lunes, 16 de junio de 2008

HILO DIRECTO CON DIOS

EL CASO DE LLUÍS VILADOMAT

En cuanto a Lluís Viladomat, procedía de una familia catalana de antiguo origen. Sus padres eran terratenientes de la zona de Vic y se permitieron el lujo de dar carreras universitarias a sus dos hijos, de los cuales el más joven y también el más inteligente era Lluís. Durante sus estudios conoció a la que sería la mujer de su vida, licenciada como él en Latín y profesora de Instituto, Montse, una mujer moderna y preparada que nunca vio con buenos ojos que su marido trabajara servilmente en un colegio de la Obra donde lo que prima es la obediencia ciega. Cuando realizaban alguna excursión por la rica y artística Cataluña acompañados del matrimonio Dorado, a la hora de la comida siempre surgía ese tema. Pero no tenía solución porque se trataba del mundo de la enseñanza, y Lluis, lo mismo que Antonio, no hacían distingos entre la pública y la privada: lo que contaba era hacer bien el trabajo, preparar bien las clases y aplicar la didáctica de la asignatura del mejor modo posible adaptándola a las capacidades y actitudes de los alumnos. Sin embargo, Lluís estaba de acuerdo con Montse, su mujer, en una cosa muy importante, y era en que la persona que manda en el aula es siempre el profesor y de nada valen los caprichos y la procedencia social y económica del alumno, si éste no pone de su parte el esfuerzo y la dedicación necesaria para hacer progresos en la difícil y perseverante tarea del aprendizaje.
Lluís tenía dos aficiones que sobresalían sobre todas las demás. Una era coleccionar estampas de iglesias románicas de España, en especial de Cataluña. Esta afición estaba estrechamente ligada a la de viajar y hacer excursiones para descubrir lugares interesantes donde hubiese ermitas, templos, iglesias, basílicas, monasterios o catedrales románicas. La otra, investigar la gastronomía en los clásicos griegos y latinos, así como en la narrativa catalana de los últimos tiempos. Hace unos años, fuera ya de Sendero, escribió y presentó un libro que se titulaba La gastronomía del Imperio. Al acto de presentación acudieron algunos de sus antiguos amigos y compañeros del Colegio. Al lado de estas aficiones tenía otras de menor importancia pero que también reflejaban aspectos de su carácter, como aquella que llevó a cabo junto con otros compañeros del Departamento de Catalán, al que perteneció en su última etapa en Sendero, y que se convirtió durante unos meses en la alegría de todo el Colegio. Resulta que los miembros del Departamento se empeñaron inútilmente en enseñar a un cuervo a hablar en catalán. Se ve que el ave que inmortalizó Poe apareció misteriosamente un día en el alféizar de la ventana del despacho de Viladomat. Tenía un ala rota y el ánimo más negro que su plumaje. De ahí que, compadecidos del pobre pájaro, lo recogieron, lo curaron y se pusieron a adiestrarle en el idioma de Verdaguer. Para lograr tamaño objetivo, se turnaban en torno al cuervo para repetirle una y otra vez “Bona tarda, bona tarda”. Pero el pobre animal no debía de ser partidario de aprender ni esa lengua ni ninguna otra. Y un día, viendo que era imposible lograr nada positivo, le abrieron la ventana del Departamento para que volara al cielo azul del Colegio en busca de la libertad. El pájaro voló hasta el pino más cercano, se posó en una rama de cara al Departamento, miró hacia allí por última vez como agradeciendo al grupo de profesores su encomiable dedicación y enseguida se perdió entre los jirones de azul claro que dejaban entre sí las copas del pinar vecino.
El día en que empezó a nublarse el sol en la vida de Lluís en el Colegio coincidió con la primera clase de la mañana de un lunes de octubre frío y triste. Una niebla espesa ponía algodón en los cristales de las ventanas, cuando los chicos, aún de pie, rezaban el “Oh, Señora mía” con voz todavía no despierta del todo. Acabada la oración, Viladomat mandó sentarse a sus alumnos y abrir el libro por una Lectura de Pla. De repente, Albert Rovira, que era el alumno que hacía a la sazón de Secretario de Curso, levantó la mano para pedir la palabra.
