 2008

HILO DIRECTO CON DIOS

LA NATURALEZA DE ENRIQUE SANTOS

No quiero terminar sin dedicar unas palabras al recuerdo de Enrique Santos, que en aquella ocasión se quedó sin oír en directo la voz del Monseñor, bello sacrificio que redundaría en sus méritos personales. Buen espíritu, en dos palabras, tan necesario para agradar al Fundador, meta y camino de sus actividades.
Enrique Santos, originario de Badalona, era maestro y daba clases en Elemental con verdadera dedicación. Numerario ejemplar, solía repetir y poner en práctica una de las normas referidas a la discreción recogidas en el librito del Fundador que casi nadie observaba: “La buena administración ni se ve ni se oye”. Enrique hacía, actuaba, servía a los demás sin pregones ni heraldos. ¡Qué diferencia había entre él y un socio agregado tan soberbio y quisquilloso como Molinos, que cualquier iniciativa que emprendía al momento alguien, si no él mismo, se encargaba de darla a conocer a los cuatro vientos! En cambio, Santos entraba en las clases y sólo se ocupaba de darlas como Dios le daba a entender. Y si entraba en el Oratorio se recogía en un lugar retirado, lejos de los bancos del altar, y allí se componía a solas con su alma. Y si tocaba el clarinete o cantaba a dúo con Jesús Mendoza una canción durante la fiesta de Navidad de profesores o recitaba algún poema que previamente le había pedido a Espejo, pues tocaba, cantaba y recitaba poniendo en ello lo mejor que tenía.
Dada su forma de ser y su discreción probada, apenas contaba nada que no tuviera que ver con su profesión. Por ello, algunos de nosotros, los que nos llevábamos bien con él, empezamos a apreciarlo más el día en que Mariano Valdovinos nos contó la desgracia que pesaba sobre la familia de Enrique. El caso era que una hermana melliza suya, también relacionada con la Obra, había contraído de muy joven una enfermedad atroz que la fue consumiendo poco a poco hasta postrarla en la cama para siempre sin haber cumplido aún los treinta años. Y ahí no acabó su dolor porque, declarado un incendio en la casa donde agonizaba, nadie pudo evitar que su cuerpo fuera devorado por las llamas. Vale me confió que, desde entonces, en la cartera de Enrique hay dos estampas juntas: la de su hermana y la del Fundador.
Enrique Santos pasaba inadvertido en el Colegio, como todos los que realmente cuentan a la larga en la memoria de las gentes. Para mí Enrique formaba parte del grupo auténtico del Colegio, y no contaba para esta clasificación el hecho de pertenecer o no a la Obra, ni el que de vez en cuando me pidiera alguna poesía mía indicada para niños, para hacérsela aprender de memoria y escribirla en sus cuadernos con letra caligráfica. Un día me enterneció al enseñarme una postal que había encargado hacer a los chicos a partir de mi poema La escoba. Se trataba de dos viñetas a todo color. En una de ellas aparecía una escoba estilizada que bailaba entre restos de papeles y en la segunda, una bruja cabalgando a lomos de otra escoba. Y el texto en forma de caligrama:
“La escoba siempre arrastra
los pelos por el suelo;
su cuerpo, tieso y flaco,
barriendo mira al cielo.
Furiosa el polvo empuja,
y dicen que de noche
sobre ella va una bruja.”
Le di las gracias emocionado. Pero era con pareados y coplas que le entregaba Espejo con los que solía montar sus clases de Lectura, Ortografía y Vocabulario. Había una copla en especial, la Copla del cisne, que repetía año tras año:
“Sobre la línea del agua
el cisne blanco es un dos,
un dos de tiza que nada
y se arrodilla ante Dios.”
Lo que más me gustaba de Enrique era la serenidad que respiraba su persona y la conformidad con que se entregaba a sus trabajos y quehaceres cotidianos sin decir “ya lo he hecho” o “aprended de mí a hacer las cosas". Evidentemente, seguía su norma interior: “Las buenas obras son para hacerse, no para pregonarse.”

MATERIA DE RECUERDO

Cómplices silencios

Y empezamos en casa a practicar los cómplices silencios que amortiguan el llanto y el dolor, las frías sombras que amenazan de muerte al hombre bueno que ha sido para ti un dios tranquilo, la mano que alzó un día el andamiaje de tu propia estatura, que dio pan de sueño a tu niñez.
Y planeamos meriendas a Las Planas, donde el padre reía débilmente, acaso cómplice también del disimulo, como magia para alargar el trágico momento, y elevaba el porrón para que el vino le bendijera como en años jóvenes.
Y al Tibidabo, donde los espejos cóncavos nos partían de risa y él soñaba aún con primaveras y viajes subido al avión y viendo el mar al fondo de la niebla, tras las grises avenidas de nuestra gran ciudad.








Tristeza

Yo no disfrutaba con los cuadros que pintábamos por los alrededores, estaciones en ruinas, campos rubios, barcos desahuciados o masías con perros que espantaban nuestras telas.
Ni comprando en Canuda libros viejos con pétalos de rosas en sus páginas y tarjetas postales con Colón apuntando hacia el mar, y entradas rotas del Liceo, y estampas y billetes que nunca más compraron...
Yo no disfrutaba con los vinos de Las Botas. Ni los versos procaces de Espronceda, ni los chistes subidos distraían la alarma de mi pena.
Sabía que más tarde o más temprano no podría acallar más la morfina los perros de la muerte. Que mi padre, cansado de luchar contra el dolor, cerraría las puertas al verano y, las manos en cruz sobre su pecho, iniciaría la ruta de la seda.


La muerte

Lejos de la gran ciudad, de la casa donde la muerte estaba gobernando, una noche de mili encabronada escuché la noticia bien sabida.
Un tren de medianoche atravesó tierras y lágrimas sin un descanso.
En mi macuto ardían cien poemas de rabia contra Dios, contra la vida, contra la primavera que incendiaba los campos de lujuria.
Llegué, limpio de llantos, hasta el lecho donde el padre aguardaba mis besos, mis palabras, tal vez la confesión de que él había significado todo para mí. Pero el tronco de un árbol más que yo habría sentido entonces. Nada dije, nada hice sino mirarlo lentamente como quien ve partir el barco que un día lo había traído hasta esta orilla.
Más tarde, cuando el cuerpo lo dejamos en el gris Cementerio de Montjuic, supe bien que cualquier descubrimiento lleva luz a las almas y penumbras, y que los cuerpos crecen con heridas que la vida les va abriendo sin causa, como letra obligada en su poema.




Bálsamo

Menos mal que el amor es puro bálsamo y todo lo aligera su ternura. Si no, todo habría sido un tobogán hacia el odio del vino y la desidia.
Las Ramblas de los pájaros, las Ramblas por donde el mundo entero se codea entre razas y lenguas de Babel, fueron ojos de mi florecimiento, oídos de mi amor. (La pena ardía entre sus manos blancas hasta hacerse ceniza de ternura.)
Ella me hablaba de barcos y gaviotas que tenían nombres de personas que queríamos, mientras la “golondrina” se alejaba por la dársena azul hacia los cubos grises del rompeolas, y su estela era el limpio recuerdo de una vida que nos seguía mar adentro, como el eco de la voz que nos hablaba momentos antes.
Ella lo decía y yo me lo creía. ¡Puro bálsamo!


Amor en todas partes

Y Montjuic me mostraba sus rincones con la procacidad del primer día, los arcos del Museo Arqueológico, la Font del Gat llorando cantos viejos, la grata Rosaleda, el Teatre Grec... y en todas partes era fácil, libre, el beso, el desamarre del amor, en todas partes dábamos fe viva de que la soledad más triste canta y explota cuando hierve en luz la sangre, si otra sangre baila con la tuya.
Y si no era Montjuic era el Parc Güell, la piedra vuelta loca en maceteros, en arcos, en columnas, en la gracia que aquel loco arquitecto de inquietudes sembró en el corazón de Barcelona.
En todas partes ella hacía de mí una soledad más pequeña, una elegía menos triste y más alta y más auténtica.

