jueves, 27 de marzo de 2008

Más microrrelatos

Sueños
Tenía el alma llena de serrín y le costaba acertar con su cuerpo de soledad y misterio. Se dio una vuelta por el jardín de la esperanza y encontró el magno sendero de la fantasía. Al fin su cuerpo se llenó de serrín y el alma recuperó su soledad y misterio. Así consiguió realizar sus sueños.

La palabra nunca pronunciada
Sabía que existía una palabra nunca pronunciada y que si lograba dar con ella podría librarse de la muerte. Siempre vivió feliz mientras la buscaba. La palabra nunca pronunciada le estaba esperando al otro lado.

Las escaleras
A veces las escaleras juegan malas pasadas, y él que creía estar subiendo al cielo, lo que estaba haciendo era bajar al infierno.


El lector distraído
El lector distraído siempre leía el mismo libro abriéndolo cada día por una página diferente. Se creía que haciéndolo así nunca moriría y su vida sería como la del libro. Así vivió hasta los noventa años. Hasta que su cabeza, algo turbada ya, olvidó un día dónde había dejado el libro.

El que vivía del cuento
Cuando, muy serio, les dijo a sus circunstantes que vivía del cuento, lo miraron de arriba abajo con cierta intención; pero antes de que le dijeran lo que estaban pensando, les aclaró que lo de vivir del cuento se refería a que se ganaba la vida yendo por las bibliotecas y escuelas contando cuentos a los niños.


Memorias de infancia
Contaba con tanta convicción y realidad las cosas que le habían ocurrido de niño que cuando acabó de escribir sus memorias de infancia, el cuerpo de adulto que tenía, viejo, cansado y encorvado, adquirió la firmeza, la salud y la agilidad que había tenido de niño.


Una añagaza del destino
No se atrevía a salir de casa porque una enfermedad horrible le había llenado de pequeños cráteres el rostro y los ojos de molestas legañas. Sólo salía de noche para echar la basura al contenedor. Una noche, recién acabados los Carnavales, encontró al pie del contenedor una caja con algunos restos de la fiesta y, entre ellos, una máscara de goma casi en perfecto estado. Jugando ante el espejo de su casa, se la puso, advirtiendo al instante que la goma de la máscara se le pegaba a la piel como si fuera la verdadera. Hasta la apariencia y el color de la máscara había adoptado los propios de su piel. Creyó que estaba soñando y se pellizcó. Y le dolió el pellizco. No muy convencido, sin embargo, se acostó temiendo que a la mañana siguiente el asunto de la máscara sólo hubiera sido una añagaza del destino. Con la llegada del nuevo día se levantó y corrió hacia el lavabo para verse la cara en el espejo. La tenía normal. Entonces cayó en la cuenta de que lo que había soñado era que una horrible enfermedad le había afeado la cara y los ojos.



El libro más caro del mundo
El libro más caro del mundo era una edición barata del Quijote que al abrirlo era un estuche que contenía doce diamantes perfectos y dos talones bancarios de 1 millón de euros. Fue un libro sin importancia hasta que un día el sobrino del dueño de la casa lo sacó de su estantería para encender la chimenea del salón por el frío de aquel insoportable invierno.

