viernes, 27 de junio de 2008

HILO DIRECTO CON DIOS

LA NATURALEZA DE ENRIQUE SANTOS

No quiero terminar sin dedicar unas palabras al recuerdo de Enrique Santos, que en aquella ocasión se quedó sin oír en directo la voz del Monseñor, bello sacrificio que redundaría en sus méritos personales. Buen espíritu, en dos palabras, tan necesario para agradar al Fundador, meta y camino de sus actividades.
Enrique Santos, originario de Badalona, era maestro y daba clases en Elemental con verdadera dedicación. Numerario ejemplar, solía repetir y poner en práctica una de las normas referidas a la discreción recogidas en el librito del Fundador que casi nadie observaba: “La buena administración ni se ve ni se oye”. Enrique hacía, actuaba, servía a los demás sin pregones ni heraldos. ¡Qué diferencia había entre él y un socio agregado tan soberbio y quisquilloso como Molinos, que cualquier iniciativa que emprendía al momento alguien, si no él mismo, se encargaba de darla a conocer a los cuatro vientos! En cambio, Santos entraba en las clases y sólo se ocupaba de darlas como Dios le daba a entender. Y si entraba en el Oratorio se recogía en un lugar retirado, lejos de los bancos del altar, y allí se componía a solas con su alma. Y si tocaba el clarinete o cantaba a dúo con Jesús Mendoza una canción durante la fiesta de Navidad de profesores o recitaba algún poema que previamente le había pedido a Espejo, pues tocaba, cantaba y recitaba poniendo en ello lo mejor que tenía.
Dada su forma de ser y su discreción probada, apenas contaba nada que no tuviera que ver con su profesión. Por ello, algunos de nosotros, los que nos llevábamos bien con él, empezamos a apreciarlo más el día en que Mariano Valdovinos nos contó la desgracia que pesaba sobre la familia de Enrique. El caso era que una hermana melliza suya, también relacionada con la Obra, había contraído de muy joven una enfermedad atroz que la fue consumiendo poco a poco hasta postrarla en la cama para siempre sin haber cumplido aún los treinta años. Y ahí no acabó su dolor porque, declarado un incendio en la casa donde agonizaba, nadie pudo evitar que su cuerpo fuera devorado por las llamas. Vale me confió que, desde entonces, en la cartera de Enrique hay dos estampas juntas: la de su hermana y la del Fundador.
Enrique Santos pasaba inadvertido en el Colegio, como todos los que realmente cuentan a la larga en la memoria de las gentes. Para mí Enrique formaba parte del grupo auténtico del Colegio, y no contaba para esta clasificación el hecho de pertenecer o no a la Obra, ni el que de vez en cuando me pidiera alguna poesía mía indicada para niños, para hacérsela aprender de memoria y escribirla en sus cuadernos con letra caligráfica. Un día me enterneció al enseñarme una postal que había encargado hacer a los chicos a partir de mi poema La escoba. Se trataba de dos viñetas a todo color. En una de ellas aparecía una escoba estilizada que bailaba entre restos de papeles y en la segunda, una bruja cabalgando a lomos de otra escoba. Y el texto en forma de caligrama:
“La escoba siempre arrastra
los pelos por el suelo;
su cuerpo, tieso y flaco,
barriendo mira al cielo.
Furiosa el polvo empuja,
y dicen que de noche
sobre ella va una bruja.”
Le di las gracias emocionado. Pero era con pareados y coplas que le entregaba Espejo con los que solía montar sus clases de Lectura, Ortografía y Vocabulario. Había una copla en especial, la Copla del cisne, que repetía año tras año:
“Sobre la línea del agua
el cisne blanco es un dos,
un dos de tiza que nada
y se arrodilla ante Dios.”
Lo que más me gustaba de Enrique era la serenidad que respiraba su persona y la conformidad con que se entregaba a sus trabajos y quehaceres cotidianos sin decir “ya lo he hecho” o “aprended de mí a hacer las cosas". Evidentemente, seguía su norma interior: “Las buenas obras son para hacerse, no para pregonarse.”

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