Lluís se la dio.
“No sé si sabrá”, empezó a decir el chico, “que a esta hora nos toca rezar el rosario”.
Aquella clase era un BUP peleón y duro con algunos profesores que no pertenecíamos a la Obra, y Albert Rovira, uno de los múltiples hijos de un famoso y acaudalado empresario textil de Tarrasa del mismo nombre y también uno de los cinco padres fundadores del Colegio bajo los excelsos auspicios del Monseñor.
Viladomat que, por lo que fuera, aquel día no se encontraba de buen humor para atajar con mano izquierda el conflicto que amenazaba eclipsar su autoridad, le respondió que iban un tanto atrasados en la asignatura (cosa que era verdad pero que era un detalle que no tenía la menor importancia para la filosofía del Colegio) y que por ello daría la clase de Catalán. Añadió que el rezo del rosario podía posponerse a la siguiente clase y que él hablaría con el profesor correspondiente.
Acto seguido, nuevas manos se levantaron; todas, pertenecientes a los miembros del Consejo de Curso. Lluís notó que las piernas empezaban a negarse a sostenerlo. En más de quince años de docencia jamás había sentido aquella desazón. Y los nervios acabaron de salir disparados en todas direcciones cuando aquellos pequeños tiranos le recordaron que había en Sendero normas inviolables como la de rezar el rosario todos los días del mes de octubre, respetando el orden riguroso de las clases, y aquella era una de ellas. Y Lluís estalló.
“Pues hoy digo que hacemos Catalán. A ver, tú mismo, Albert, lee en la página 23 de tu libro de texto la Lectura de Pla”.
“No pienso hacerlo, señor Viladomat”, respondió orgullosamente el Secretario de Curso mientras buscaba con los ojos la aquiescencia del resto de la clase, en especial, la de los miembros del Consejo de Curso, la mayoría amigos suyos y vástagos como él de miembros de la Obra. “Y no sólo eso, sino que además salgo del aula para hablar con el Jefe de Sección de lo que aquí está pasando.”
“Te prohíbo abandonar la clase”.
El chico ni le escuchó. Cruzó los metros que le separaban de la puerta, la abrió parsimoniosamente y salió al pasillo. La puerta volvió a cerrarse. La clase se sumió en un silencio hosco mientras Viladomat se hundía en un mar de impotencia y rabia. Toda la autoridad y dominio del oficio que había ejercido hasta ese momento se le cayó al suelo de repente, y el prestigio, y la dignidad.
Ese mismo día Francesc de Deus lo llamó a Dirección y le echó una bronca de campeonato, recordándole el orden de prioridades en el Colegio y para quién trabajaba y concluyó diciéndole que si no estaba de acuerdo con la filosofía del Colegio, debería pensar muy seriamente la posibilidad de buscar otro sitio.
A partir de aquel día todo cambió en la vida de Viladomat. Su amigo Antonio Dorado le pidió discreción y prudencia aunque estaba totalmente de acuerdo con él y le seguía apoyando en sus opiniones más íntimas.
“Alia jacta est”, me dijo el "Extremeño" al saber lo que había ocurrido. “A partir de ahora , esa clase será un infierno para Lluís.”
En efecto, no hacía más que entrar en aquel BUP de Albert Rovira, cuando sus piernas empezaban a flaquear, su corazón a dispararse y las palabras a enredársele en la boca.
Un día, incapaz de guardarse lo que pensaba de la situación a que aquellos grandísimos cabrones, metidos en cuerpos de alumnos, le habían obligado a sufrir, les soltó la frase que fue la gota de agua que colmó el vaso:
“No creáis que siempre va a ser así. Un día dará la vuelta la tortilla y entonces sabréis qué es la justicia. Y los que estáis arriba os veréis mordiendo el polvo.”
Aquello fue, efectivamente, lo que esperaban ansiosos los jerifaltes para deshacerse de Lluís Viladomat.
En cuestión de una semana, el profesor de Catalán se vio en la calle, eso sí, bien indemnizado, como siempre, muy propio de quienes están acostumbrados a acallar con dinero sus conciencias, sus perversas y soberbias conciencias.

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