martes, 25 de marzo de 2008

HILO DIRECTO CON DIOS

LA HISTORIA DE MARIANO VALDOVINOS

El caso de Mariano Valdovinos fue, si cabe, más sangrante y vergonzoso, y eso que "Vale", mote que le pusimos los más cercanos. Valdovinos solía concluir las conversaciones con un “¡Vale!” categórico, que lo mismo podía significar que estaba de acuerdo con lo que su interlocutor había dicho que todo lo contrario. Antes que nada conviene decir que pertenecía a la Obra, aunque en lo profesional se comportaba como uno de nosotros; es decir, tan sólo se preocupaba de atender a cuanto tuviera que ver con la labor docente, intentando hacerlo lo mejor posible y siempre en beneficio de la formación integral del alumno. Mariano era madrileño, pero vino a vivir a Barcelona cuando se hizo de la Obra. Vivía en una casa- residencia que los religiosos tenían en Sarriá.
En los últimos años sesenta coincidió conmigo en la Universidad Central y tuvo los mismos profesores que yo: Castro Calvo, Blecua, Badía Margarit, Martín de Riquer... A veces Mariano iba a estudiar a casa, y mi madre preparaba la merienda para los dos, y otras era yo quien acudía a la residencia de la Obra donde se alojaba Mariano para estudiar en la biblioteca, silenciosa y bien dotada, de la casa hasta la hora de la merienda, que tenía lugar en el comedor refrigerado de la residencia, donde pasaban por una barra común para recoger en una bandeja el refrigerio, igual que haríamos algún tiempo después, ya como profesores, en el Colegio.
Yo había entrado a trabajar allí un par de años antes que Vale y, aunque pasaron unos cuantos en que todo rodó de modo favorable para los dos, pronto, con los cambios producidos en las Secciones pedagógicas primero y luego en las de las altas esferas de la Dirección, empezaron a pasar las cosas que, finalmente, provocarían la marcha del Colegio de Mariano, bastante tocado física y psicológicamente, y algunos años más tarde la mía. Es verdad que el carácter de "Vale", abierto y algo crítico respecto del funcionamiento del Colegio, lo mantuvo siempre lejos de la consideración de los jerifaltes. Pero es que además la soberbia y la rigidez de miras de la Obra o de quienes, pertenecientes a la Obra, llevaban las riendas del Colegio, no estuvieron nunca por la labor inteligente de intentar limar las diferencias, y menos con quien, siendo uno de ellos, continuamente se le veía hablar amigablemente con los profesores que no eran de la Obra. Mariano era muy ordenado y celoso con sus pertenencias, tanto que si alguien osaba abrir alguno de los cajones de su mesa en busca de alguna cosa, se encontraba con una nota suya que decía: “No tengas tantas iniciativas”. En las estanterías comunes solía colocar los tebeos y los cómics que adquiría por poco precio en los puestos del Mercadillo de Libros de San Antonio, y llegó a tener tantos, que sus compañeros de despacho apenas disponían de espacio para dejar sus pertenencias. Ese era su principal aunque pequeño defectillo. Poseía además otros rasgos distintivos. Jugaba muy bien a baloncesto y era un hincha incondicional de los Estudiantes. Cada lunes traía el Marca y lo dejaba abierto y con el título bien visible sobre la mesa para que Jordi Puig, otro compañero de despacho, viera que también en Madrid había buenos equipos de baloncesto y que no todo iba a ser hablar del Barça o del Joventut de Badalona.
Otra cosa que solía hacer "Vale" y que para nada gustaba a los jerifaltes del Colegio era ir de despacho en despacho para averiguar el descontento que reinaba entre los profesores sobre los horarios de clases, las sustituciones, las salidas culturales, los retiros.... Los de la Junta de Gobierno siempre creyeron que iba a meter cizaña entre el profesorado para ponerlo en contra de los intereses de la Obra.
La cuestión es que de repente la vida de Mariano Valdovinos empezó a convertirse en un calvario. A "Vale" le gustaba con locura acompañar a los alumnos en las competiciones deportivas que tenían lugar fuera del Colegio y hasta hubo un tiempo en que llevaba con orgullo el nombre de Director Deportivo Escolar. Pues bien, al poco tiempo, con el ingenuo pretexto de haber fichado a dos profesores argentinos deportistas para realizar las clases de Educación Física del Colegio, los jerifaltes se sacaron de la manga una nueva norma según la cual los profesores de Gimnasia debían respetar la cláusula del contrato laboral de vigilar y acompañar a los alumnos en sus desplazamientos deportivos, y así fue como, solapadamente, retiraron a Mariano de su cargo y de su responsabilidad deportiva.
Luego hicieron lo mismo con la actividad de Caligrafía, Cerámica y Cartas al Periódico que con tanto celo llevaba a cabo "Vale". Una a una se las fueron retirando con pretextos peregrinos. Le dijeron que todas esas actividades quitaba a los chicos gran parte del tiempo que debían dedicar a las asignaturas, que el nombre del Colegio no debía involucrarse en actividades que nada tenían que ver con el plan de estudios o que, ya en el colmo de lo absurdo, había ciertas fases del proceso de la actividad que ponían en peligro la vida de los chicos, como en el caso de la Cerámica, que tenían que manipular un horno de elevadísimas temperaturas donde cada semana cocían los azulejos trabajados en la Actividad. Un infundio total, porque el horno de Sendero llevaba mucho tiempo fuera de uso y era el mismo Mariano quien se cuidaba de llevar los azulejos a una ladrillería de San Cugat cada dos meses para que fueran cocidos en los hornos por profesionales empleados allí.
Todo el mundo que tenía dos dedos de frente se dio cuenta enseguida de que se había iniciado en el Colegio la caza abierta y sin cuartel del pobre "Vale". Por entonces éste acababa de descubrir que, igual que ocurría con otros profesores, los jerifaltes de la Gerencia del Colegio habían dejado de cotizar por él a la Seguridad Social varios años ( con el tiempo se descubrió que no había sido Mariano el único; yo mismo fui uno de ellos). Así pues, francamente decepcionado por el trato discriminatorio de que estaba siendo objeto, fue a hablar varias veces con autoridades de la Obra, que tenían su sede en Barcelona, para exponer su caso; pero nunca logró nada positivo de ninguna de esas entrevistas. Entonces comprendió (como muchos de nosotros) que lo que de verdad querían era que se fuera del Colegio. Y francamente desmejorado por el “mobbing” al que lo habían sometido durante años y también por una enfermedad que venía rondándole desde algún tiempo atrás, envió una solicitud de trabajo a una Escuela Normal de Toledo al tiempo que se despedía de los más allegados. Como es lógico también se despidió de mí y me conmovió mucho el modo como lo hizo, y más sabiendo que nuestra amistad desde los años de estudiante se había ido fortaleciendo con el paso de los años. Asimismo me gustó ayudarle a realizar una Memoria Educativa para hacerle más fácil el ingreso en su nuevo trabajo.
Y en efecto, logró una plaza de profesor ayudante en la Escuela Normal de Toledo, y noticias de su labor educativa fueron llegando al Colegio por vías que nada tenían que ver con la Obra, la cual parecía haberlo borrado del mapa. Yo me escribía con él por Navidades y luego les contaba a los demás cosas de "Vale" que tenían que ver con las clases que él impartía basándose en tebeos y cómics.
Pero de repente, sus noticias dejaron de llegar, hasta que pasado un tiempo empezó a correr el rumor de que Mariano estaba muy enfermo, que había sido operado de un cáncer de vejiga y que estaba en las últimas. A los más amigos nos costaba reaccionar ante tales mazazos, hasta que recibí también de repente, una felicitación de Navidad del propio Mariano. Era un folio amarillo doblado dos veces por la mitad; en la octavilla que hacía de portada venía escrito a mano un villancico de Lope de Vega con aquella letra magistral que tenía Vale:
“Mañanicas floridas
del frío invierno
recordad a mi Niño
que duerme al suelo.
Mañanicas dichosas
del frío diciembre,
aunque el cielo os siembre
de flores y rosas,
pues sois rigurosas
y Dios es tierno,
recordad a mi Niño
que duerme al suelo.”
Y al desplegar el papel, me topé con estas líneas, también del remitente, pero escritas con rasgos nerviosos o precipitados: “Querido Sebastián: muchas felicidades por todo: tu poema, la Navidad y el Año Nuevo. Ya me contarás. Estoy mejor, pero reza. Un fuerte abrazo y recuerdos a toda la familia. Mariano”. Después pasaron unos meses sin tener noticias suyas hasta que me envió una carta entrañable, muy humana, llena de cariño y premoniciones dolorosas. La conservo como oro en paño. En ella me decía: “Querido Sebastián: Ahora estoy como un niño, con muy pocas defensas y tomando hierro a mantas... Pero después de la segunda operación el médico me dijo que el cáncer es curable. Mi cáncer de vejiga es curable. Hace días no lo era con certeza. Es más, me dieron un día, dos, tres... y yo tragaba saliva y miraba el crucifijo. Ya me había confesado de toda la vida y, la verdad, me iba feliz arriba. Pero debo ser todavía mejor, no estoy preparado. Me ha escrito la mano derecha de la Máxima Autoridad una carta preciosa animándome mucho. Del Colegio sólo me ha escrito Jesús Pérez y tú. José y Aurelio me telefonearon... Familias y niños, no te puedes imaginar; la última estancia en Pamplona recibí más de trescientas visitas, casi todas de la Obra y del Colegio. La gente te manda muchos recuerdos. Enrique Santos me vino también a ver y me tocó con el “oscurinete”, como tú lo llamas, la famosa “Pequeña flor”. Y las llamadas de Toledo y sus cartas son para escribir un libro. Son gente muy sencilla (como nosotros) y cualquier detalle que tienes con los profesores o con los alumnos ellos se vuelcan. Estoy muy contento, de verdad. He conocido a un poeta, como tú y Espejo, y cada día viene a darme la cena. Bueno, no llores, yo me lo he tomado como un regalo de Dios: soy muy enchufado y cada vez que quito un lazo del envoltorio sale un olor (perfume divino), el “bonus odor Christi”. El Señor me cambiará hasta el carácter. Tú aprovecha para ponerte en orden si tienes necesidad y ayúdame a dar gracias a Dios. Se me ocurre, me haría ilusión, me hicieses unos versos, pero para enmarcar. Cabañas me ha mandado unos dibujos de los suyos. Me llama también mucho. Bueno, ¿cómo van tus obras? Ahora que te has quedado sin secretario, no sé qué harás. Da recuerdos a Nati y a tu hijo. Me parece que le gustaban mucho mis clases de Literatura. A quien encontré en Madrid fue a don Zacarías Caballero en un curso de Retiro. Bueno, me parece que ya te lo ponía en Navidades. No tengo mucha fuerza y la letra no me sale bien. Perdona. Reza por mí y recibe un fuerte abrazo de tu amigo que nunca te olvida, Vale.”
Recuerdo que lloré y también recuerdo que con el tiempo se me olvidó mandarle los versos que me pedía. ¡Vaya ingratitud la mía! Recuerdo lo de “secretario” con lágrimas en los ojos. Mariano fue quien en una sola tarde, la tarde de una Fiesta Deportiva en el Colegio, vendió cien ejemplares de un libro mío de poesía entre los padres y familiares de alumnos nuestros.
Y después otro tiempo de silencio, hasta llegar el momento que todos nos temíamos. El pobre "Vale" murió un verano en el Hospital de la Universidad de Navarra, tras una dolorosa recaída.
La misa de funeral por su alma se celebró por todo lo alto en el oratorio nuevo del Colegio, recién inaugurado, lo mismo que el nuevo Pabellón, el que estrenamos, entre otros, Antonio y yo para decirle adiós al año siguiente, antes de haberme acostumbrado a aquella luz de jardines y rosas que entraba impetuosa por los grandes ventanales. Recuerdo que yo le decía al "Extremeño" medio en broma medio en serio que aquel Pabellón sería nuestro Panteón, y acerté. A lo que iba, la misa por "Vale" se realizó con todo fasto y solemnidad, y la homilía del director espiritual del Colegio trató de realzar la figura de Mariano Valdovinos como profesor y como persona, siempre atento a echar una mano a quien la necesitara. Mientras el cura hablaba, la mirada de Antonio se cruzaba con la mía y una clara complicidad nacía de las dos. Y cuando la misa terminó, avergonzado por lo que estaba viviendo en medio de tanta hipocresía, no pude evitar que una lágrima rebelde se me escurriera mejilla abajo, y salí despacio hacia los jardines pensando que lo que ocurre en la tierra nada tiene que ver con lo que Dios designó para ella, si es que hay Dios, que sí tiene que haberlo porque personas como Mariano necesitan que haya justicia en algún sitio aunque sea allá arriba. En la puerta noté un toque en el hombro. Era Francesc de Deus, el director que coincidió con la peor época de "Vale" y acosó laboralmente al "Extremeño". Me dijo aparentemente afectado:
“Ése era nuestro amigo. Creo que Mariano está en estos momentos en el cielo. Ahora más que nunca necesitamos acordarnos de él para que nos ayude a los que seguimos aquí abajo.”
Le miré a los ojos, hice un esfuerzo considerable para aceptar estrecharle la mano que me ofrecía y le contesté destacando con intención ciertas palabras:
“ Nuestro amigo está en el cielo sin duda y sin duda nos ayudará aunque algunos de nosotros no lo hiciéramos como debimos cuando estuvo aquí abajo.”
El personaje se despidió de mí y yo esperé a que llegara a mi altura José Santamaría.
“¿Qué te ha dicho ése?, me preguntó.
“¿Qué me va a decir? Una muestra más de la hipocresía que tiene esta gente”, le contesté, sabiendo que me había quedado corto.