jueves, 26 de junio de 2008

HILO DIRECTO CON DIOS

EL MONSEÑOR EN EL COLEGIO

La Tertulia que llevó a cabo el Monseñor en la Biblioteca del Colegio se preparó concienzudamente. Por lo pronto se suspendieron las clases y se nos sugirió a los profesores que no pertenecíamos a la Obra que podíamos elegir entre asistir en directo a las palabras del Monseñor o no, y en este caso debíamos rezar para que todo saliera como se esperaba. Eso sí, Alberto Moral, que a la sazón era el director del Colegio, nos aseguró que no todo el mundo tenía la inmensa suerte de respirar el mismo aire que el Fundador y aprovecharse del fruto especial de sus palabras y que Dios sabía cuándo se iba a poder repetir aquella extraordinaria circunstancia.
Todo el Colegio, al menos por donde debía pasar él, especialmente el Pabellón Central, se perfumó con Akintson, su fragancia favorita, y se decoró con detalles que eran de su predilección, sobre todo, flores de tallo largo como gladiolos, rosas y azucenas, y pequeñas estatuillas de porcelana fina con las formas de patitos nadando o burritos de alforjas llenas, símbolos del trabajo y la actividad.
Desde primeras horas de la mañana fueron llegando al Colegio cochazos lujosísimos con matrimonios y gentes encopetadas de Barcelona, Sabadell y Tarrasa, la mayor parte empresarios y todos miembros o simpatizantes de la Obra, y también de otras partes de España, como Aragón o Valencia. En el aparcamiento de la entrada ya estaba Enrique Santos, un numerario de la Obra, organizando la manera de estacionar aquellas impecables carrocerías, a la vez que, tras saludar a los recién llegados, les indicaba el camino que debían seguir para acceder a la Biblioteca. Aquello se convirtió en una procesión o romería con todas las indulgencias ganadas. Y aquí y allá, plantados en el trayecto como ángeles guías, otros numerarios escogidos concienzudamente para tal ocasión, se encargaban de proporcionar a los romeros información de todo tipo antes de llegar a la Biblioteca. Allí ya estaba preparada, en lugar bien visible y privilegiado, una tarima hecha de maderas nobles desde la que el Monseñor se dirigiría a los asistentes.
Hacía rato que Pedro, Aurelio y yo asistíamos al impresionante despliegue y, sin decir palabra, cuando lo creímos conveniente, acudimos a la Biblioteca dispuestos a escoger un buen sitio para no perdernos detalle de tamaño acontecimiento. En la puerta del Pabellón se hallaba Xavier Botella controlando el paso. Al vernos, se colocó la corbata de rayas azules y rojas en perfecto estado de revista, estiró la barbilla hacia arriba y esperó a que llegáramos junto a él para decirnos en un susurro de voz:
“Se ha creído conveniente que, durante la Tertulia, los profesores del Colegio ocupemos discretamente la zona del altillo de la Biblioteca. Así permitiremos que la gente que ha venido de lejos y ha realizado un viaje prolongado para oír la palabra de nuestro Fundador se encuentre lo más a gusto posible. Espero que lo entendáis. Gracias por vuestra comprensión. Así haremos todos buen espíritu.”
Nada dijimos, con la mirada fue suficiente. Entramos en el vestíbulo y, al ver el despliegue material que había allí dentro, volvimos a mirarnos con complicidad. La decoración y el perfume elegidos lo decían todo. En la puerta de la Biblioteca vimos a Demetrio Velarde rompiéndose la cintura ante cada mujer que se acercaba a la entrada para saludarla y darle la bienvenida. Nos descubrió y, en un momento que se vio desocupado de tanta reverencia, nos hizo un gesto para que tomáramos el camino lateral de la Biblioteca, el de los cuartos que solían habilitarse para celebrar reuniones y cursillos.
“Todo como si creyeran que viene Dios en persona,” se me ocurrió decir a mí en un susurro de voz.
“Más que Dios”, añadió el "Extremeño" un poco más alto.
“Callaos, coño”, exigió Aurelio, “no vaya a ser que nos oigan”.
Y por la escalera posterior accedimos a la parte superior de la Biblioteca, una especie de balconcillo corrido que, a la sazón, estaba ya atestado de gente. Otros profesores y personal no docente nos hicieron gestos en cuanto nos vieron. Devolvimos el saludo a un lado y a otro y buscamos hacia los ventanales que daban al pequeño jardín del vecino Oratorio un sitio para colocarnos. En apenas unos minutos la zona baja de la Biblioteca se llenó a rebosar. La gente ocupaba hasta los escalones de la escalera de caracol que subía a la parte del altillo donde nosotros nos encontrábamos y tapaba las cristaleras de las estanterías de los libros. El "Extremeño" se disponía a hacer al respecto uno de sus típicos comentarios, cuando de fuera nos llegó un murmullo esclarecedor.
“Silencio”, dijo Aurelio, “algo ocurre en el exterior. Seguramente, el Fundador ha llegado.”
Se hizo un silencio celestial, de esos en que el alma puede oír las voces más peregrinas y saborear el contacto solitario del Más Allá. La expectación allí dentro fue espectacular. De repente, apareció en la puerta de la Biblioteca Alberto Moral y tras él, dos sacerdotes que flanqueaban a un tercero rechoncho y blanco que traía en los labios una sonrisa seráfica, el Monseñor. Finalmente, entró detrás, como en comitiva etérea, un grupo de gente joven que siempre suele acompañar al Fundador de la Obra en sus desplazamientos o que son requeridos para la ocasión en la zona donde tiene lugar la Tertulia. Todos se distribuyeron de forma estudiada sobre la tarima, de manera que reprodujeran lo más fiel posible el Sermón de la Montaña: el grupo de jóvenes alrededor del Monseñor, sentados a sus pies; los dos sacerdotes, como dos guardianes, a ambos lados de él, aunque ligeramente atrasados y ocupando dos sillas; y a un lado, fuera de la idílica escena, el director del Colegio, fijos sus ojos en el protagonista del momento.
Éste, carraspeó ligeramente para aclararse la voz y luego empezó la charla hablando del papel que deben ocupar en la educación de los hijos primero los padres y después los profesores. Se movía con mucha soltura, sonreía de vez en cuando, encarándose con las personas que tenía más cerca, sentada en los primeros bancos de la Biblioteca, o mirando hacia el altillo para hacer referencia al privilegio que teníamos los que nos apiñábamos allí por estar en las alturas. De vez en cuando utilizaba palabras del pueblo llano y pequeñas sentencias que su padre y su madre le repetían de niño, así como chistecillos populares, para acercarse más al público de aquella tertulia, que parecía estar en el cielo.
Mirando todo aquello con detalle, descubrí allí abajo, entre la gente que atendía fervientemente al Fundador de la Obra, a Octavio Tapia asintiendo con la cabeza a cada palabra que decía aquél, a riesgo de clavar su nariz en la espalda de su vecino de delante.
El Monseñor estuvo hablando un buen rato de la labor del profesor, de la del padre y de la del alumno comparándolos con trabajos del campo todos necesarios, progresivos y relacionados entre sí: la siembra de los padres, el riego y abonado de los profesores, el crecimiento recto de la semilla del alumno, luego transformada en planta que da fruto, y la consecuente buena cosecha, ayudada también por las lluvias y las bonanzas que caen del cielo sobre el campo de la vida para hacer más perfecta, más divina la recolección. Luego hizo una pausa de silencio, cruzó las manos sobre el pecho y sonrió beatíficamente mientras asomaba la punta de la lengua por la comisura de sus labios y recorría con la mirada los rostros de los oyentes.
Allí dentro, entre las cuatro paredes de la Biblioteca, había una química especial entre el sacerdote rechoncho y blanco de la sonrisa eterna y la gente que abarrotaba el local encendida de admiración hacia él, casi sumida en el éxtasis de los santos.
Después llegó el turno de las preguntas de los extasiados y las respuestas del Fundador. Al "Extremeño", por la facilidad con que el Monseñor contestaba todas las preguntas, le pareció enseguida que éstas debían ser preparadas, y así me lo iba diciendo a mí en un susurro de voz para que nadie lo advirtiera.
Una señora embutida en visón de primera clase y situada en las primeras filas le preguntó:
“Padre, ¿qué debemos hacer los cónyuges para no desestabilizar el ambiente que nuestros hijos deben vivir en casa y en familia?
El Fundador, esbozando una de sus sonrisas especiales, le contestó:
“Que os queráis, hija mía, que os queráis mucho. Con eso basta. El amor en la familia es el mejor campo para que crezcan sanos y rectos vuestros hijos. Pero qué te voy yo a decir a ti que tú ya no hagas. Anda y sigue queriendo mucho a tu marido. Lo demás vendrá solo.”
Otro padre de familia pidió la palabra para preguntarle:
“Padre, ¿ cómo puedo vencer la resistencia y la dificultad con que a veces se me presenta en el mundo diario, personal y social, la comprensión respecto de otras personas que no son de la Obra?
Y el Monseñor le contestó sin dejar de sonreír:
“¿Comprensión dices? Hijo mío, yo he ido por el mundo como Diógenes con su lámpara, buscando comprensión por todas partes, y no la he encontrado. ¿Y me he dado por vencido? No, de ninguna manera. ¿Y vosotros vais a daros por vencidos? Luchad, luchad con vuestras herramientas lo mejor que podáis y haced vuestro trabajo con rectitud y buen espíritu, y saldréis adelante. Los demás, los que no os entienden o hacen todo lo posible por no entenderos, algún día verán su equivocación. Vosotros, hijos míos, sembrad con buenas obras y recogeréis. Mirad al pobre burro cómo trabaja y cómo lo muelen a palos. Y fue el único animal que entró con Dios en Jerusalén.”
Y de pronto sucedió. La mano que se levantaba ahora entre el público era la de Octavio Tapia. Se puso en pie y, con voz temblorosa por la emoción, le formuló su pregunta al Fundador de la Obra, su ídolo aquí en la tierra y el puente seguro para su salvación eterna:
“Padre, ¿ qué cualidades debo reunir para ser un buen profesor?
Y el padre de la sonrisa eterna le contestó:
“Hijo mío, para ser un buen profesor lo primero que debes cumplir es ser un buen cristiano, cumplir con las leyes de la iglesia y los mandamientos de Dios, para que tus alumnos vean en ti un espejo de virtudes. Y en segundo lugar, estudiar y trabajar para que tu asignatura se enriquezca de sabiduría y sea comprendida en sus rectos límites por tus discípulos. Y otra cosa, en la clase procura lograr un aire de familia. Así que, si eres buen cristiano, trabajas como un burro y te haces querer por tus alumnos, serás un buen profesor, el mejor de los profesores. Pero tú no necesitas que yo te lo recuerde. Tú ya tienes todo eso. Se te ve en la cara. Anda y sigue así, hijo mío.”
Vimos desde nuestra privilegiada atalaya cómo Octavio, tras oír las palabras del Fundador, se restregaba los ojos para limpiarse las lágrimas de emoción que le salían a borbotones. Sin duda estaba viviendo el más excelso de sus éxtasis. Luego le dio las gracias y se sentó en el cielo. El "Extremeño" arrimó su boca a mi oreja y dijo:
“Ése mea hoy agua bendita.”
Después la Tertulia entró en una atmósfera de gloria, indulgencias y perdones, así como de complacencias mutuas, hasta que uno de los sacerdotes custodios se acercó al Monseñor como solía hacer en situaciones parecidas y, señalándose el reloj de la muñeca, le recordó que se había hecho tarde, gesto que rechazó teatralmente el Fundador como había hecho otras veces mientras con aquella sonrisa tan suya, especial y seráfica, comentaba:
“¡Que va a ser tarde! Voy a seguir un ratito más con estos hijos míos tan atentos. Porque os lo merecéis. ¿Verdad que sí? Y cuando un día yo ya no esté entre vosotros, seguid con este espíritu de entrega y trabajo, que la labor que le queda por hacer a la Obra es inmensa. Y vivid, vivid muchos años. Porque, hijos míos, en el cielo se puede amar, pero no se puede trabajar por Dios; hay que seguir trabajando mucho por Él antes de ir al cielo. Está bien lo que decía Santa Teresa: “Que muero porque no muero”. Pero eso no es lo nuestro. Debemos desear vivir para trabajar por Dios. Así que, seguid siendo buenos padres y buenos profesores trabajando cuanto podáis y más para ser santos aquí en la tierra.”

miércoles, 25 de junio de 2008

DE GALICIA

I.

Me pregunto si este acto de amor en Portonovo
Algo tiene que ver con las plegarias
De los altos pinos que ahí, amantes,
Orantes, se besan bajo el viento
Y ofrecen su prisión a algún dios celta
Que los mira en la lluvia.
Amamos como ellos y rezamos
Para alargar el hilo del momento.
Los gemidos mojados de los pinos
Acompasan los besos, los abrazos,
La siembra y el silencio.
Y yo los miro
Como si fuera uno de ellos,
Otro cautivo sin saber qué pasa.
Y rezo la mejor canción que sé:
El silencio.

Me pregunto si este acto de amor en Portonovo
Es cosa de la ría,
Del mágico obelisco que a unos pasos,
Sobre el cantil, señala otro destino.
No sé, pero ahora quieto,
Mientras mis manos sueñan todavía
Con su ternura, sigue
Siendo el lecho la playa donde el mar
Se apacigua, y yo un niño
Absorto en su inocencia,
Todo magia y murmullo de silencio.




II.

La lluvia bajo el ala.
El corazón soñando en vuelos de perdones.
El parque
De silencio, palomas y camelias,
Surcos donde siembra el cielo brumas
De la gran Rosalía. Ahora vengo
De aquel ámbito frío, traigo el alma
Con media pulmonía y pido vino
Y una tapa de pulpo que me salve
Del aljibe que me tiene cautivo.
“Jacobus” es la magia.
En sus cuatro caricias resucito
Recitando las nieblas de aquel ángel
Que no voló en su cielo.
Luego pago, estornudo y vuelvo a ser
Un fiel enamorado de Santiago.
Aunque llueve y me duele el rezo oscuro
Del pino en Portonovo,
Aunque llueve y escucho,
Entre el hondo gemido de los bronces,
Cómo el clavo de amor de Rosalía
Taladra el cuerpo blando de mi verso.




III.

Esta noche es la última.
Dios sabe cuándo habremos de sentirnos
Tan libres y tan niños como ahora.
Los pinos y sus besos
Serán versos un día, pero ahora, esta noche
Son testigos de vida.
Los miro
Como si pudiera saber de qué están hechos
Sus rezos sin nostalgia.
Como si después de mí
Ya no quedara nadie en la ventana
Mirándolos así, como si fueran
Humanos como yo.

Arde al fuego el orujo,
El azúcar, los granos de café
O la olla donde cantan las brujas.
La fórmula hechicera, la joven hierofante,
Las sombras como hiedras trepando en las columnas
Del salón. Y nosotros,
Rezando la oración de la memoria,
Endulzando las hieles del pasado
Con estas mieles. Bebo
Lentamente la taza de los ritos
Sin que se cuele aquí la lluvia negra
De lo que espera luego. Cuenta sólo
Este embrujo de ahora,
Caliente y duradero, de la maga Galicia
Que nos da en un instante la luz de su misterio.

