En la entrada anterior tratamos de Rubén Darío, el poeta hispanoamericano que introdujo
el modernismo poético en España. Ahora nos toca hablar de la pléyade de poetas
modernistas que destacaron en ultramar, entre los que se cuentan nombres
excelentes como José Martí, José María
Heredia, Manuel Gutiérrez Nájera o José Asunción Silva… Pues bien, como representante de
todos ellos, por su singular personalidad, destacamos a este último.
José Asunción
Silva (1865- 1896)
Considerado el poeta más importante de Colombia, fue
diplomático y realizó numerosos viajes por Europa especialmente. En una de esas
travesías marinas el barco en que viajaba naufragó y a consecuencia de lo cual
gran parte de su producción poética desapareció. Esta y otras desgracias
personales le agriaron el espíritu del tal modo que encontró alivio en el
suicidio pegándose un tiro en el corazón. Lógicamente, lo que conocemos de su
poesía es póstumo. Parte de su poesía presenta influjos románticos como los
libros Crisálidas o Risa y llanto, entre otros. En otros
poemas muestra un claro tono personal e intimista, así como riqueza de ritmos
métricos, casos de Día de difuntos, Luz de luna, etcétera. Finalmente, y
dentro de esta variedad de ritmos, junto con una diversidad estrófica que
tendrá seguidores en nuestra propia poesía, logra con Nocturnos expresiones bellísimas.
Veamos una muestra de estos últimos:
”Poeta, ¡di paso
los íntimos besos!
¡Ah!, de las noches dulces me
acuerdo todavía.
En severo retrete, do la tapicería
amortiguaba el ruido con sus hilos espesos,
rendida tú a mis súplicas, fueron míos tus besos:
tu cuerpo de veinte años entre la roja seda,
tus cabellos dorados y tu melancolía,
tus frescuras de niña y tu olor de reseda…
Apenas alumbraba la lámpara sombría
los desteñidos hilos de tu tapicería…
Poeta, ¡di paso
el último beso!
¡Ah de la noche trágica me acuerdo todavía!
¡El ataúd heráldico en el salón yacía;
mi oído fatigado por vigilias y excesos,
sintió como a distancia los monótonos rezos!
Tú, mustia, yerta y pálida entre la negra seda…
La llama de los cirios temblaba y se movía;
perfumaba la atmósfera un olor de reseda…
Un crucifijo pálido los brazos extendía
¡y estaba helada y cárdena tu boca que fue mía!