miércoles, 19 de marzo de 2008

HILO DIRECTO CON DIOS

UN CASO DE "MOBBING"

Antonio de Pedro había llegado al Colegio un año antes que yo, dos antes que Aurelio Marqués y tres antes que José Santamaría. Venía de la Enseñanza Pública, como ya he dicho; acababa de sacar el número uno de las oposiciones a Maestro y había estado enseñando en una escuela unitaria de Mérida. A Barcelona vino ya casado con Mari, una malagueña de casta y maestra como él. Después tuvieron tres hijos, un niño y dos niñas.
Al principio y durante varios años Antonio se encargó de gestionar las admisiones de nuevos alumnos y después fue Jefe de Sección de los pequeños un montón de años. Pero con el tiempo pasó a ser sólo profesor y encargado de curso de Bachillerato. Enseñaba Latín y, mientras hablaba, gustaba salpicar su charla con frases y sentencias en la lengua muerta de los antiguos romanos. Durante los primeros años del Colegio todo parecía sonreírle, pero con el cambio experimentado por el Colegio a finales de los ochenta, en que los puestos de responsabilidad académica recayeron también en manos de los "religiosos", la gracia del principio se trocó en imparable desgracia, y con el penúltimo director lo pasó tan mal, que sus compañeros más cercanos pensamos que acabaría por arrojar la toalla ante la clara intención de los jerifaltes de ponerlo de patitas en la calle. “Sustine et Abstine” (Soporta y abstente).
Al poco tiempo de ocurrir los hechos, en una de esas reuniones mantenidas en casa del "Extremeño", durante las cuales salían a relucir con bastante frecuencia las lindezas del Colegio, me dijo que no había un día en que los diarios españoles no hablaran de un caso de “mobbing” como el suyo. Añadió que en algún sitio guardaba un recorte del periódico sobre eso y que en cuanto lo localizara me lo enviaría por correo. "En mi caso, dijo, lo mismo que en los de trabajadores acosados en sus respectivos lugares de trabajo, se daban las cuatro etapas de que se hablaba en dicho recorte: cambio repentino en la relación hasta el momento considerada neutra o positiva; “mobbing”, propiamente dicho, con ataques de los superiores dirigidos a ofender la reputación de la víctima, mediante calumnias, exposición al ridículo, negación de la comunicación, etc.; conocimiento del caso por parte del resto del personal, que descalifican a la víctima argumentando que la culpa de todo la tiene su personalidad; aislamiento de esta última, que pasa a un periodo de malestar general o alteración de su equilibrio personal, social y psicológico".
Y esa misma semana recibí por correo un sobre remitido por mi amigo. Dentro, junto a una fotocopia del recorte del periódico, venía una nota manuscrita del "Extremeño".
“Amigo Sebastián: tal como te prometí te envío fotocopia del estudio que te comenté en casa. Cuando lo repaso me sobrecoge comprobar las coincidencias que se dan, muchas, con mi caso así como en el de nuestro pobre amigo Mariano Valdovinos. Ya pasó todo y “bien está lo que bien acaba”, salvo para nuestro pobre “Vale”, aunque pienso que donde esté también estará bien. Me gustaría que me lo comentases. Un abrazo. Antonio.”
El estudio del periódico llevaba el título "La lenta y silenciosa alternativa al despido" y el desolador subtítulo “750.000 empleados son víctimas en España del ‘acoso moral’ en el trabajo, una estrategia intimidatoria muy extendida en la Administración pública”. Debajo de ambos una fotografía harto elocuente: un empleado vigilado de cerca por otra persona que sin duda debe de ser su jefe, con el pie “El acoso moral en el trabajo es especialmente frecuente en la Administración pública” Y alrededor de la ilustración, en las columnas impresas se cuenta en primer lugar el caso de una mujer de 37 años que, tras llevar trabajando diez años como secretaria de alta dirección, fue relegada poco a poco de sus funciones con el cambio de jefa, para acabar perdiendo la comunicación con su entorno en un clima de desdén. Nunca recibió de su jefa ninguna explicación, y habiendo recurrido a un psicólogo, fue diagnosticada de estrés postraumático, que es el propio de personas que han sufrido una gran catástrofe, violación o graves accidentes, y dada de baja. A los nueve meses consiguió un despido improcedente. Todavía, tres años después de aquello, no se ha recuperado. Las columnas siguen hablando del acoso moral, que los británicos denominan “mobbing” y los norteamericanos “bullyng, que significa “intimidación” o “psicoterror”. Luego proporcionan datos del fenómeno, que no es ninguna rareza. Por ejemplo: 13 millones de trabajadores de Finlandia, Reino Unido, Países Bajos, Suecia, Bélgica, Portugal, Italia y España han sido víctimas de él en el último año (2001, en el estudio). En España, el “mobbing” afecta a 750.000 trabajadores. En cuanto a la táctica, en líneas generales, consiste en ir desgastando psicológicamente al empleado hasta conseguir que se autoexcluya, técnica de intimidación propia de empresas que no quieren o no pueden proceder al despido. También se cuenta el caso de un hombre, ingeniero de telecomunicaciones, de 29 años, cuya autoestima, después de ser sometido a esa terrible técnica de intimidación en su empresa, se abatió de tal modo que se refugió en el alcohol y acabó siendo rechazado por su novia. Cuando logró cambiar de empresa su antiguo jefe telefoneó al nuevo acusándole de una falta que no había cometido y no logró superar el periodo de prueba. Cuatro años después de aquello continúa en paro aquejado de un síndrome de fatiga crónica que le impide cualquier actividad laboral. El resto de la página lo ocupan dos apuntes más: uno, sobre las cuatro etapas en que se basa el proceso del “mobbing” y la recomendación del doctor alemán que mejor ha estudiado el acoso moral en el trabajo, Heinz Leyman, para salir del problema, basada entre otras cosas en reclamar la consideración del entorno, buscar apoyo en la familia y recurrir a la ayuda de un psicólogo. El otro apunte estudia los perfiles de la víctima y del hostigador. La primera reúne, entre otras características, las siguientes: recto, justo, independiente y con iniciativa, muy capacitado profesionalmente, popular entre sus compañeros y sensible con el sufrimiento ajeno. El hostigador, en cambio, no tiene sentido de la culpabilidad, responde a una personalidad psicopática, es cobarde, mentiroso compulsivo y suele ser mediocre profesionalmente, entre otros rasgos, y necesita tres factores para poder actuar: el secreto, la vergüenza de la víctima y los testigos mudos.