HILO DIRECTO CON DIOS

LA ACTITUD DE OCTAVIO TAPIA

Cuando pienso en todo aquello ahora, me parece haber salido, no ya de una pesadilla pegajosa y destructiva, sino de un túnel que parecía no tener final, como uno de aquellos suplicios que dicen que hay en el infierno, me parece que es Papini en su Libro negro quien lo asegura; dice que el peor suplicio para los soberbios y vanidosos del infierno es situarlos en un túnel interminable y hacerlos andar por él alardeando de lo bien que han hecho las cosas durante la vida pero sin público que los vea. Me imagino vagando por él a Francisco Molinos, hablando y hablando de cómo deben hacerse las cosas poniéndose a sí mismo como ejemplo.
Recuerdo que la tarde que fuimos a ver a Aurelio al Hospital, vi salir del edificio camino del aparcamiento a Tejada y a Molinos, tal para cual, y lo primero que me vino a la cabeza fue acercarme a ellos y decirles cuatro cosas. Pero inmediatamente desistí al pensar en el dicho: “Vale más no remover la mierda”. Sólo el masoquismo podría ahora resucitar aquel solar de muertos al que esos dos pertenecen.
Pero aquella tarde me esperaba en la planta de Cuidados Intensivos otra sorpresa. Allí estaban Octavio Tapia y su mujer Marisol, ambos miembros de la Obra y él, profesor del Colegio desde sus inicios. Estaban hablando con la hija mayor de Aurelio. Les saludamos y oímos de boca de la chica lo que le había pasado a su padre, el partido de tenis, el dolor del pecho, la cerveza fría y el posterior empeoramiento e ingreso en el Hospital a toda prisa. Luego añadió que, gracias a Dios, el amago de infarto que había sufrido su padre había quedado sólo en un susto
Octavio Tapia, después de alegrarse por la ligera mejoría de Aurelio, se despidió cogiendo la mano a las señoras por la punta de los dedos e inclinándose como para besárselas, costumbre arraigada entre los miembros varones de la Obra.
“Como la cosa parece salir a petición de nuestros rezos”, dijo, “nos vamos más contentos. Tenednos al corriente, ¿eh? Hasta la vista. Ah, y a ti, Sebastián, te veo muy bien. Se ve que la Pública no es tan mala como dicen. Ya hablaremos en otra circunstancia más serena. Os tendremos a todos en nuestras oraciones, ¿verdad, Marisol?”
La aludida sonrió de oreja a oreja mientras asentía con la cabeza y luego los dos desaparecieron en el hueco del ascensor como dos habitantes del pasado. Por lo menos eso me pareció a mí, que en cuanto vi que la puerta del ascensor se cerraba tras ellos, susurré al oído de Nati:
“Por mucho que quiera regresar el tiempo ido, para mí será como esa puerta de ascensor.”
Octavio Tapia había sido mayor siempre. Esa era la impresión que causaba a quien se encontrara con él por primera vez. Destacaban en él tres rasgos inconfundibles: primero, su cabeza, grande y cuadrada con el pelo blanco como la nieve y en la que el rostro, moreno y surcado de arrugas, destacaba notablemente; después, sus curtidas y enormes manos, que más bien parecían propias de un trabajador de la construcción; y, finalmente, su andar reposado y seguro, como de emperador romano, haciendo, así, honor a su nombre. Era natural de Toledo, donde se había hecho miembro de la Obra, junto con su mujer, y Maestro Nacional. Vino al Colegio para ocupar un cargo importante en la sección de Preelemental, que era el curso de los alumnos más pequeños, y enseguida mostró sus dotes de persona aquiescente a todo cuanto afirmaran sus correligionarios, dispuesta a aceptar de buen grado cuantas sugerencias vinieran de ellos. Pronto vimos los que no pertenecíamos a la Obra que Octavio Tapia era el hincha más incondicional del Director de turno. Durante las reuniones a que asistíamos todos los profesores del Colegio en la Biblioteca los sábados obligados, podía verse a Octavio en la primera fila dando cabezadas ante las afirmaciones del Director, y no de sueño, como cualquiera de las últimas filas podría haber supuesto al ver su hermosa cabeza blanca ejecutando peligrosas reverencias, sino de ferviente asentimiento. Sin duda, de entre todos los profesores del Colegio, los gerifaltes lo eligieron a él para que formulara la pregunta al Monseñor cuando pasó por el Colegio en su memorable tertulia. Octavio era la persona idónea. Correcta, plana y sin inquietudes intelectuales. Por enésima vez, lo de pensar por cuenta propia y tener preocupaciones mentales, está terminantemente prohibido en la Obra, así como mostrar el menor atisbo de sentimiento noble y libre que pueda distanciar a su propietario del redil común, cuyo gobierno exclusivamente corresponde al Monseñor. Así pues, Octavio aceptaba sin rechistar las órdenes de sus superiores, órdenes disfrazadas siempre de insinuaciones correctas y sugerencias amables.
Una de las cosas más importantes que han ocurrido en la vida de Tapia fue que en el edificio donde estuvo viviendo un tiempo en Barcelona allá por los años setenta (luego se trasladaría a Cerdanyola, localidad próxima al Colegio) la banda terrorista ETA colocó una bomba. El susto que se llevó fue de lo que no se olvida nunca. Toda la noche la familia Tapia se vio obligada a pasar la noche en un hotel del Ensanche. Con el tiempo Octavio decía de aquella barbaridad que Dios lo había elegido a él para vivirla sin que, gracias también a Dios, perdiera la vida porque seguramente se la reservaba para efectuar empresas mayores.
Octavio Tapia y Aurelio Marqués, aunque han tenido algunas diferencias, siempre han hecho buenas migas y hasta hicieron juntos el viaje a Madrid para ver a Juan Pablo II en la visita que el Sumo Pontífice realizó a España. Pero las desavenencias entre ambos son vox populi en el Colegio. Una de ellas, seguramente la que más duró, surgió a raíz de una charla que en el café del comedor de profesores mantenía un grupo en el que se encontraban los dos. Eran ya los finales del curso y la hora de sacar balance estaba en los ánimos de todos. De pronto Octavio dijo:
“De todos modos he de aceptar que durante este curso no me he cansado tanto como otros.”
Entonces, el "Árbitro", ni corto ni perezoso, le soltó:
“¡Nos ha jodido mayo con sus flores! Si hubieras dado la mitad de clases que figuran en mi horario, no dirías eso.”
Aún continúa Octavio Tapia en el Colegio y, según Aurelio, con el mismo régimen de dedicación de siempre. Preceptor, miembro de la Obra, cuatro clases y muchas horas de reuniones y charlas espirituales.

jueves, 19 de junio de 2008

MATERIA DE RECUERDO

Noches de fuegos corporales

¡Cuántas noches después de estar con ella, después de someter mi carne a fuegos que sólo de pensarlo todavía me queman el recuerdo...!
¡Cuántas noches dejé que mi semilla blanca hiciese acrobacias nocturnas en la esquina de la calle, en los cipreses, testigos del deseo insaciable del carnoso ciprés que crecía en mis ingles!
El tranvía me llevaba cansado al otro extremo de la ciudad. El sereno venía, golpeando la acera con el chuzo y agitando las llaves de la noche, a mi torpe llamada mientras todo el mundo perseguía al Fugitivo en su televisión individual.
Después caía en la cama como un Orfeo que ha abrazado a su Eurídice y sueña que el infierno es un regreso constante a las delicias del Olimpo.
¡Qué tiempos cuando el alma se inundaba de música de disco ( el Richard Anthony de “Aranjuez mon amour”) y el cuerpo ardía mientras iba a buscarla a su trabajo!
Un dios Pan disfrazado de estudiante con apuntes del Cid y cien poemas temblando por hallar sus cauces vivos era yo camino de sus besos, del volcán donde las lavas del deseo una noche y las otras se perdían en fuegos acrobáticos, silentes, por laderas de tela o trapecios de cipreses nocturnos.
¡Qué retornos más dulces a la casa con la brisa de su pelo enredada aún en el mío, con el gusto a manzana de sus labios aún besando la fiebre de los míos!
Nostalgia inútil, te odio, pero te amo también porque el recuerdo me da vida.


Horta

Y viviendo la luz que me dio ella, otro barrio brilló bajo mis pies: su nombre, Horta, de casas con glicinias y pisos heridos de aluminosis; de plazas donde el pueblo compartía su tipismo con fuet y con sardanas, de cines donde ardíamos sin ver las películas que proyectaban, solamente explorábamos los cálidos y húmedos recovecos de nuestros cuerpos jóvenes. (Diamante, Astor, Virrey, Venecia, Horta, Maragall, Odeón... Sagradas sombras donde hicimos de nuestros cuerpos aras de devoción carnal). Y bailes donde juntábamos volcanes de deseos con músicas románticas en tanto que la tarde, mareada, daba fe del amor enredado en nuestras yedras.





Garraf

Y en tiempos de toalla y mar amigo, de arena y bronce gratis, nos armábamos de paciencia infinita y de nevera portátil, y cogíamos el tren para Garraf.
Era casi imposible echar el cuerpo a la larga sobre la arena entre tanta carne puesta al asador, y apenas la toalla señalaba el candor de nuestra piel.
El agua, acometida, se quejaba de tanta pierna y tanto brazo, era como entrar en la gresca de un buen caldo.
Pero pronto, recogidos los útiles, monte arriba, entre pinos, requeríamos un refugio tranquilo para comer y echar la siesta luego.
¡Un paraíso al alcance de Romeo y Julieta!




El nubarrón

No todo era soñar y dar los pasos por sendas florecidas, vino y arte en aquel sesenta y cinco de la luz que vino a deslumbrar aun más mi vida.
Había un nubarrón que amenazaba la mies de la familia, un nubarrón inexorable, una termita hambrienta dispuesta a socavar la luz de casa.
El hospital artístico, de cúpulas de fresa que yo había conocido, fue también bisturí y convalecencia para el padre operado.
Y la termita que roía el pilar de su estatura siguió sembrando el luto agazapada, mordiendo, devorando amor y tiempo.




Dios no disponible

Dios no estaba nunca disponible. Busqué su compañía en las iglesias, por las plazas cuajadas de palomas y niños que jugaban al columpio; de día, cuando todo es más abierto y la luz unge labios y miradas; de noche, cuando el miedo se hace pánico y el pánico sepulcro de deseos.
Las clases eran humo donde Góngora luchaba por lucir sus “Soledades”. Nada, nada lograba detener mis ríos de tristeza, la esperanza era una lluvia sucia que se hundía en las bocas del alcantarillado.
Y Dios no estaba en las iglesias, no estaba en ningún sitio, despachaba ignorancias y olvidos. Yo no iba a pedirle milagros, sólo tiempo, un poco más de tiempo para el hombre que me había traído a la ciudad un año antes. ¡Tan sólo tiempo, tiempo! Y el tiempo era ya humo para él.
Y aunque Dios no quería oírme, le dije de todo menos “Dios”, por las calles, por las plazas cuajadas de palomas y niños que jugaban al columpio, y en las iglesias donde sólo estaba el tedioso silencio de su ausencia.

CREDO POÉTICO

(Revisado)

Yo ya no busco bosques
abatidos de tristeza
ni ríos cuajados de crepúsculos
para hacer mis poemas
porque vienen a mí
como el mar a la arena.

Yo no busco el peligro
ni me invento las guerras
para que revienten de rabia
mis sencillos poemas
porque están en el mundo
como el llanto en la pena.

