El libro
El libro era
normal y corriente, de tantos como uno puede encontrar en los puestos de libros
de ocasión del Mercadillo de San Antonio, de Barcelona, mercadillo que las
mañanas dominicales se convierte en un río de ojos que buscan ansiosamente el
pez de páginas nuevo que no haya nadado aún en sus aguas visuales. Era, como
digo, el libro en cuestión vulgar y nada atractivo; sin embargo, para mí tenía
algo mágico y era que lo acababa de adquirir ante mis ojos mi peor enemigo,
aquel Eusebio Ratón que en los Salesianos, colegio donde los dos estudiamos de
pequeños, me había vencido siempre en el certamen de recitación de poesías. Y
eso no lo podía soportar, me refiero al hecho de haber comprado en el
Mercadillo el libro de marras. Hasta daño físico me causaba ver el libro entre sus manos.
De modo que, con
el tiempo y sólo con el objeto de conseguir ese libro, fui fingiendo una amistad
con Eusebio que únicamente a él beneficiaba, porque por dentro me seguía
recomiendo el odio y la envidia que había sentido siempre hacia mi cordial
enemigo y que ahora sentía crecer en mi interior como un árbol gigantesco
dentro de una maceta.
Eusebio Ratón
vivía solo en un piso confortable del barrio de Horta (una mujer le limpiaba la
casa una vez por semana), y allí varias veces al mes, haciendo de tripas
corazón, yo iba a hacerle una visita mientras planeaba cómo hacerme con el
libro de mis ansias. Hasta empecé a participar de sus actividades ociosas y
culturales. Juntos íbamos al cine de los viernes aunque muchas de las películas
que ponían en pantalla eran tan malas que me hacían casi vomitar, como aquellas
de Eddie Constantine, que no eran más que un diluvio de puñetazos y un ir y
venir de policías corruptos que, eso sí, se enternecían ante la presencia de un
perro abandonado. Le acompañé en sus aburridísimas excursiones a Sitges para
ver docenas de veces la pintura de Rusiñol pese a que no me decían
absolutamente nada ni los almibarados colores del paisajista catalán ni los
motivos reiterados de sus cuadros, entre los cuales se llevaban la palma los
patios, los huertos y los jardines. Aguanté de todo con tal de estar cerca del
libro que anhelaba hacer mío; sólo tengo que decir que incluso asistí con
Eusebio a las tertulias literarias del Círculo Cultural los primeros sábados de
cada mes durante tres cursos consecutivos, aguantando estoicamente las tediosas
parrafadas sobre poesía futura que lanzaban por doquier los contertulios más
“enterados” y, sobre todo, las conclusiones dogmáticas del propio Ratón al
acabar cada tertulia y camino de vuelta a su casa, primero por las Ramblas y,
después, durante el trayecto en metro hasta el arrabal donde vivía. Y todo por
conseguir el libro que tres años atrás había comprado Eusebio en el Mercadillo
de Libros de Ocasión de San Antonio.
Ya he dicho que
el libro en cuestión era normal y corriente y es hora de que añada algunas
notas más. Tenía las cubiertas de cartón y las páginas de papel color crudo.
Era un libro de divulgación sobre extrañas coincidencias que suelen ocurrir en
la vida cotidiana, editado en Buenos Aires y llegado aquí por esas
circunstancias de la vida que la inmigración, la prohibición estatal o el
mercado cultural suelen provocar cada dos por tres. El libro se titulaba
“Cuando el destino juega con nosotros”, y cada vez que yo me presentaba en casa
de Eusebio Ratón (las visitas se habían vuelto en los últimos tiempos una
obligación pues sus invitaciones empezaron a ser reiteradas y perentorias,
sobre todo, a partir de unas pequeñas molestias que sentía en el cerebro y que,
poco a poco, se fueron convirtiendo en crónicas y condenándole a la necesidad
de la cama), cada vez que me presentaba en su casa, decía, le echaba al lomo
del libro una rápida ojeada.
Yo creo que
Eusebio Ratón conocía desde mucho tiempo atrás mi enfermiza inclinación por su
libro porque un día en que los crónicos dolores de cabeza le permitieron un
brevísimo respiro, se levantó de la cama y me llevó hasta la biblioteca. Allí
extrajo el libro de su sitio y me lo enseñó diciendo, mientras me parecía
advertir en sus labios el vuelo malicioso de una sonrisa:
--Al final
algunos libros sólo acaban sirviendo para desvelar el secreto de nuestros
verdaderos sentimientos.