martes, 18 de marzo de 2008

Poema desesperado

En Lisboa los mendigos
Saben más de lluvia que la noche
Perdida por las cuestas del Chiado,
Saben más de pan negro que las palomas
Que ensucian la mañana de la plaza
De Figueira, saben más de naufragios
Que la tumba vacía de Camoens en los Jerónimos,
Saben más de todo lo que cae por las cloacas
Que los barrenderos del Ayuntamiento,
Que tienen ojos de búho y comen sombras
Vivientes de la noche.
Los mendigos de Lisboa,
Tan solos como la música que tocan en las esquinas,
Tan solos como los perros que los acompañan
Como amigos impertérritos,
Son amables como un seno de mujer
Que se deja tocar sin cobrar nada,
Son amables como la caricia del alba que cruza
La plaza del Comercio con dirección al fado
De La Alfama, son amables
Como la carta que llega de repente
A suavizar tu angustia
Tras una noche en vela.
Yo los he visto en Sao Domingos
Olvidando su vida mientras liaban
Un canuto y algún alma caritativa
Les pasaba una copa de ginginha
Antes de coger la flauta
Y entregarse a su oficio de limosna,
De caridad constante.
Su música sonaba a esperanza rota,
A futuro sin salida, a nube negra,
A lluvia por la acera del Café
Brasileira, junto a la ausencia de bronce
De Pessoa y la noche rodando por las cuestas.
Pero era música buena, llena de honda
Desesperación, como el ladrido
Sin consuelo de su perro, que a la orilla
Del hambre le esperaba
Como si fuera su sombra.
Recuerdo su sonido
Como un puñal clavado en la memoria,
Esa música de los mendigos de Lisboa
Será siempre un clarín pidiendo urgente
Pan y libertad y un poco de alma.

Recuerdos de Semana Santa

Día 1.

Aceitadas, noticias de la Semana Santa de mi tierra, vino moro del Duero. Esto es lo que me acaba de llegar hoy de aquel sitio donde arraiga la almendra de mi vida. Pero me gustaría que llegara junto a esa materia de azúcar y de harina, junto a esos renglones de noticias, junto a ese jugo que da la buena cepa de la tierra, me gustaría que llegara también lo que yo fui un día al lado de todo eso: el niño que vivió en mis huesos entonces y, sobre todo, la ventura y aventuras irrepetibles de ser niño en aquel aire sagrado de mi tierra natal.
Aceitadas, los dulces besados por las manos maternales, tardes de abril lluviosas en la sala donde el baúl cubría los aromas de la Semana Santa... Noticias de la Semana Santa, los itinerarios de las procesiones, las imágenes nuevas que este año van a desfilar y que yo no voy a poder ver… El vino embotellado que se cría con la savia, el agua y el sol de la tierra…
Todo eso me acerca a la tierra a la vez que me distancia de ella. Y es entonces cuando no puedo evitar que las abejas que liban los recuerdos claven en mi alma su aguijón amargo.



Día 2.

Hoy miro mi cara en el espejo y veo un camino tallado por el tiempo. Adivino mis huellas sobre la tierra, sobre el silencio de los años, porque los años callan y nos ven pasar como la orilla al río mientras los hilos de la edad se enredan en personas, en cosas, en esperanzas que pasaron, personas, cosas, esperanzas que en las manos del tiempo se volvieron agua de recuerdos, fuentes que tienen el encanto de revivir latidos, luces, gestos de ayer en este hombre que fue niño: los chopos, las almendras, el mendigo de estío, mis padres en lo alto..., en este hombre que hoy mira en el espejo su camino.
Hoy miro mi cara en el espejo, y en un pilar de niños y aventuras veo un hombre tallado por el duro poema de la vida.



Día 3.

Habrán empezado las procesiones y el Tío Barandales encabezará una de ellas. “Tío Barandales, dales, dales... decíamos los chicos al verle pasar bien firme, moviendo las muñecas de sus manos para hacer voltear las campanas. Su rítmico cantar suena ahora en el alma del chaval que un día fui. Ahora habrá también chavales en la ciudad viendo pasar solemne al Tío Barandales delante de los cofrades y los pasos por las callejas viejas y perennes. Esas campanas eran y son como latidos, como segundos, minutos y horas de tiempos que nunca desaparecen porque son sones, vivencias que siempre amamos, que revivimos y recordamos como una canción eterna.
“Tío Barandales, dales, dales...”, tal vez haya chavales hoy que digan al paso del Tío Barandales, lo mismo que los chavales de ayer decíamos, porque esas campanas suenan igual en la distancia que en la presencia, en los adultos que en los muchachos. Ahí reside el misterio de la Semana Santa de mi ciudad.
Parece que lo estoy viendo. Mientras voltean esas campanas, salen las gentes a las calles para ver con ojos tiernos y llorosos, los dolorosos latigazos que sufre Dios en su lejana y a la vez tan cercana soledad.
Sigue sonando, tío Barandales, “tío Barandales, dales, dales...” para que nunca nos olvidemos de aquellas cosas que hoy no tenemos y que un día fueron nuestra Verdad.




Día 4.

(Mirando una fotografía de la época) ¿Dónde estoy yo, el niño que en mi cuerpo quedó atrás perdido en los atajos de la vida. ¿Dónde estoy yo en esta orilla del río de mi infancia?
Escudriño las manos de mi ahora y no me veo en los dedos ni plumas ni pelusa de nidos. Ni un rastro de aquel jirón perdido de mi vida, un gesto de la hierba, una arruga del agua que me digan que yo estuve hasta el júbilo asombrado en este paraíso, ahora vacío. Y éste es el sitio. Aquí el pretil y al pie la hierba que en las tardes sin fin de los veranos soñaba en ser famosa en nuestros pies junto al balón que ardía en cien jugadas. Y más allá, en la orilla, los guijarros modelados sin prisa por el agua, que pasaban a ser por un instante proyectiles de nuestros tiradores.
Éste es el sitio, aquel que yo adoraba, ahora condenado por el tiempo a ser cantado sólo, visto sólo en una fotografía.