Yo canto lo diario,
si el hombre vive y sueña,
si en el campo una lluvia
el pan futuro riega,
y canto con palabras
sin resonancias huecas,
con palabras calientes
de un alma siempre en vela.

HILO DIRECTO CON DIOS

VICIOS Y VIRTUDES DEL DEPARTAMENTO DE INGLÉS

El Departamento de Inglés, que tenía su sede en la primera planta del Pabellón del Delfín, era el Seminario más curioso del Colegio. Formaron parte de él profesores nativos (en el Colegio se prefería que fueran los nacidos en Irlanda, isla donde entonces (y también en la actualidad) la religión católica prevalecía abrumadoramente sobre cualquier otra confesión religiosa) y profesores nacionales, cada cual más curioso y peregrino. Otro detalle que convertía en curioso el seminario de Inglés, comparado con los otros, era que, a lo largo de la historia del Colegio, había sido el Departamento por el que habían pasado mayor número de profesores.
Al principio ocurrieron casos altamente chocantes con el proceder de algunos profesores de Inglés, llegados de Europa y apenas conocedores de nuestras costumbres. Hubo uno llamado Cormich que un buen día se presentó en el Colegio con su autocaravana. La plantó en el aparcamiento de coches de la entrada como si estuviera en un camping y entre pino y pino tendió sus cuerdas llenas de ropa recién lavada. Le acompañaban su mujer y dos hijos, y duró en Sendero el tiempo que necesitó para recoger la colada y poner en marcha su vehículo. Unos días más tarde corrió la noticia de que el tal Cormich era un fumador empedernido y traficante de hachís y su mujer una chica de copas en un bar de alterne de Castelldefels donde buscaba clientes tanto para que compraran el tabaco reconfortador de su marido como las delicias sensuales de su propio cuerpo.
Después llegó otro, éste soltero, que se llamaba Harold, muy hábil con las cartas y casi nada con las clases. Decía que era descendiente de Byron y llegó a recitar algún fragmento de La Peregrinación del joven Harold en la primera y última fiesta de Navidad que vivió en el Colegio. No llegó a incorporarse en enero a la disciplina del centro porque su nombre apareció en los medios por un asunto relacionado con el Casino de Lloret, en cuyas ruletas se había pulido la paga. Evidentemente, los jerifaltes del Colegio no podían sobrellevar el escándalo y enviaron al domicilio de Harold una carta certificada comunicándole el despido. El tal Harold se desenvolvía muy bien en castellano aunque con un deje muy simpático que hacía las delicias de los chicos de Preparatorio. Hasta demostró cierta habilidad, no tanta como con las cartas, jugando al fútbol. Llamaba de usted a Aurelio Marqués, el "Árbitro", cuando, tras llamarle éste la atención por una dura entrada, se dirigía a él para protestar.
Mejor que Harold jugaba al fútbol otro profesor de Inglés que llegó a finales de la década de los setenta, Luigi Botti Tower, cuya ascendencia italiana salía a relucir cuando rodaba por el suelo a resultas de una fuerte entrada o fallaba un gol cantado. Entonces se arrojaba al suelo de rodillas y, alzando los brazos al cielo, exclamaba:
“¡Porca miseria! ¡Porca miseria!”
Poseía una cabeza poderosa y armada de una melena rojiza que le daban el aspecto de un gran felino, sobre todo, cuando como una furia avanzaba con el balón controlado hacia la portería contraria. Apoyado por mí, se sentía seguro en sus internadas futbolísticas y, si al final de la jugada lograba marcar un gol, ya sabía que la mole de músculos de Tower se me iba a venir encima de un momento a otro en un abrazo descomunal; así que alargaba la mano para impedir que eso ocurriera, pero era inútil: siempre resultaba aplastado entre los brazos del impetuoso profesor de Inglés. Constantemente se mostró muy cordial conmigo y nació con el tiempo entre los dos una especie de complicidad de frases y secretos que se rompían a la hora del café en el comedor de profesores. Entonces Luigi, con un castellano de párvulo y con los acentos graciosamente cambiados, contaba la jugada del partido hasta que, llegados los pormenores intrigantes, se dirigía a mí para pedirme con un gesto abierto de sus enormes manos:
“ Sébastian, díceselo”
La "Torre", como le llamaban acertadamente, aunque tampoco sin ninguna originalidad, la mayoría de los alumnos (evidentemente, por su apellido inglés y por su arrolladora fortaleza) trabajó pocos años en el Colegio. Al final logró una buena boda con la heredera de una casa de muebles de La Garriga y abandonó la enseñanza para dedicarse al negocio de la madera, que siempre da mucho más que el aula y la tiza.
Vino a sustituirle un profesor de Londres, tan barbudo como silencioso llamado Spencer, como el de las películas de puñetazos. El silencio que mantenía en las reuniones hizo pensar que callaba por inteligente y discreto, cuando en realidad su recalcitrante mutismo tenía que ver con su escaso dominio del español. En sus clases, que eran además las que pertenecían a cursos inferiores, con lo que el conocimiento del idioma extranjero por parte de los alumnos era muy deficiente, no había manera de que entre el profesor y los chicos brotara el mínimo entendimiento. Y hubo que rescindir su contrato.
Fue por entonces cuando los jerifaltes del Colegio empezaron a frecuentar la costumbre de personarse en el país de origen, más exactamente en Irlanda, y allí contactar con los futuros profesores de Inglés. Pero aun así las cosas no mejoraron mucho. Dos profesores fruto de este trabajo de previo contacto en Dublin fueron Thomas Deere y Don Gravin.
El primero, alto y desgarbado y rojo como una zanahoria, era muy simpático con los chicos y demasiado benevolente con ellos respecto de la exigencia académica. Hablaba constantemente de Australia y en la pared del despacho, por encima del respaldo de su silla, podía verse una gran mapa a todo color de la gigantesca isla. Decía que allí había empezado el paraíso (lo decía en petit comité y lejos de las orejas de los de la Obra) y que, si pudiera, allí le gustaría morir. Pronto se hizo un compulsivo fumador de tabaco rubio pues compraba varios cartones de Bisonte, cuyos cigarrillos sin boquilla quemaba a una velocidad de vértigo, como si cada uno fuera la última voluntad de un condenado a muerte. Tenía, sin embargo, una curiosa manía relacionada con el tabaco. Si algún profesor ajeno a su Departamento se atrevía a pedirle un cigarrillo, era corriente que Thomas le respondiera con la frase:
“Un pitillo, una peseta. Una peseta, un pitillo”.
Estuvo muchos años en el Colegio hasta que un buen día le llegó una oferta de Nueva Zelanda y allí se fue (decía que si no era Australia, muy cerca estaba de su tierra prometida).
De talante distinto era Don Gravin, que, celoso de guardar su autoridad ante los alumnos, convertía sus clases en un duelo del oeste. Aficionado a la bebida destilada de su país de origen, su carácter inspiraba poca confianza. Siempre serio, con el ceño fruncido, y con unos cuantos güisquis haciendo de las suyas en su organismo, entraba en las clases altamente excitado. Escribía las cuestiones de la lección del día en la pizarra y acto seguido empezaba a pasearse entre las mesas de los chicos, como un domador de leones, deseando propinar una colleja al primero que osara moverse. Las familias se quejaban de lo estricto de sus correcciones y de las bajas calificaciones que obtenían sus hijos. Para decirlo de una vez, los chicos le tenían verdadero pánico. Pues por no molestarle ni le pedían permiso para salir al lavabo. Y hubo una vez un chico que, con la urgencia fisiológica amenazándole el calzoncillo, se atrevió a levantar la mano para avisarle del peligro que corría. El profesor se abalanzó hacia su mesa y le preguntó:
“¿Y tú qué quieres ahora?”
Y el muchacho, lleno de miedo, se llevó las manos a la cabeza para cubrirse mientras en un susurro de voz le respondía:
“Que si puedo ir al lavabo”
“¿No puedes aguantarte?”, le recriminó Don. “¡Vaya hombres del mañana que tengo aquí! Además, ¿es urgente?”
Y el chico, entre la urgencia y el miedo al profesor, no pudo evitar lo inevitable. En el olfato de todos se hizo evidente lo que allí estaba pasando. Menos mal que Gravin, que era todo menos estúpido, le separó al muchacho las manos de la cabeza y animándole a ponerse de pie, lo acompañó hasta la puerta del aula. Se la abrió y haciéndole salir al pasillo le dijo:
“Anda ve, tienes mi permiso.”
Por todo eso y mucho más los chicos no lo querían, pero tampoco los padres, lo mismo que los gerifaltes del Colegio, los cuales, sin embargo, nunca movieron ficha para prescindir de sus servicios. Y en el Colegio estuvo trabajando hasta el año de las nuevas construcciones. Entonces, enfermo del hígado, tuvo que ser ingresado urgentemente en el Hospital del Vallés. Cuando salió de allí, ya era una piltrafa humana, incapaz de dar dos pasos por su propio pie y de pronunciar una palabra claramente.
Otros profesores de Inglés vinieron a engrosar la ya abultada lista del Departamento. Según Antonio Dorado, habitual visitante y amigo de sus componentes, aquello era como la Rambla de Barcelona. Hasta tres docentes de color dieron clases en el Colegio. Poco tiempo, claro, pero alguno de ellos dejó honda huella allí. Por ejemplo, Charlton, un negrito agradable que llevaba un diente de oro y convertía sus risas en un brillo especial. Procedía de una familia noble de una tribu de Nigeria y contaba en las charlas de café que los padres de algunos miembros de la tribu, en especial los más pobres, solían mandar a sus hijos a la selva y allí, como en el cuento de Pulgarcito, debían encontrar por sus propios medios el camino de vuelta a casa. Sonreía mostrando el diente de oro mientras concluía la anécdota diciendo que algunos de esos chicos nunca lograban regresar al poblado y acababan siendo devorados por los animales salvajes. Poseía un Inglés muy correcto, según su jefe de entonces, Manuel Conejo, y podía haber sido buen profesor si hubiera seguido las pautas del programa. Pero no fue así y en más de una ocasión los espías de las altas esferas contaron que se pasaba la mayoría de las clases contando a los alumnos historias de negritos aventureros parecidos al Mowgli de El libro de la selva. Cuando vio en peligro su puesto de trabajo, intentó por todos los medios hacerse de la Obra, pero los jerifaltes deshicieron de un plumazo ese deseo. Un tiempo atrás se le vio salir de una Academia de Inglés recién abierta en San Cugat. Allí daba algunas clases en el horario de la tarde.
Otro profesor de color fue Dante Bagingo, que, primero, se dormía en las tertulias del café y, después, en las propias clases, ante la mirada atónita de los críos, los cuales, se acercaban a su mesa sigilosamente y cuando veían que el profesor roncaba como un bendito, le hacían las mil y una, como cambiarle las notas de la lista, esconderle la pluma estilográfica que siempre mostraba como una verdadera joya en el bolsillo superior de la americana o, lo que es peor, desabotonarle la camisa y llenarle de tiza el interior del pecho. El pobre Bagingo en realidad padecía de hipotensión y una tarde se quedó como muerto en el comedor de profesores. Aún suena la sirena de la ambulancia en mi memoria pues ese día me encontraba con él en la tertulia. No puedo quitarme de la cabeza aquel horrible momento. Vi en pocos segundos cómo se le ponían los ojos en blanco y su cuerpo, desmadejado, resbalaba poco a poco por el sillón abajo. Yo fui quien cogió el teléfono y llamó a Urgencias, mientras el "Extremeño" le aguantaba por los hombros para que no cayera del todo al suelo. Cuando la ambulancia hizo su acto de presencia por la entrada del Colegio con sus espeluznantes alaridos, la cabeza de Dante rodó hasta su pecho. Creímos entonces que nuestro compañero había muerto. Y aunque no fue así en aquel momento, días más tarde, sin haber podido salir del coma en que se había sumido, Dante Bagingo falleció en el Clínico de Barcelona.
Suerte dispar corrió el tercer profesor de raza negra que pasó por el Colegio. Se llamaba Kigali y llegó a ser un buen actor en las fiestas de Navidad, aunque ya en las aulas mostraba verdaderas cualidades teatrales. Tenía una habilidad innata para hacerse con los alumnos sin las estrategias didácticas y psicológicas que solíamos emplear los demás. Con cuatro frases y otros tantos gestos se hacía con la disciplina de la clase. Nadie sabía de dónde había venido. Y un día desapareció de la misma manera. Un misterio parecía rodear a Kigali. Cuando mejor estaba en en Colegio, cogió la puerta y se fue. Los chicos le echaron de menos durante mucho tiempo. Un día, un par de años más tarde, apareció en el Colegio para dar una conferencia sobre Nueva didáctica del Idioma extranjero. El evento se convirtió en una fiesta para sus antiguos alumnos. Hasta firmó autógrafos entre ellos. Pero, tras aquello, nunca más volvió a aparecer Kigali, que pasó a la historia con un halo de magia.
Sin embargo, fueron tres profesores nacionales quienes sacaron adelante el Departamento de Inglés e hicieron de él una entidad propia. Manuel Conejo, jefe de seminario al principio, y Juan Espejo y Roberto Feria, que lo fueron hasta los ochenta.
El primero, Manuel Conejo, se cambió el nombre porque lo de “Conejo” no le parecía serio para un profesor de Inglés, y se hizo llamar por los alumnos Señor Chester. Trajeado impecablemente, su porte era ejemplar. Alto y bien parecido, tenía además una voz engolada que le hacía parecer un poco fantasmón. Aunque a veces lo era del todo, en especial, cuando alardeaba de pertenecer a una familia de empaque originaria de Santillana del Mar y decía que sólo continuaba en la enseñanza por amor al arte de educar. Por otra parte, actuaba como uno de la Obra. Hacía la visita al Oratorio nada más llegar por la mañana, asistía a misa diariamente y realizaba retiros espirituales uno por cada estación del año. Aurelio, Antonio, José, Manolo y yo, es decir el grupo más unido del Colegio, siempre creímos que Conejo era un miembro de la Obra, hasta que un día en el comedor de profesores se enfrentó claramente al gerente Romero. Aquello pasó a la historia del Colegio. Por lo visto Romero le insinuó que había apretado de tal manera los tornillos en la programación del Inglés de BUP que apenas dejaba tiempo a los chicos para dedicarlo a la piedad. Y añadió:
“Y ya sabes que en el Colegio hay prioridades y que la vida espiritual prevalece sobre la simple instrucción de los chicos.”
Entonces Conejo, seguro de que tenía razón, le replicó con aquella voz de fiscal que tenía:
“Bien está cumplir con las obligaciones religiosas. Es más, hasta nos ayuda a ser mejores unos con otros. Pero una vez cumplidas esas obligaciones, hay que estar por la labor de educar a nuestros chicos con instrucción, con toda la instrucción académica de que seamos capaces.”
Pero, para nuestra sorpresa, lejos de molestar el gesto de Conejo a los de la Obra, éstos lo vieron como fruto de una persona integrada en el Colegio. Así eran las cosas allí.
Lo de estar integrado o no en el Colegio fue durante mucho tiempo la piedra de toque. Después, con el cambio de los ochenta, nada sirvió que no fuera la ciega obediencia y la economía. De ahí que el Señor Chester, como lo llamaban oficialmente sus alumnos, pasara a ser profesor de tercera clase. Hasta que, cansado de que no valoraran sus servicios, optó por la enseñanza pública, como tantos otros.
“Porque en ella, en la enseñanza pública”, decía, “los resultados que obtengas con tu trabajo, sean buenos, sean malos, son únicamente achacables al profesor y a la práctica de su labor docente, y no a otros aspectos que nada tienen que ver con el binomio recíproco enseñanza-aprendizaje”.
Antes de la debacle, estuvo como jefe del Departamento de Inglés Roberto Feria, un pamplonica de pro, que había corrido en tres Sanfermines consecutivos delante de verdaderos miuras y que no temía, por lo tanto, a las hordas estudiantiles que empezaron a poblar las aulas del Colegio por los años del Golpe de Estado, granujillas que nada querían saber de los libros y sí con las consolas y los nuevos avances tecnológicos que asomaban por entonces junto con los programas más que atrevidos de la tele. Sin embargo, el fin de los Jefes de Sección y de Departamento de personas que no eran de la Obra había empezado, casi paralelo al escándalo religioso más grande del siglo, el que surgió del préstamo que hizo la Obra de mil millones de dólares a las cuentas del Vaticano a cambio de que el Papa convirtiera en algo personal el auge de la Obra en todo el mundo y en la veloz subida a los altares del Monseñor cuando en otros casos debían transcurrir siglos para que alguien fuera canonizado.
El caso fue que Roberto Feria reinó bien poco ante la feria espiritual que se avecinaba. Logró, sin embargo, dejar bien sentadas las directrices que unían las didácticas y las programaciones de Inglés de todo el Colegio, desde los estudios primarios hasta el COU. Esa fue la primera y la única vez que algo así se hacía en el Colegio. El "Extremeño", que hizo buenas migas con Feria, cuando se enteró de que éste iba a ser sustituido por Carlos Coto, un gris personaje perteneciente a la Obra, le recordó lo del mono con chándal. Lo del mono con chándal salía a relucir tras las juntas de “compasión”, en las que todos aprobaban. Entonces Antonio decía:
“Aquí colocas un mono con chándal en Primaria y llega a COU con buenas notas.”
Y cuando Carlos Coto cogió las riendas del Departamento de Inglés, el "Extremeño" le dijo a Feria con no poca zumba:
“Menos mal que otro mono con chándal viene a salvar tu Departamento”.