Al oírle decir
esas palabras, sentí que una oleada de furia me subía del corazón a la cabeza y
justo entonces cruzó como un rayo por mi cerebro la idea de apoderarme de
“Cuando el destino juega con nosotros” de una vez por todas, aunque no fue ese
día cuando me hice con el maldito libro.
Paulatinamente
la extraña enfermedad que padecía Eusebio había ido consumiéndolo hasta el
extremo de no permitirle moverse de la cama. Incluso me había confiado una
llave del piso para no tener que llamar y salir él a abrirme. Tan débil y
enfermo estaba. Yo seguí aceptando sus invitaciones, que se fueron volviendo
auténticas peticiones de S.O.S., y al concluir las visitas, que solían ser cada
vez más silenciosas y apenas un par de frases sobre el tiempo que hacía fuera
mediaba entre los dos, yo recorría el trayecto que separaba su dormitorio de la
puerta del piso, pensando más de una vez aprovecharme de la circunstancia para
sustraer el libro a mi paso por la biblioteca, que quedaba justo en mitad de mi
recorrido. Allí estaba el libro gritando que lo librara de su prisión.
Aún no me
explico por qué esperé para apoderarme del libro al día en que encontré a
Eusebio inmóvil, de lado, sobre el lecho, con la mirada fija en el vano de la
ventana, reflejando impasible el luminoso azul del cielo. Como si tuviera de
hielo el corazón, tras cerciorarme de su muerte, aunque estaba todavía caliente
su esmirriado cuerpo, cogí un papel del taco de la cocina y escribí una nota a
la mujer de la limpieza diciéndole que le dejaba allí la llave del piso que
Eusebio me había prestado. Luego llamé por teléfono a Pompas Fúnebres para que
se hicieran cargo del cadáver. Finalmente, como si de repente me hubiera
convertido en dueño de la casa, entré en la biblioteca, me dirigí al estante
donde me esperaba desde siempre el libro de mis desvelos y lo saqué de su
sitio. Y con la alegría del que ha recuperado al fin su objeto más querido,
salí con él al rellano de la escalera y cerré de un tirón la puerta a mis
espaldas.
No hice caso del
libro durante una larga temporada. Actué con él como el que acaba de terminar
un relato, tras las infinitas correcciones de rigor, y lo da por fin, liberado
de toda carga, a la imprenta. Pasó el tiempo y un día, cuando ya no sentía
ningún interés por él, cogí el libro de Eusebio Ratón. Y al abrirlo, fue cuando
de entre sus páginas voló al suelo un pequeño sobre blanco. Me dio un vuelco el
corazón. En el sobre descubrí la letra de mi peor enemigo de la infancia, que
decía: “Para ti, que tanto ansiabas poseer este libro”. Dentro del sobre había
una carta escrita en los siguientes términos: “Querido amigo, ¿recuerdas el día
en que te dije que al final algunos libros sólo acaban sirviendo para desvelar
nuestros verdaderos sentimientos? Pues me refería precisamente a tu fingimiento
de ser amigo mío para hacerte con este libro. Siempre supe que más que
envidiarme me odiabas de todo corazón porque siempre te había vencido en los
concursos de declamación de poesía de los Salesianos cuando los dos éramos pequeños
y que, ya adultos, desde el momento en que adquirí este libro, hiciste lo
indecible por ganarte mi amistad: las
sesiones de cine, las excursiones a Sitges, la asistencia a las tertulias
literarias... Y aunque yo sabía los motivos de aquellos “sacrificios” tuyos,
nunca te agradeceré bastante el que, una vez cayera yo enfermo, siguieras
visitándome y haciéndome compañía, pese a tener mis dudas sobre tus verdaderas
intenciones. Pero como no eran tus intenciones las que me consolaban en mis
horas de progresivos dolor y debilitamiento, sino tus generosas visitas, decidí
olvidar aquéllas y admitir lo que sabía que un día u otro iba a ocurrir: que
tomaras “prestado” el libro. Porque cuando el destino juega con nosotros, nadie
puede hacer nada por torcer sus designios. Acuérdate de mí siempre que abras
“nuestro” libro y perdóname, ahora que ya no podré hacerte sombra nunca más, el
hecho de que te ganara siempre en los Salesianos recitando aquellas poesías que
los hermanos nos hacían aprender de memoria. Un abrazo, Eusebio”.
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