Día 5.

Recuerdo que durante días fue muriendo lentamente la fragua. El polvo de los meses fue vendando la vista a los cristales de la puerta hasta dejarlos ciegos, sin ganas de mirar a la herramienta atada a la pared con telarañas allí, en el interior, junto al yunque callado donde el herrero golpeaba el hierro al rojo vivo para darle forma de barrote, herradura o reja de arado.
Y hoy, tan lejos de aquella vida hermosa que fue mi infancia cerca de la fragua, del dolor del hierro golpeado hasta hacerse herramienta, verja o protección de caballería... Hoy, tan lejos de aquel mundo fugaz, me entero de la muerte del herrero. Y de nuevo otro asidero que mantenía mi infancia medio a flote acaba de romperse y de caerse al pozo donde el tiempo colecciona ruinas y despojos.
Desde aquí le digo adiós a aquel herrero amigo que fue testigo de mi infancia durante mucho tiempo. Lo único que siento es que sólo en una prosa fría se quede la emoción de esta despedida. Cada vez se hace más grande la sombra que amenaza la luz que hace visible la nostalgia. Aunque cada vez también veo más claro que la nostalgia es inútil y que la infancia no regresa jamás pese a nuestro irrenunciable deseo.




Día 6.

Pese a que sé (aún no lo he visto con mis propios ojos) que la casa de infancia se ha convertido hoy en un hostal restaurante, no dejo de verla tal y como era en aquellos tiempos felices. Por eso no puedo de apuntar aquí lo que la casa en sí y mis padres, que supieron adornarla de virtudes y amores a las cosas pequeñas y cotidianas, significaron siempre para mí. Por eso no dejo de repetir que, si la casa tuvo un día primavera y sus paredes exhalaron a cada momento cariño y protección y sus balcones florecieron a la vista de la ciudad de las murallas, fue gracias a ellos, que en ella tejieron su nido. Es más. Si yo no doy un latido sin que suenen dentro de mí campanas y murmullos del río en las azudas de mi infancia, es gracia y don de mis padres, que supieron sembrar en los surcos tempranos de mi alma semillas de espadañas y de Duero, llantos de aceñas y cantos de badajos. Y si esta hermosa inquietud que ahora me crece mientras se acerca abril al calendario, y la Semana Santa en los clarines de la memoria canta y reverdece, se debe a aquel amor que me infundieron mis padres por los pasos y las andas donde, entre cirios que lloran en la noche, tambores y piedras historiadas, desfilan las imágenes benditas que mis padres me enseñaron a querer cuando era un niño.





Día 7.

Sé con toda seguridad (porque yo mismo lo hice a punta de navaja) que mi corazón debe de seguir grabado, junto con la inicial de mi nombre y la de alguna niña de la que estaba enamorado entonces en la blanda corteza de algún chopo de tantos como crecían en los Tres Árboles, junto a la orilla del río. Allí debe de seguir latiendo con la savia lo mismo que latió en las aguas verdes de las Pallas, junto con el silencio gozoso de mi cuerpo desnudo bajo el agua. Allí, en los Tres Árboles, debe de seguir el deseo oscuro flotando entre las frondas frescas, aquel ansia oculta de ser eternos y fieles a la adolescencia y sus ritos misteriosos que no temían nada y para la que la muerte era simplemente un juego, un puente, un salto de comba o un zambullirse en las profundidades del río para salir unos cuantos metros más allá, en el cerco de los juncos y a escondidas de las miradas de los otros amigos. La adolescencia, que para nosotros era como el remo de la barca que abría el alma pura del Duero entre las islas y dejaba un aroma de olvido entre la espuma pero una dicha inmensa de dios en vacaciones en nuestras almas.
Ya podía morirse todo allí, en la fronda, en la fragante alfombra que el verano tejía en los Tres Árboles. Que nosotros seguíamos en alto, viviendo al borde del esplendor cotidiano que era la adolescencia. Por eso creo que aún hoy los restos de aquellas tardes nuestras se levantan cantando en las argollas donde ataban las cuerdas de las barcas, en las blandas cortezas de los chopos donde crecen sin fin los corazones que grabamos a punta de navaja.





Día 8.

He aquí mi promesa inaplazable. Convertido en relámpago de luna, volveré alguna noche a ver las cosas que siempre me tuvieron por abril anclado al corazón de lo perenne. Y nadie sabrá nunca que soy yo, aquel niño que amaba la procesión solemne de almendras y tambores con blusas femeninas, niñas que soñabais en Valorio amores que yo nunca os pedí.
Bajo el palio de la noche abrileña, sin que sepáis quién soy, os veré pasar con vuestras velas detrás de nuestra Virgen, aquella Virgen fiel de la Esperanza que entre flores lloraba en nuestro barrio.
Mujeres ya, con sombras en la luz del corazón, oiréis un viento antiguo acariciaros el alma y temblaréis, y la llama del cirio en vuestras manos brillará un solo instante con más fuerza y no sabréis jamás que fue por mí, que yo estaba muy cerca, como siempre, mirándoos pasar por el espejo del tiempo inexorable.
Lo prometo.
Aunque la infancia no regrese jamás.