lunes, 16 de junio de 2008

HILO DIRECTO CON DIOS

EL CASO DE LLUÍS VILADOMAT

En cuanto a Lluís Viladomat, procedía de una familia catalana de antiguo origen. Sus padres eran terratenientes de la zona de Vic y se permitieron el lujo de dar carreras universitarias a sus dos hijos, de los cuales el más joven y también el más inteligente era Lluís. Durante sus estudios conoció a la que sería la mujer de su vida, licenciada como él en Latín y profesora de Instituto, Montse, una mujer moderna y preparada que nunca vio con buenos ojos que su marido trabajara servilmente en un colegio de la Obra donde lo que prima es la obediencia ciega. Cuando realizaban alguna excursión por la rica y artística Cataluña acompañados del matrimonio Dorado, a la hora de la comida siempre surgía ese tema. Pero no tenía solución porque se trataba del mundo de la enseñanza, y Lluis, lo mismo que Antonio, no hacían distingos entre la pública y la privada: lo que contaba era hacer bien el trabajo, preparar bien las clases y aplicar la didáctica de la asignatura del mejor modo posible adaptándola a las capacidades y actitudes de los alumnos. Sin embargo, Lluís estaba de acuerdo con Montse, su mujer, en una cosa muy importante, y era en que la persona que manda en el aula es siempre el profesor y de nada valen los caprichos y la procedencia social y económica del alumno, si éste no pone de su parte el esfuerzo y la dedicación necesaria para hacer progresos en la difícil y perseverante tarea del aprendizaje.
Lluís tenía dos aficiones que sobresalían sobre todas las demás. Una era coleccionar estampas de iglesias románicas de España, en especial de Cataluña. Esta afición estaba estrechamente ligada a la de viajar y hacer excursiones para descubrir lugares interesantes donde hubiese ermitas, templos, iglesias, basílicas, monasterios o catedrales románicas. La otra, investigar la gastronomía en los clásicos griegos y latinos, así como en la narrativa catalana de los últimos tiempos. Hace unos años, fuera ya de Sendero, escribió y presentó un libro que se titulaba La gastronomía del Imperio. Al acto de presentación acudieron algunos de sus antiguos amigos y compañeros del Colegio. Al lado de estas aficiones tenía otras de menor importancia pero que también reflejaban aspectos de su carácter, como aquella que llevó a cabo junto con otros compañeros del Departamento de Catalán, al que perteneció en su última etapa en Sendero, y que se convirtió durante unos meses en la alegría de todo el Colegio. Resulta que los miembros del Departamento se empeñaron inútilmente en enseñar a un cuervo a hablar en catalán. Se ve que el ave que inmortalizó Poe apareció misteriosamente un día en el alféizar de la ventana del despacho de Viladomat. Tenía un ala rota y el ánimo más negro que su plumaje. De ahí que, compadecidos del pobre pájaro, lo recogieron, lo curaron y se pusieron a adiestrarle en el idioma de Verdaguer. Para lograr tamaño objetivo, se turnaban en torno al cuervo para repetirle una y otra vez “Bona tarda, bona tarda”. Pero el pobre animal no debía de ser partidario de aprender ni esa lengua ni ninguna otra. Y un día, viendo que era imposible lograr nada positivo, le abrieron la ventana del Departamento para que volara al cielo azul del Colegio en busca de la libertad. El pájaro voló hasta el pino más cercano, se posó en una rama de cara al Departamento, miró hacia allí por última vez como agradeciendo al grupo de profesores su encomiable dedicación y enseguida se perdió entre los jirones de azul claro que dejaban entre sí las copas del pinar vecino.
El día en que empezó a nublarse el sol en la vida de Lluís en el Colegio coincidió con la primera clase de la mañana de un lunes de octubre frío y triste. Una niebla espesa ponía algodón en los cristales de las ventanas, cuando los chicos, aún de pie, rezaban el “Oh, Señora mía” con voz todavía no despierta del todo. Acabada la oración, Viladomat mandó sentarse a sus alumnos y abrir el libro por una Lectura de Pla. De repente, Albert Rovira, que era el alumno que hacía a la sazón de Secretario de Curso, levantó la mano para pedir la palabra.
Lluís se la dio.
“No sé si sabrá”, empezó a decir el chico, “que a esta hora nos toca rezar el rosario”.
Aquella clase era un BUP peleón y duro con algunos profesores que no pertenecíamos a la Obra, y Albert Rovira, uno de los múltiples hijos de un famoso y acaudalado empresario textil de Tarrasa del mismo nombre y también uno de los cinco padres fundadores del Colegio bajo los excelsos auspicios del Monseñor.
Viladomat que, por lo que fuera, aquel día no se encontraba de buen humor para atajar con mano izquierda el conflicto que amenazaba eclipsar su autoridad, le respondió que iban un tanto atrasados en la asignatura (cosa que era verdad pero que era un detalle que no tenía la menor importancia para la filosofía del Colegio) y que por ello daría la clase de Catalán. Añadió que el rezo del rosario podía posponerse a la siguiente clase y que él hablaría con el profesor correspondiente.
Acto seguido, nuevas manos se levantaron; todas, pertenecientes a los miembros del Consejo de Curso. Lluís notó que las piernas empezaban a negarse a sostenerlo. En más de quince años de docencia jamás había sentido aquella desazón. Y los nervios acabaron de salir disparados en todas direcciones cuando aquellos pequeños tiranos le recordaron que había en Sendero normas inviolables como la de rezar el rosario todos los días del mes de octubre, respetando el orden riguroso de las clases, y aquella era una de ellas. Y Lluís estalló.
“Pues hoy digo que hacemos Catalán. A ver, tú mismo, Albert, lee en la página 23 de tu libro de texto la Lectura de Pla”.
“No pienso hacerlo, señor Viladomat”, respondió orgullosamente el Secretario de Curso mientras buscaba con los ojos la aquiescencia del resto de la clase, en especial, la de los miembros del Consejo de Curso, la mayoría amigos suyos y vástagos como él de miembros de la Obra. “Y no sólo eso, sino que además salgo del aula para hablar con el Jefe de Sección de lo que aquí está pasando.”
“Te prohíbo abandonar la clase”.
El chico ni le escuchó. Cruzó los metros que le separaban de la puerta, la abrió parsimoniosamente y salió al pasillo. La puerta volvió a cerrarse. La clase se sumió en un silencio hosco mientras Viladomat se hundía en un mar de impotencia y rabia. Toda la autoridad y dominio del oficio que había ejercido hasta ese momento se le cayó al suelo de repente, y el prestigio, y la dignidad.
Ese mismo día Francesc de Deus lo llamó a Dirección y le echó una bronca de campeonato, recordándole el orden de prioridades en el Colegio y para quién trabajaba y concluyó diciéndole que si no estaba de acuerdo con la filosofía del Colegio, debería pensar muy seriamente la posibilidad de buscar otro sitio.
A partir de aquel día todo cambió en la vida de Viladomat. Su amigo Antonio Dorado le pidió discreción y prudencia aunque estaba totalmente de acuerdo con él y le seguía apoyando en sus opiniones más íntimas.
“Alia jacta est”, me dijo el "Extremeño" al saber lo que había ocurrido. “A partir de ahora , esa clase será un infierno para Lluís.”
En efecto, no hacía más que entrar en aquel BUP de Albert Rovira, cuando sus piernas empezaban a flaquear, su corazón a dispararse y las palabras a enredársele en la boca.
Un día, incapaz de guardarse lo que pensaba de la situación a que aquellos grandísimos cabrones, metidos en cuerpos de alumnos, le habían obligado a sufrir, les soltó la frase que fue la gota de agua que colmó el vaso:
“No creáis que siempre va a ser así. Un día dará la vuelta la tortilla y entonces sabréis qué es la justicia. Y los que estáis arriba os veréis mordiendo el polvo.”
Aquello fue, efectivamente, lo que esperaban ansiosos los jerifaltes para deshacerse de Lluís Viladomat.
En cuestión de una semana, el profesor de Catalán se vio en la calle, eso sí, bien indemnizado, como siempre, muy propio de quienes están acostumbrados a acallar con dinero sus conciencias, sus perversas y soberbias conciencias.

HILO DIRECTO CON DIOS

jueves, 12 de junio de 2008

HILO DIRECTO CON DIOS

PABLO GÓMEZ

Pablo Gómez llegó al Colegio a principios de los setenta, justo el curso en que el Monseñor pasó por el Colegio para celebrar en la Biblioteca una de sus famosas tertulias. De su Andalucía natal traía un deje simpatiquísimo que hacía las delicias de quien tuviera la suerte de escucharle. Enseguida pensé que haría buenas migas con el otro andaluz de pro, José Santamaría. Pero me equivoqué y, aunque se llevaban bien los dos y se hacían bromas sobre los olivos y la Semana Santa de Sevilla, a congeniar de verdad no llegaron nunca. Y eso que eran los dos bellísimas personas, tolerantes y comprensivos con los demás. Con el que sí congenió Pablo Gómez a las primeras de cambio fue con el leonés Dorado y con el catalán Viladomat. Cosas del destino.
Pablo Gómez tenía una letra preciosa, que no dudaba en prestar a quienes querían adornar con un texto caligráfico algún trabajo, cualesquiera que fuesen sus finalidades. Y una pierna izquierda soberbia. Y una fortaleza impropia de su constitución física, apenas setenta kilos de peso y poco más de uno sesenta de estatura. A veces hasta jugaba a fútbol descalzo, que daba grima verlo enfrentarse así a un delantero como Antonio, alto y fornido como un castillo. Pero, contra todo pronóstico, solía salir airoso de cualquier encontronazo. Dorado y él formaban el dúo de defensas más contundentes que habían pisado nunca el estadio de Sendero. Con todo, lo que más me admiraba de Pablo era su fuerza de voluntad. Casado y con dos hijos, fue capaz de sacar tiempo de debajo de las piedras para estudiar la carrera de Historia y licenciarse con buenas notas. De una persona así cabía esperar un futuro esplendoroso. Pero los destinos se tuercen inexorablemente, y el del pobre Pablo se quebró del modo más lamentable. Y un día de tantos Pablo de pronto se sintió mal. Le dolía la cabeza a ráfagas y como el dolor no se le iba ni siquiera después de dormir, al cabo de una semana de sufrimiento se fue a la Clínica de su Médica para ser examinado. Y aunque varios doctores lo reconocieron y le hicieron multitud de pruebas, ninguno acababa de acertar con lo que le pasaba. Hasta que en una de las últimas le detectaron un cáncer en el bulbo raquídeo. Velozmente lo prepararon para operarle en el Hospital Generalísimo Franco. Pero el cirujano que le tocó en suerte nada pudo hacer por atajar el horror que lo devoraba. Poco a poco, y a la vista de todos, se fue consumiendo. Alguna tarde de buen tiempo, ya muy enfermo, se pasaba por el Colegio y estaba unos minutos en el comedor de profesores, donde, con toda la pena del mundo, sus compañeros pudimos ver la celeridad con que el pobre Pablo Gómez se iba de esta vida. Aquel mismo otoño, un día lluvioso y gris, se fue para siempre.

martes, 10 de junio de 2008

HILO DIRECTO CON DIOS

ANTONIO DORADO Y SUS AMIGOS

Recuerdo las palabras que hace unos meses me decía el "Extremeño" en una de nuestras reuniones respecto al fracaso del Colegio. Hablaba del hundimiento que había efectuado el Colegio en materia de organización escolar y práctica pedagógica.
“Porque, mira que lo han hecho mal los cabrones a partir de los primeros años ochenta. Ahora que lo pienso, parece que se pusieron de acuerdo con los golpistas del 23 F. La única diferencia que hay entre unos y otros es que a estos últimos les salió el tiro por la culata y a los del Colegio bien, me refiero a que se hicieron con el poder que hasta ese momento había estado en manos de quienes sabían didáctica y ejercían la pedagogía con conocimiento de causa. Claro que para nosotros el golpe de estado del Colegio resultó ser el exilio. Sin embargo, hemos salido ganando, ¿no te parece, "Poeta"? Porque no me negarás que el dinero de la indemnización por el despido improcedente nos vino de perlas, ¿eh? Y otra cosa, y más importante: ya no estamos viviendo en aquellas tinieblas. Se habrán creído que nos jodieron bien jodidos, cuando en realidad el tiempo les ha debido de decir que se comportaron, además de pérfidamente, como unos perfectos gilipollas. Stultorum infinitus est numerus. Y respecto a Aurelio, no sé qué pensar. Si no fuera porque está pasando en estos momentos el peor de los tragos... Lo de apuntarnos a la lista del Comité de Empresa ajena a la de ellos fue un duro golpe para los que mandaban allí. En esa lista estábamos algunos de los que teníamos un peso pesado dentro del Colegio: tú, yo, Gimeno, el propio Aurelio... “
Retazos de esa conversación aún permanecen en mis recuerdos como avispas que quieren clavarme su aguijón. Intento en vano sacudírmelos, y en la porfía de esos recuerdos aparecen con insistencia algunos nombres de compañeros, como el de aquel que me acompañó a casa el día que compré un coche. Su nombre era Antonio Dorado.
Antonio Dorado ya estaba trabajando en el Colegio cuando yo llegué a él. Era natural de León, como Pablo Gómez, que en paz descanse, y daba clases de Geografía e Historia a los mayores, que correspondían a la primera promoción del Colegio. Era bastante alto y fornido y un poco desgarbado en el andar y, sobre todo, en la expresión, pero también un hombre formal y serio, responsable y con vocación innata para la enseñanza. Jugaba al fútbol como defensa (otra coincidencia con su paisano Pablo) y lo hacía con las mismas ganas con que daba clases, tantas que no había delantero que se escapara de su férreo marcaje. Sus patadas, debidas a un excesivo celo de defensa, como decía él, se hicieron memorables, hasta el punto de que las grandes jugadas del equipo contrario solían tener lugar en la banda contraria de la que Dorado defendía.
Jugaba al fútbol con la misma pasión que ayudaba a los compañeros a montar el Belén a la entrada del Pabellón o a mí a preparar una clase de Literatura. Recuerdo la vez en que con un bolígrafo golpeaba el pie metálico de una lámpara imitando las campanadas de una iglesia mientras yo, ante el magnetófono, grababa la lectura de El estudiante de Salamanca. Luego nos reíamos los dos al escuchar la grabación y descubrir aquellas campanadas que sonaban a hojalata y a música ratonera.
Él mismo hacía alguna que otra intervención teatral ante los alumnos más pequeños, sobre todo cuando tenía que hacer alguna sustitución. Entonces, para hacer más agradable la clase, contaba chistes de maragatos, muy malos por cierto a juicio de los chavales, pero que éstos se los reían para no hacerle enfadar. O cantaba la canción que se hizo famosa, aquella canción de las brujas que en más de una ocasión cantábamos a dúo entre carcajadas que hacían saltar de miedo los cuadros de los horarios colgados de la pared. La canción decía:
“A eso de la medianoche,
de las doce al último son,
salen las brujan cantando
y forman todas en procesión.
Y hacen fechorías,
ay, ay, ay,
y mil tropelías,
ay, ay, ay...”
Era realmente divertido verle hacer una pausa intrigante tras los primeros cuatro versos mientras se agachaba imitando a un ser malévolo con las manos curvadas como garras y extendidas hacia delante y los ojos y la boca ampliamente abiertos en una mueca claramente amedrentadora. Y luego, repentinamente, soltaba en voz muy baja y misteriosa los cuatro últimos versos:
“Y hacen fechorías,
ay ay ay...
y mil tropelías
ay, ay, ay...”
logrando con ello que los chicos se sobrecogieran durante breves segundos, aunque enseguida, pasada la impresión, estallaban en grandes carcajadas, más para aliviarse de la mella que había causado en ellos la canción, que para celebrarla.
Antonio Dorado tenía tres buenos amigos dentro de Sendero. El primero y principal era Lluís Viladomat, jefe del Departamento de Latín y Griego durante muchos años pero que al final de su permanencia en Sendero los jerifaltes le encargaron dar las clases de Catalán, pues se había licenciado en Clásicas y Románicas y estaba capacitado según ellos para enseñar tanto el Latín como la lengua de Maragall. La razón del cambio fue otra, sin embargo, y aquellos tres años últimos resultaron ser para él algo parecido a un infierno, y eso que estaba trabajando para quienes tenían hilo directo con Dios, como Molinos.
Otro amigo suyo fue Pablo Gómez, maestro de vocación y licenciado en Historia, aficionado como él al fútbol y ocupando la demarcación de defensa central con la contundencia del leonés. A diferencia de Dorado, Pablo era andaluz, de un pueblecito de Huelva, situado en la sierra de Aracena, de la que hablaba con verdadera pasión.
El tercer amigo era en realidad todo un Departamento, el de Inglés. Y raro era el día en que no pasara por el despacho comunitario para cambiar unas palabras con cualquier profesor que en aquellos momentos estuviera allí.
Pablo Gómez le invitó unas Navidades a su tierra y, siempre que hay ocasión, Dorado habla de las excelencias de los productos del cerdo ibérico que en cualquier bar de la zona lo sirven acompañado de un tinto espeso y rojo como la sangre y, sobre todo, de la fiesta de Fin de Año que pasó en familia con la de Pablo, entrañables todos y cariñosos con él como si fueran de los suyos. Cuando ocurrió lo de la enfermedad de su amigo y su brutal desenlace, creyó que el mundo perdía sus cimientos y él mismo sintió tambalear los suyos, tanto que se apuntó con Lluís a un retiro espiritual en Domus Dei, el santuario de la Obra, para reencontrarse consigo mismo. Luego vio que no, que la vida es así y que de vez en cuando Dios nos envía alguna prueba dolorosa para reforzar nuestra vida interior o, algo más difícil de entender, un golpe bajo para que nos cercioremos de una vez por todas que pertenecemos a la mortificada naturaleza humana.
Con Viladomat hablaba de Museos de Barcelona y de exposiciones de pintura que en la ciudad condal se daban con tanta frecuencia para visitarlas los fines de semana. También de vez en cuando los dos amigos preparaban excursiones para las dos familias por la Cataluña románica. Cuando sucedió lo de Viladomat, todas las alarmas saltaron y las relaciones amistosas que Dorado mantenía con los jerifaltes de Sendero se esfumaron de repente. De la noche a la mañana empezó a preparar Oposiciones. En cosa de un año pidió el finiquito y desapareció. Un día llegó una carta dirigida al Departamento de Inglés cuyo remitente era Antonio Dorado. Todos nos enteramos enseguida de que había obtenido una plaza en un instituto de León, su ciudad natal. Y nos alegramos, sobre todo, por él.