lunes, 17 de marzo de 2008

Carta nostálgica

Carta abierta a Ramón Abrantes
Te escribo estas líneas en Tossa de Mar, a casi mil kilómetros de distancia de Zamora, nuestra tierra natal, tras recibir la noticia de tu muerte, cuando apenas hace poco más de un mes estuve en la ciudad tras una ausencia bastante prolongada de ella. Y una de las primeras cosas que hice fue ir a visitarte a tu taller de la calle Sacramento. Me acompañaban, como otras veces, mi mujer y los amigos zamoranos Lolo y Amalita. Esta vez te vi algo más delgado y tocado por la fatiga, pero tan hablador como siempre y con la luz de sabio brillando en el fondo de tus ojillos rasgados. Hablamos de la vida y del arte, para ti inseparables, y salieron a relucir, en una mezcla entrañable, unas peanas de mármol para estatuas de Baltasar Lobo, el calor que hacía en todas partes, incluida Zamora, la envidia proverbial que existe entre los que comparten la vida cultural y artística de una ciudad de provincias como la nuestra, el enterramiento polémico del amigo común Claudio Rodríguez… Fue aquí donde, con una leve sonrisa tentándote los labios, nos hablaste de la enfermedad que padecías y las batallas constantes que mantenías con ella. Medio en broma medio en serio dijiste que le estabas ganando la guerra a la muerte. Nunca creí que estuviera tan cerca de ti la mujer de negro.
Se me ha quedado el cuerpo sin sangre cuando la voz de mi amigo zamorano Manolo Martínez, el de los Mármoles, que tú tan bien conoces, me comunica por teléfono que te has muerto; añade que me ha enviado por correo unas páginas de La Opinión dedicadas a hablar de tus trayectorias humana y artística. Por eso ahora no me voy a extender hablando de tu faceta como escultor porque otros más entendidos que yo lo harán como tú te mereces. Y ya en las páginas del periódico que Lolo me manda, pertenecientes a los días 19 y 20 de agosto, leo detalles sobre tu vida y obra que se me habían olvidado y otros nuevos que citan conocidos zamoranos que tuvieron que ver contigo: Herminio Ramos, Antonio Pedrero, Tomás Crespo o tu alumno incondicional Ricardo Flecha, entre otros. Todos destacan tu hondura personal y tu honradez artística, porque ante todo fuiste siempre escultor y hombre comprometidos con su arte y su camino existencial, austero y justo en tus palabras y zamorano hasta la médula, autodidacto y luchador, peregrino de talleres y tabernas, amigo de la conversación circunstancial, fiel a la escultura y a Zamora y enemigo de las convenciones sociales y las normas arbitrarias, valiente con el mármol, la pizarra o la escayola. Todos hablan de tu maestría en el modelado, de la facilidad que tenías para sacar del material el volumen y la figura deseados, casi siempre formas de mujer, de tu aprendizaje en la Escuela de Arte de “San Ildefonso” y luego de tus propios talleres de la Avenida del Mengue, Zapatería, las Doncellas y el último de la calle Sacramento, de tus esculturas dominando edificios y zonas de la ciudad o reunidas en colecciones particulares, y de la última, destinada a celebrar la figura del militar zamorano Pablo Morillo, que dejas sin terminar porque te has ido a escupir a tu taller definitivo donde reina la luz sobre las sombras. Todos hablan de tu amistad con poetas y artistas que como tú se sintieron siempre inclinados por la seria y solitaria labor de creación, de tus etapas artísticas, desde la realista inspirada en Benlliure y Rodin, hasta la abstracta y la última, destacando siempre tu sensibilidad para la forma y tu largo conocimiento del oficio.
Yo simplemente quiero evocar aquí tu vertiente más humana. Procedente de tu Corrales natal ocupaste con tu familia una casa vecina a la mía de la Plaza de Belén, en nuestro querido barrio de Cabañales (tu madre fue la comadrona que ayudó a la mía a traerme al mundo). De ahí que tú, querido Ramón, sigas siendo un referente vital para mí. Cuando en una visita de hace años, me enseñabas tu primer caballete, añadías visiblemente emocionado que te lo había hecho mi padre en los años cincuenta; luego sentenciabas: “Ya ves que las manos de los hombres sirven también para hacer el bien.” Y me fijé una vez más en tus manos grandes y fuertes, manchadas noblemente de arcilla, mientras evocabas las de mi padre construyendo con madera sencilla aquella herramienta de trabajo creador que sirvió para sostener el barro que había de convertirse, bajo tus imaginativas manos, en obra de arte, en mujer, en niño, en gigantilla, Barandales o Merlú.
QueridoRamón, nadie podrá negar jamás que, además del creador de la Virgen de la Amargura, que desfila por las calles de Zamora todos los Lunes Santos, y acerca de la cual nos revelaste el secreto de que iba a ser una figura privada, esculpida para una persona que nada tenía que ver con la Semana Mayor y que luego las cosas fueron por otros caminos hasta hacerla acabar en “paso” fundamental de la Cofradía de Jesús en su Tercera Caída; además de ser el artífice de la bella figura femenina de la fuente que enriquece el claustro de la Diputación o de la estatua sugeridora que cada mañana y cada noche veíamos al entrar y salir del Hotel donde nos alojamos en este último regreso a la ciudad del alma, eres el artífice de la palabra amistosa, el compañero sincero, el anfitrión excepcional, el hombre sencillo que se codea con sus iguales en la calle, en la cafetería, en el mercado…
Y no lo digo aprovechando que te has ido, que será lo que hagan muchos. Es que no puedo por menos de recordar aquella vez que me citaste al día siguiente de una visita numerosa en tu sagrado taller de Sacramento (¡qué nombre tan sutil para ubicar tu refugio!). Me contaste con pelos y señales la aventura de arte, vino y zamorío que viviste en compañía de Blas de Otero y nuestro paisano Claudio Rodríguez, primero en barca surcando el agua del Duero y luego catando vino moro en una docena de tabernas, de pie, apoyados los cuerpos en la barra, para que el zumo de la tierra realizara su periplo sin obstáculos, y con las volutas del humo del cigarro pintando arte inocente alrededor de vuestras caras. Los ojos te brillaban hablándome de aquellas correrías de hombre joven que tiene toda la vida por delante y la muerte es sólo una palabra lejana. Aquel encuentro entrañable tuvo un final imborrable para mí: me regalaste un ejemplar de Claudio Rodríguez para niños mientras me decías en voz baja: “Éste es un hombre que ama con locura a su tierra, aunque su tierra no le ame tanto a él.” Recuerdo tus palabras como si las estuviese oyendo ahora, ahora que sé que ya no podrás con tus ojillos inteligentes, de sabio castellano, acompañar más tu voz en el futuro, ni a tus manos acariciando el barro para crear un cuerpo femenino.
Este es el momento, querido Ramón, ahora que posiblemente hayan llevado tu propio barro humano al cementerio, de decirte que la segunda cosa importante que hice nada más regresar a nuestra tierra esta última vez fue darme una vuelta por San Atilano para visitar la tumba de Claudio Rodríguez. Sobre el granito de la cabecera habían grabado este verso del Canto del despertar: “El primer surco hoy será mi cuerpo”. ¿Y sabes qué te digo? Que yo pondría sobre tu lápida, Ramón, mi querido Ramón, amigo y vecino mío para siempre, estas palabras a modo de epitafio: “Al fin descansan tus dedos, diez diamantes que hicieron vida y arte, que amaron y crearon. Nada más puede pedirte la tierra que te espera.”

domingo, 16 de marzo de 2008

Una patada implacable al diccionario

En cierta ocasión un viejo conocido, deportista de renombre, nos contaba a unos cuantos compañeros de trabajo que para una fiesta sonada que celebraba el club al que pertenecía se había comprado una ropa especial. Decía, recordando con satisfacción el evento: "La verdad es que aquel traje mío era implacable". Implacable. Lo que quiso decir sin duda fue "impecable". Claro que a lo mejor por la mente del deportista cruzó velozmente la idea de que su traje era tan impactante que no dejaría a nadie impasible y que todo el mundo aceptaría de buen grado, y sin rechistar, su modo de vestir.

Primavera

INSTANTÁNEAS DE PRIMAVERA

Entre las sombras,
las manos de la aralia
piden limosna.

¡Oh, flor de moro:
humildad de esmeralda,
botón de oro!

Verde bambú
pinta paisajes chinos
en el azul.

Al sol medita
con sus ojos de chino
la lagartija.

La viña virgen
pone falda a las tapias
de los jardines.