A ver si nos adecuamos.

Vaya por delante que el único periódico que leo es Público. Y ya he dicho las razones. Es lógico que me refiera casi exclusivamente a este diario para comentar algunas infracciones lingüísticas de las tantas que invaden hoy en día los medios de comunicación, desde la prensa escrita a radio o la televisión. Es de agradecer que Público exprese a toda página el lema ANTES DE HACER UN DIARIO LEÍMOS LAS CALLES; así podemos deducir sus lectores que sus mensajes guardan relación directa con lo que pasa ahí, en las calles, de nuestros pueblos y ciudades. Pero a la vez que leer en las calles, sus redactores deberían repasar la gramática que estudiaron en el Instituto (que esta es otra). Y si no, veamos dos muestras de su desidia gramatical localizadas el viernes 6 de junio. Y en sendos titulares. El primero: “El Supremo no ve delito en la actuación de Casas. Cree que la conversación de la presidenta del TC con una abogada se adecúa al uso social”. Sabido es que el verbo adecuar sigue la conjugación de verbos como averiguar, desaguar, etcétera. El presente de indicativo de averiguar es : averiguo, averiguas, averigua, averiguamos, averiguáis, averiguan. Por consiguiente, el de adecuar es: adecuo, adecuas, adecua ( tres sílabas y sin tilde en la u), adecuamos, adecuáis, adecuan. Así pues, el periodista debió escribir "...la conversación de la presidenta del TC con una abogada se adecua (sin tilde) al uso social". El otro titular reza así: “Clinton se rinde a la presión y anuncia su apoyo a Obama. Los congresistas demócratas le convencen de que acepte la derrota para unir al partido.” Repasemos: “Lo” es la forma del pronombre personal propia del CD referido a persona, animal o cosa en género masculino y también a una oración entera, y “la” es la forma referida a persona, animal o cosa en género femenino. Como excepción, se emplea la forma “le” para referirse a personas de género masculino (A Antonio no le vimos en la fiesta). Así pues, en el titular, la forma le, referida a la señora Clinton, es incorrecta. El periodista debió escribir “Los congresistas demócratas la convencieron…”

miércoles, 4 de junio de 2008

MATERIA DE RECUERDO

El Mercadillo de los libros

Como también recuerdo el generoso horizonte del Mercadillo, libros esperando la suerte de las manos que saben teclearlos con caricias de estudiante insaciable y de poeta.
Albert me acompañaba las mañanas de domingo por búsquedas y encuentros. Libros de magia, de poesía, de arte. Libros que un día sirvieron de escondite a secretos bélicos y a conjuras esotéricas. Libros que fueron cuajando bibliotecas y sueños... Libros que acabaron siendo testigos de una época y que ahora me obligan a esbozar entre los labios arabescos de gris melancolía cuando hojeo sus bosques de poemas, sus cálidas ventanas de pinturas, de rostros, de paisajes, de esperanzas.




Inicio universitario

Aquel sesenta y cuatro del inicio fue también la aventura de las aulas, de las asignaturas serias, hondas, de los sabios doctores que supieron sembrar en mí los dones del trabajo bien hecho, la lectura, la enseñanza... Alsina, Blecua , Castro..., compromisos de rigor y de entrega hacia el estudio...
Y nuevos compañeros, y otras rutas: la Avenida de la Luz y el cariñena, y el bulevar lujoso donde quiso Gaudí poner la almendra de sus sueños en casas temblorosas, casi tartas de piedra, invitaciones para que Dios bajase a ver si eran reales o plagios rebeldes de su excelsa magia.
Aquel sesenta y cuatro del inicio la sabia luz de la Universidad alumbró los desvanes de mi mente.






La ciudad en invierno

Y si era la ciudad en el verano un diamante brindado a quien osara entrar en su recinto misterioso con los cinco sentidos en alerta, en invierno se convertía en una dama que ofrecía sus encantos sin fin bajo la lluvia y el olor de alquitrán y los sonidos perdidos de la noche a quien quisiera poner en el tablero su ventura, sus virtudes de amante sin prejuicios.
Los amigos cogíamos el metro y, mineros del arte, un día amábamos la piedad de Pedralbes, y al siguiente, deseábamos a las mujeres que ardían en los cuadros que Picasso en Montcada dejó vírgenes para aliviar miradas encendidas...
Era todo la fiebre de la edad, que lo mismo encendía nuestras ingles que alzaba el corazón a los altares.




Sitges

O nos daba de pronto por cambiar de horizonte y, locos, nos subíamos al tren del litoral. Y, como a dioses en la orilla del mar, la luz de Sitges nos ungía de gracia y de poemas, tras rendir pleitesía a la pintura de Rusiñol en Cau Ferrat.
Comíamos entonces bocadillos de esperanza y bebíamos el vino de la gloria mientras quemaba los ojos la alegría de formar parte ya del arte fiel que no recibe nada y lo da todo.
Hay fotos que dan fe de aquellos días, y humos de cigarros y papeles habitados de esbozos y poemas, y cuadros que ya cuelgan para siempre en las salas eternas del olvido.




La ruta semanal

La semana avanzaba por la calle de Tamarit arriba hasta la Plaza donde esperaba la pasión del libro y, tras las charlas en el bar de Letras, nos salían al paso las presiones, las prisas y los nervios, drogas duras que inyectaban furiosos los exámenes.
El resto era volver a los amigos, al trato del pincel y de los versos abiertos en canal por los puñales de la música dulce de San Remo.
El resto era el placer del vino mago que hacía derramar poemas tristes a lo Buesa, o el deambular artístico por calles de Gaudí, donde unas torres, pétreas barras de pan, dan de comer a las aves del alma o unas cúpulas de fresa albergan camas donde el llanto aguarda tras la fiebre de la herida.
Entre el aula y la escuela de la calle y la amistad crecí aquel año azul palpando el cubalibre del guateque y el pecho femenino tras la blusa.





Ella, al fin

Al fin la conocí. Ella era la vida, la brisa que esperaba la alta vela de mi barco dormido en la añoranza.
Fue en la marabunta de la música y el ron con cocacola, en un guateque casero como aquellos que montábamos en la casa de Albert cuando sus padres se iban de viaje.
Ella bailaba como una lluvia cálida, era toda una carne bailable y no sabía aún que yo la amaba, que más tarde, a las puertas de su casa, tras la fiesta, le pediría que fuera mi novia.
Fue una Merced de calendario y cielo, de esas que duran una vida entera.

MATERIA DE RECUERDO

martes, 3 de junio de 2008

MATERIA DE RECUERDO

MATERIA DE RECUERDO

(1964 – 1974)









































“Amar el sueño roto de la vida
y, aunque no pudo ser, no maldecir
aquel antiguo engaño de lo eterno.
Y el pecho se consuela, porque sabe
que el mundo pudo ser una bella verdad.”
Francisco Brines



“Más, cada vez más honda
conmigo vas, ciudad,
como un amor hundido,
irreparable.
A veces ola y otra vez silencio.”
Jaime Gil de Biedma






A la ciudad de Barcelona y a algunos barceloneses especiales: tanto ella como ellos me ayudaron a ser yo.
A Nasi, que inició conmigo lo que ahora nos sostiene y da la vida.






I.

Estación de Francia

Lo primero que vi de Barcelona fue la estación de Francia y su alta luz de cien razas viviendo con sus lenguas y exóticas historias. Yo acababa de dejar en la esquina del pasado mi página vivida de ciudad de provinciana, y abría a la aventura del mestizaje libre y sin fronteras mis ansias de aprender pese al cansancio nocturno de los casi mil kilómetros que me separaban de la primera almendra de la vida, ya en las lindes de la verdad adulta y sus celadas.
Mis padres y mi hermana, la pequeña, soñaban como yo ante la imparable cascada de habla y etnia junto al tren, en aquella estación de puertas libres. Eso fue lo primero: la preclara, libre apertura hacia verdades vivas.


El piso

El sitio de la casa, luminoso, abierto, cosmopolita y brujo, junto al canto del agua de Monjuic y su esmeralda subiendo hacia el Castillo. (Al alcance de la mano, todo un mundo reciente esperándome. ) El piso en alto, tibio el aire en los balcones y la luz en el alma del ser que ya aprendía sin libros y sin sueños. (Casi olvido las huertas y los nidos de aquel otro que vive en mi interior siempre esperando.)
Y también aprendía de los míos: cuatro hermanos ardiendo en la labor de pagar deudas, sueños..., y los padres haciendo cuentas siempre. Versos hablan con gratitud de aquellos manantiales.






Era julio

Pero también del mar en Casa Antúnez, al pie del Cementerio, el agua alegre brillando en nuestros cuerpos. Era julio y ya estaba dispuesta la amistad a saludarme pronto. Allí, en la orilla, compartiendo la espuma de las horas, los primeros amigos catalanes me hablaron de museos, de caminos futuros por los barrios con solera donde el vino se casa con el arte.
Yo, a cambio, les daría humo de versos, y, todos, saciaríamos bohemias ingenuas de endiosada juventud.





Entre el arte y el vino

Sus nombres quedan ya sembrados, vivos, en mis surcos diarios. Versos hablan del estudio de Albert donde tejíamos nuestros sueños artísticos; sus lienzos regían nuestras charlas; yo leía mis versos becquerianos; lo demás era fruto del vino y la esperanza.
La juventud podía con los ebrios retornos por la calle del Romano, tras cuya estatua solíamos librar batallas de vejigas acosadas.
Y el tranvía, soñando con la gloria, nos iba transportando por la noche como Ulises camino de sus Ítacas.
Atrás quedaban versos y dibujos sembrados en la frágil servilleta, entre el olor a vino peleón y el humo del cigarro, como un guiño que la diosa bohemia nos brindaba.