¡Las mariposas!
Dos pétalos que vuelan
Sobre las rosas!

sábado, 15 de marzo de 2008

HILO DIRECTO CON DIOS

EL EXTREMEÑO

Vuelvo a la época en que el último director del Colegio, Iñigo Tajada, decidió sanear la economía del Colegio rescindiendo una docena de contratos de profesores con más de veinte años de antigüedad, entre los que me contaba yo. Y lo hago porque relacionado con mi caso estaba el de Antonio de Pedro, a quien apodé el "Extremeño" por dos motivos principales: uno era que había nacido en un pueblo de Badajoz, y el otro porque recitaba como nadie el “Cristu Benditu” de Gabriel y Galán. La cuestión es que, aunque salió conmigo el mismo año del Colegio, ya las había tenido con el director precedente, Francesc de Deus. Éste le amargó la vida sistemáticamente esperando que mi amigo se viniera abajo, y lo hizo de la forma más rastrera: retirándole de golpe y sin previo aviso las clases de su horario y confinándole, a cambio, en la biblioteca. El motivo se debía, según los rumores que corrían entre el profesorado, a que el "Extremeño" había hecho en clase una referencia “excesivamente ligera” (expresión empleada por la Junta de Gobierno) al Monseñor de la Obra.
El caso fue que Antonio no se amilanó; al contrario, con los huevos bien puestos, aguantó la situación con más entereza que los propios jerifaltes del Colegio, los cuales, ante los visos que tomaban las cosas y viendo que aquella discriminación laboral estaba empezando a estar en boca de todos, no tuvieron otro remedio que devolverle las clases. Claro que eso sólo duró un curso más, hasta que el nuevo director, Iñigo Tajada, como ya he dicho, lo incluyera en su plan de saneamiento económico.
Menos mal que, al poco tiempo ambos estábamos enseñando en la Escuela Pública, Antonio ocupando una plaza de maestro que había mantenido reservada en secreto en condición de excedencia desde antes de su ingreso en el Colegio, y yo, tras aprobar las oposiciones a profesores de secundaria. Desde entonces no hemos dejado de vernos en amigables tertulias con otros profesores que aún permanecen trabajando en el Colegio, como Aurelio Marqués o José Santamaría. Sin embargo, la amistad entre el "Extremeño" y yo, desde el momento en que dejamos el Colegio, se fortaleció de manera muy clara y, consiguientemente, nos seguimos viendo con más asiduidad que con el resto del grupo.
“Fue una gran putada", me dijo en una de esas reuniones, "la que me hicieron aquellos cabronazos mandándome a la biblioteca (Animus meminisse horret). Recuerdo muy bien los detalles o la conversación que mantuve con Francisco Deus (Ab uno disce omnes). Esa conversación no tiene desperdicio, créeme. ¿Y las visitas que me hacíais algunos de mis amigos a la biblioteca para darme ánimos en contraste con el desaire de otros que hasta entonces consideraba mis amigos (Donec eris felix, multos numerabis amicos) y que no dieron señales de vida mientras permanecí confinado entre aquellas cuatro paredes silenciosas y aburridas? Para un libro.”
Le recordé cómo había funcionado el Colegio hasta el momento en que se hicieron cargo los inexpertos de la Obra de las diversas Secciones.
“Eso fue el principio del caos”, me dijo: “el haberse deshecho de la gente que valía pedagógicamente hablando, como tú muy bien sabes. Y no te digo nada de los retiros espirituales de los chicos y los de los profesores”.
Tenía razón. Sólo contar lo que algunos de nosotros presenciamos, acompañando a los chicos a la Casa del Bosque, abarcaría un buen fajo de folios.
"Me gustan los romances satíricos que les dedicaste.
“¡Qué bien os va el carnaval
disfrazados de sotana:
en una mano el misal
y en la otra la guadaña”.
Cuando el "Extremeño" se ponía a hablar, no paraba y parecía recobrar nuevas fuerzas cuando hablaba de sus fallos, los de ellos, los jerifaltes del Colegio.
“Sus dos grandes pecados”, empezó diciendo, “son los del pito y la soberbia; del primero conocemos varios casos que hicieron temblar los ladrillos de los Pabellones del Colegio, y del segundo podríamos estar hablando durante horas. En cuanto a las fiestas y las tertulias preparadas con el Monseñor, los retiros... ¿Te acuerdas del que hicimos los profesores veteranos al Maresme? La voz del cura resonando en la sombra del oratorio mientras las tripas de José Santamaría crujían por el hambre. “No hay que ser soberbios”, atronaba la voz del sacerdote, “sino más humildes que las flores del campo”. ¡Hay que joderse! ¡Ellos exigiendo humildad!
Yo le dejaba hablar. Sabía de sobra que el "Extremeño" hablaba explayándose en largas intervenciones y, de interrumpirlo, nada habría conseguido sino alargar más su perorata. Lo mejor era dejarle hablar hasta que, como los cetáceos, se tomase un descanso para salir a la superficie del diálogo para respirar. Y eso ocurría cuando se ponía a contar chistes. Como cerezas enganchadas los contaba uno tras otro, asociados por temas o por tonos. Sólo sobre sexo sabía más de mil.

viernes, 14 de marzo de 2008

PATADAS AL DICCIONARIO

Ocurre a menudo que desde los medios de comunicación, la prensa escrita, la radio o la televisión, que deberían sentar cátedra en asuntos lingüísticos, lo que se hace es atentar contra el idioma de manera constante. Como muestras un par de botones. En una emisora, cuyo nombre más vale silenciar, durante una tertulia de esas que se prodigan más de la cuenta, un tertuliano dejó caer esta "maravilla": "La palabra epidermis tiene una denotación peyorativa..." Evidentemente, lo que quiso decir es "connotación peyorativa", ya que el significado denotativo de una palabra es el objetivo, el que un diccionario ofrece cuando se consulta (ojalá lo consultáramos más, y epidermis tiene el significado que todo el mundo conoce. Mientras que el significado connotativo de un término es siempre subjetivo, dependiendo del estado de ánimo y la historia personal del usuario que le atribuye valores positivos o negativos.
En otra ocasión leí en un periódico de reciente aparición lo que consideré una patada al diccionario por desconocimiento gramatical. Resulta que el articulista en cuestión aseguraba de una persona que, pese al loísmo que había cometido al decir que a su padre "lo" quería mucho, había mostrado una entereza ejemplar durante la manifestación. Como todo el mundo sabe el loísmo consiste en emplear el pronombre personal "lo" con valor de complemento indirecto (lo di una patada). Lo que deseaba el periodista era que la persona de su artículo hubiera dicho "le" quería. "Le" está admitido como complemento directo referido a persona de género masculino. Pero "lo" en el mismo caso (complemento directo)es absolutamente correcto.

miércoles, 12 de marzo de 2008

HILO DIRECTO CON DIOS

EL CASO DE DANIEL LÓPEZ
Mientras repaso estos detalles en la memoria, irrumpen en ella con inusitada virulencia los relacionados con mi etapa final en el Colegio, sin duda la más nefasta para mí y no sólo por el hecho traumático de haberme visto en la calle con el pretexto pueril que el último director, un hombre blando y redondo como un "donuts", que en vez del agujero en el medio lo llevaba en el cerebro, me planteó en su despacho un negro día de cuyo mes y año no quiero acordarme. El pretexto, tan infantil como sobado, fue que había que sanear económicamente el Colegio, el cual entonces pasaba por una mala racha. Aunque, todo sea dicho, no tuvieron los jerifaltes religiosos del Colegio ningún empacho en desembolsar cantidades astronómicas de dinero para indemnizarnos a los despedidos, que fuimos entonces cerca de una docena de personas, docentes y no docentes, que nos habíamos dejado allí una buena parte de nuestra vida sin pensar jamás que un mal día nos darían una patada en el trasero.
Siempre que recuerdo el detalle doloroso de mi salida del Colegio, me viene a la mente el caso de un alumno de BUP llamado Daniel López. Sucedió que los jerifaltes del Colegio, tan educados y religiosos ellos, modelos por otra parte de moral y rectitud y guardadores de la integridad humana, fueron los primeros en manchar el nombre del Colegio.
En este mundo, mientras vivimos, todos somos pecadores y después, cuando morimos, de repente todos nos convertimos en poco menos que santos. De los pecados de Demetrio Velarde, profesor del Colegio, perteneciente a la Obra y preceptor de Daniel, ya dará cuenta a Dios un día, como todos. Pero hubo uno en especial que por la trascendencia que tuvo sobre la familia de Daniel y el propio chico no puedo pasar por alto. El caso fue que una tarde de finales de curso Demetrio Velarde citó a Daniel y a dos alumnos más de su clase para que se quedaran en el Colegio al acabar el horario escolar. "Ya sabéis, les dijo, que vais mal en Griego, la asignatura que yo os enseño. Pues bien, para que mejoréis en ella quiero proporcionaros algunos trucos didácticos que os vendrán bien para conseguirlo.” Y los chicos se quedaron pensando que algún beneficio sacarían de aquel tiempo extra. Pero a las primeras de cambio Velarde despidió a los compañeros de Daniel pretextando que sólo a éste incumbía la explicación de una parte de la asignatura en la que el chico pasaba verdaderos apuros. Y así quedó la cosa hasta que, pasados unos minutos de repaso y traducción, el profesor propuso al alumno un pequeño respiro dándose unas zambullidas en la piscina privada que poseía el Colegio dentro de su recinto. Velarde preguntó a Daniel si había traído bañador, y como el alumno le respondiera que no, el profesor se prestó a dejarle uno. Por supuesto que Daniel en ningún momento llegó a sospechar lo que le tocaría vivir sólo unos momentos más tarde; así que, confiando en la buena fe de Velarde, que, además de profesor era su preceptor, es decir, la persona encargada de su formación humana y espiritual, se fue con él a la piscina dispuesto a pasar un rato agradable y placentero.
Dentro del agua, profesor y alumno empezaron a salpicarse entre bromas y risas para acto seguido apostar a ver quién llegaba antes nadando al extremo opuesto de la piscina. Hasta ahí todo normal y festivo. Después Demetrio se colgó del trampolín y retó a Daniel a ver si era capaz de hacerle soltarse del trampolín tirando de sus piernas. De momento, forcejeos “inocentes”, nada más. Pero habiendo el profesor dado por terminado el baño, el asunto se salió de madre en las duchas. Y abrevio. El caso fue que Daniel, mientras se duchaba, se encontró con la insoportable sorpresa de ver cómo su preceptor entraba completamente desnudo en su ducha con intenciones que no dejaban lugar a dudas. Porque, a las primeras de cambio y sin mediar palabra, empezó a tocar al muchacho. Éste, verdaderamente asustado, se zafó como pudo de los tocamientos y caricias de su preceptor y logró salir corriendo de las duchas.
Una vez en casa y, temblando como una hoja, les contó a sus padres todo lo sucedido sin omitir detalle. Acabó diciéndoles entre lágrimas que no quería volver al Colegio nunca más. Al día siguiente los padres del chico fueron al centro para poner en conocimiento del Director lo que había hecho Velarde con su hijo y exigirle que pusiera remedio a aquella barbaridad lo antes posible. El Director, a la sazón Francesc de Deus, lo más diplomático que pudo y deseoso de echar tierra al asunto para salvaguardar el prestigio de Sendero, lamentó lo sucedido diciéndoles que algún trastorno mental había padecido Velarde para hacer lo que había hecho. Añadió que todo se resolvería del modo que Daniel saliese reforzado del hecho y que la Junta de Gobierno tomaría cartas en el asunto respecto del profesor porque eso era algo que empañaba la imagen del Colegio. Finalmente, el Director pidió a los padres del muchacho que no se preocuparan más del problema porque todo quedaría solventado en las siguientes horas.
Y así fue. Daniel, más tranquilo, siguió acudiendo al Colegio, y respecto de Demetrio Velarde, su preceptor y profesor de Griego, llegado septiembre y a punto de comenzar un nuevo curso, todos notamos que había desaparecido para siempre. Ni rastro de él había por ningún lado. La versión “oficial” fue que Velarde estaba en una Universidad extranjera realizando un trabajo de investigación relacionado con su especialidad. "¿Qué especialidad?", me pregunto yo a la vista de lo sucedido.

lunes, 10 de marzo de 2008

HILO DIRECTO CON DIOS

UN COLEGIO PRIVADO

No pensaba remover más el pasado respecto a los años que pasé como profesor en un colegio privado del Vallés porque ciertas cosas es mejor dejarlas como están para no perturbar la salud mental de un hombre. Pero cuando una noche de éstas salió en televisión una cara que me era familiar hablando del acoso que sufren los profesores hoy en día, cada vez más en aumento, por parte de algunos miembros de la comunidad escolar, ya sean alumnos, padres o los propios colegas, algo en mi interior, sin duda latente, se agitó de tal modo que, como en una película muda, vi proyectadas en la pantalla de mi memoria ciertas escenas (no voy a especificar de momento su naturaleza) de aquel tiempo oscuro (aunque he de reconocer que hubo en sus principios luces abiertas y positivas) que viví en aquel colegio del Vallés. Y más cuando sobreimpreso en la pantalla de la televisión leí el nombre del profesor que en ese momento hablaba, Manuel Giménez, que a la sazón era Director de un Centro de enseñanza de la periferia de Barcelona. Recuerdo muy bien su paso por el Colegio y su posterior salida de él, y recuerdo también una anécdota que vivió con la persona que entonces se encargaba de entrevistar a los futuros profesores del lugar, Cesáreo Calvo, que después sería uno de los principales jerifaltes del Colegio y, finalmente, en el declive de su astro personal, un profesor sin grado, al que como no estaba acostumbrado a dar clases, el mero hecho de entrar en una aula le resultaba francamente insoportable. Pues bien, en aquella ocasión Cesáreo Calvo le formuló tres preguntas que fueron durante mucho tiempo síntoma de la naturaleza del Colegio. Esas tres preguntas eran: primera, "¿Te gusta dar clases a chicos adolescentes?"; segunda, :"¿Vas con regularidad a misa?"; y tercera, "¿Conoces la Obra?" Y estas fueron las tres respuestas que le dio Giménez: primera, "Desde siempre me ha gustado mucho"; segunda, "Todos los domingos y fiestas de guardar"; y tercera, "He trabajado algún tiempo en las oficinas de Nuñez y Navarro y conozco al dedillo el funcionamiento de la construcción". Sin comentarios.
En las páginas que siguen intento retratar la verdad de un Colegio, cuyo funcionamiento conocí de primera mano durante veintiocho años. Lo único que he modificado por razones obvias en la historia que cuento han sido los nombres de sus personajes y el del mismo Colegio, así como el libro de cabecera de la Obra, que todo el mundo conoce muy bien.
Confieso que, mientras iba rescatando de la memoria las diversas escenas de que consta el libro, yo mismo iba notando en mí como una especie de terapia saludable. Ahora ya puedo decir que estoy casi curado.