Nombres

Nombres, vivos nombres que ahora traen momentos de amistad, que a la mirada prosaica del presente me torturan con la nostalgia inútil. Pero entonces..., entonces eran brillos de diamante en nuestras manos. Petritxol, Canuda, los Baños Viejos..., mundos donde abrían sus puertas al amor y al arte cuerpos y almas tocadas por un don común, por un año de gracia, aquel primero en que aprendí el misterio de Barcino, arrimando el oído al corazón, al barrio de las putas y del arte.
Pintábamos de día en caballete con el mar a los pies y el cielo azul temblando entre las velas de los muelles.
Y por las noches abríamos las salas de Baco con las llaves más gozosas. Entre vaso y vaso abríamos ventanas a las musas, mientras Fibla perdía lápices en Cristos agonizantes y putas con los senos encrespados, sus minotauros Florentí incitaba, el otro Juan soñaba con París, Esther flotaba en nubes de Picasso y Albert la dibujaba con pinceles untados en el óleo eterno del corazón.





Un refugio

Las borracheras duraban lo que duraba el fiel arrobamiento. Luego volvíamos al recinto de los Beatles y volvíamos a caer en toboganes de magia y erotismo.
En el estudio pasábamos el tiempo hablando libres de Dios, del arte, del sexo y de poemas mientras el mundo se multiplicaba en andamios y las palomas pintaban las estatuas con sus grises de fuego. En el refugio tocábamos las teclas de las musas y planeábamos híbridas visitas a museos y tabernas. Recuerdo todo eso con pasión.

lunes, 2 de junio de 2008

HILO DIRECTO CON DIOS

LAS "PROEZAS" DE JESÚS MENDOZA

A los casos citados habría que añadir, aunque con reparos, el del maño Mendoza, Jesús de nombre y a quien los chicos llamaban señor Jemén, anagrama extraño y difícil de pronunciar como tantos otros que suelen inventar los chicos en momentos de locura pasajera. Pues bien, este Jemén fue durante mucho tiempo el histrión de la Corte, y por él pasaban la mayoría de las actuaciones de la fiesta de Navidad de profesores. Dichas actuaciones tenían lugar, tras la cena fría del Pabellón de la Mariposa, en el Comedor de los chicos adecuadamente convertido para la circunstancia en “entrañable” salón de actos. Armado de una guitarra, Mendoza era capaz de cantar con voz bastante bien templada canciones humorísticas que eran la delicia de los profesores ajenos a la Obra y la amargura de los pertenecientes a ella. Casi todas las canciones eran producto de su imaginación y trataban de los temas más diversos, sin faltar los referidos al mundo escolar, el trabajo o el amor. Una de ellas, quizás la más conocida y solicitada por el personal, era una parodia de un romance de amor habido entre dos novios, según la cual el enamorado se veía una y otra vez rechazado por la amada en medio de las situaciones más divertidas. Los versos que formaban el estribillo de la canción eran:
“Mientras, metido en un charco,
con toda la lluvia encima,
yo me quedaba observando
la forma en que tú te ibas.
¡Como un verdadero idiota,
sí, sí, como un idiota!”
Más de una vez estuvieron sus jefes a punto de cesarle en tan importante cometido, pero al fin y al cabo gracias a Jemén podían los gerifaltes del Colegio presumir de que un miembro de la Obra era el centro de atención en una fiesta. Y un año tras otro, allí, al lado de la tarima donde, junto a los regalos de Navidad, presidía el evento la cuna del Niño Dios, podía verse a Mendoza divirtiendo a sus colegas de oficio. Unas veces lo hacía cantando y otras contando chistes con una gracia especial. Evidentemente eran chistes de tono azulado, pero contados con un salero que sólo sabía ponérselo él. Enlazaba los chistes que tenían alguna relación entre sí, los de locos, los de médicos o los de alumnos y profesores. Estos últimos eran memorables.
Jesús Mendoza era profesor en el Pabellón de la Pirámide y daba clases de Sociales, Lengua y Religión. Sus lecciones estaban llenas de chistes, o más bien eran chistes con muy poco de lección, con lo cual los chavales se lo pasaban a lo grande. Había inventado un sistema de calificaciones muy singular. Se arrancaba pelos del bigote y los pegaba en las agendas de los chicos. Un pelo significaba bien, dos muy bien y tres excelente. Cuando había mucho ruido en la clase con un gesto de la mano parecía recoger todo el alboroto en su puño y la clase en pleno respondía con un silencio sepulcral. Entonces él, con una voz bajita, apenas audible, decía:
“Ahora que estamos en silencio, vamos a sacar todos de nuestro cuerpo el demonio del grito. Cuando cuente tres, todos echaremos fuera esos demonios. Uno... dos... tres.¡A gritar!”
Y un grito horrible, masivo y ensordecedor hacía temblar los cimientos del Pabellón de la Pirámide. El resto de las clases sabía a ciencia cierta que el señor Mendoza estaba haciendo de las suyas. Pero todo parecía tenerlo controlado. Los chicos lo querían y se portaban muy bien en sus clases, salvo esas pequeñas explosiones de los demonios que llevaban dentro. Sin embargo, lo peor de Jesús Mendoza era que llevaba la broma a límites y ocasiones insospechados y aprovechaba cualquier circunstancia para hacerlas. Además de ofrecer los pelos de su bigote como premio académico a los alumnos, levantaba bulos espectaculares sobre los diversos parientes del resto de los profesores. Fue apoteósico el día en que fue diciendo por las clases que la abuela del Director iba a descender en helicóptero sobre el espacio del Colegio hasta posarse en el campo de fútbol para hacer allí un baile de “majorettes” junto con otras ancianas de la residencia donde se encontraba; no hubo modo de evitar que los chicos de toda la Sección acudieran al estadio para contemplar el espectáculo. Y luego no había nada, por supuesto.
Pero esa no era la única cosa extravagante que hacía. Unas Navidades “decoró” todos los cristales del Pabellón con trapos y papeles sucios en vez de las consabidas estrellas de colores brillantes y copos blancos de nieve. Y lo hizo asegurando que con esas muestras pobres los chicos serían más queridos por el Niño Jesús.
Hasta ahí había cierto pase. Pero otras veces Mendoza era capaz de hacérselas pasar moradas al Jefe de Sección correspondiente o al profesor que estuviera más cerca de él. Por ejemplo, durante todo un curso fue la bestia negra de Aurelio Marqués, a la sazón su superior en unas actividades extraescolares relacionadas con la prensa. Las quejas de los padres le llovieron por teléfono y no sabía cómo debía contentar a todos; así que intentó en vano hacerlo con explicaciones cada cual más peregrinas y que a la postre no sirvieron de nada, haciendo incluso que la Junta Directiva en pleno tuviera que intervenir. Durante otro curso, quien tuvo que sufrir las bromas de Jemén fui yo mismo. Resulta que, por orden de los gerifaltes, Jemén fue profesor de Lengua y Literatura paralelo a mí y no pude impedir que lo que yo había logrado durante años con rigor y seriedad, en menos de un trimestre se desmoronara en manos de Jesús Mendoza. Seguramente todo se debía a una especie de infantil venganza del histrión por haberse encontrado de golpe con aquellas clases de Literatura, en que era un auténtico novato, sin que nadie le hubiera pedido previamente su opinión. Aunque eso debería de saberlo muy bien él pues así procedían los mandos de la Obra con los que pertenecían a la baja y lisa tropa, pertenecieran o no a ella. A lo que iba: como resultado de su “magnífica” labor docente, los que salieron perdiendo fueron los chicos y el sistema educativo referido a la asignatura. Ocurrieron cosas peregrinas, como aquella en que, llegada la lección en que tenía que hablar del Poema del Cid, Jemén inventaba sobre la marcha datos inverosímiles sobre el héroe castellano.
“Debéis saber, chavales”, les decía muy serio, “que el Cid era un enano así de alto (y ponía muy cerca el dedo pulgar del índice de su mano derecha). Pero, a cambio, tenía una fuerza descomunal y una espada tan inmensa y pesada que de un solo mandoble partía por la mitad al moro que se le ponía por delante. Aunque, a decir verdad, los de la media luna que osaban ponerse en el camino del Cid eran también unos liliputienses de mierda. Uno de estos rivales canijos era el moro Cojonzor (sic), que, huyendo de la Tizona del Campeador, tropezó con una piedra del campo y cayó de bruces sobre su tambor con tan mala fortuna que las cuerdas que tensaban la piel de cabra del instrumento se enredaron en su cuello y lo estrangularon.”
Los chicos, claro está, se morían de risa con estas patrañas, con lo que la clase del señor Mendoza eran las más divertidas de la sección. Pero cuando los alumnos se revolcaban por las baldosas del aula era cuando el profesor hablaba de los Infantes de Carrión. De los que decía, entre otras lindezas, las siguientes:
“En cierta ocasión los Condes de Carrión, para vengarse de su suegro, que los había puesto en ridículo ante sus huestes, se disfrazaron de leones y, emitiendo rugidos más espeluznantes que los de la “Metro”, atacaron al Cid en plena siesta después de haber comido un cocido madrileño de los que hacen historia. Tanto fue el miedo que sintió el Campeador que, sin darle tiempo a vestirse la cota de mallas y esgrimir en esta ocasión la Colada, que estaba recién lavada y puesta al sol, salió corriendo de su tienda y no paró hasta llegar a Zamora. Los Infantes, al verle perder el culo de aquella guisa, se quitaron las cabezas de león para reír mejor la cobardía del Cid y estuvieron riendo un buen rato, casi el que empleó el Cid para llegar hasta las murallas de Zamora. Cuando al fin se vio ante su novia doña Urraca en el aposento del palacio, desde cuyos ventanales se veía una vista impresionante del río y la arboleda, respiró aliviado. Pero en cuanto la Reina oyó entre gimoteos lo que le había pasado a su prometido, lo llamó cobarde y rompió el compromiso que la unía al Campeador. Y acto seguido ordenó a su guardia que lo llevaran a las caballerizas, donde haría el trabajo de un simple criado.”
Otras veces pedía a los chicos ante un texto, que previamente les había entregado, que buscaran todos los eputetos (sic) y prosopopoyas (sic) que hubiera en él.
A la hora del recreo los chicos comentaban entre carcajadas lo vivido en las clases de Jemén, con lo que la media hora del bocadillo se convertía en un dislocado cachondeo.
El "Árbitro" y yo, él por una causa y yo por otra, estábamos hasta el gorro de las ligerezas de Jesús Mendoza. Y aunque éste dejó las clases de Literatura, a la que llamaba en petit comité “litera dura” (otra de sus bromas) al año siguiente, sus gracias siguieron pululando por el Colegio durante mucho tiempo después.
Estaba escrito que Jesús Mendoza más tarde o más temprano se desligaría de la Obra y de la profesión de enseñante (sin duda, ni una ni otra se habían creado para él) pues, transcurridos unos años de marcharse a su tierra, llegó la noticia de que se había casado y que trabajaba en la oficina de la empresa de su suegro, una casa de disfraces y “atrezzos” para compañías de teatro. Ironías del destino.

HILO DIRECTO CON DIOS

Un talud en aluvión

En un periódico gratis, 20 minutos, el pasado jueves 29 de mayo me di de bruces con un talud inesperado. Fue en una gacetilla que llevaba por título "Muere otro obrero en accidente laboral". Evidentemente todo tendría que ver con un despiste del redactor o del encargado de copiar la noticia. Y si no, lean: "Un joven peruano de 21 años murió ayer aplastado por un TALUD de arena y piedras cuando trabajaba en una zanja en Arroyomolinos (Madrid).El joven estaba subcontratado." Dejando aparte la tragedia, que es incuestionable, el talud de marras es un empinado talud que cualquier periodista avisado debe saber subir. Por supuesto, lo que quiso decir fue "un ALUD de arena y piedras". Es muy fácil equivocarse si no se tienen los conocimientos claros y alerta la mente.