Cuando Antonio Machín Romero, autor del ensayo cuyo título coincide con el de la presente entrada, me pidió que le presentara su libro
sobre Brines, acepté gustosamente por amistad y admiración, hacia el crítico y
hacia el poeta; a Antonio lo conozco desde que en 2003 me mandó una carta
solicitando vernos para hablar de Claudio Rodríguez, poeta paisano cuya obra
frecuento a menudo, y sobre el cual acababa de publicar un magnífico estudio; y
a Francisco Brines, desde que en 1997, año muy importante para mí por muchas
razones, me entregó, en nombre del jurado del Premio de Poesía Taurina de
Valencia, del que él era Presidente, el galardón del certamen por Toro de la noche; en dicha ocasión,
mientras la ciudad disfrutaba de sus famosas Fallas, y en la sede de la Peña situada en la calle
Convento de Jerusalén de la ciudad del Turia, hablamos de poesía y del
mencionado Claudio Rodríguez, con quien Brines había coincidido algunos años
atrás en Inglaterra, donde ambos ejercieron de Lectores de Español.
Una vez aceptado el compromiso de la presentación del
libro, me metí en la piel de un lector cualquiera para analizarlo con la máxima
objetividad posible.
En la mitad superior de la cubierta, encima del título
Francisco Brines. Entre el canto y la
elegía, una fotografía muestra a tres niñas, nietas de Antonio, jugando a
la orilla del mar, clara alusión a ese Canto y a esa Elegía del título: por un lado, la infancia, el juego, la
inocencia feliz, el canto a la vida en su primera etapa; y, por otro, el mar,
símbolo de la meta de la vida, de la muerte, último e irreversible destino del
hombre, elegía a la fugacidad de la existencia y al paso inexorable del tiempo
y sus insalvables consecuencias.
Y fue junto al mar de mi Tossa donde concluí la
lectura del libro, lectura guiada sabiamente en todo momento por Antonio Machín
Romero, soriano por más señas y dueño de un castellano sereno y castizo,
profesor de Lengua y Literatura española jubilado y autor también de los estudios
dedicados a los poetas Dionisio Ridruejo y el citado Claudio Rodríguez, y al filósofo,
jurista y pedagogo Julián Sanz del Río y al político y ensayista Tierno Galván.
En cuanto al libro presente, puedo afirmar que desde
una postura objetiva, rigurosa y didáctica ha resultado un trabajo completísimo
e imprescindible sobre Francisco Brines, no sólo sobre su vida y obra, que
es lo habitual en este tipo de estudios, sino también sobre la actitud ética de
compromiso del poeta con su propia vida y con la de los demás así como el modo
de concebir la poesía y su propio proceso creador, incluyendo abundantes
conocimientos sobre el estilo del poeta y sus principales recursos.
De todo ello se deduce el objetivo que ha buscado el
autor con su exhaustivo trabajo, y es, como dice en el Prólogo, hacer más
cercana al lector la obra poética de Brines y su mundo, estudiando su
circunstancia particular y analizando, tras la lectura sosegada y atenta de
todos y cada uno de los poemarios del poeta, las características centrales de
su obra.
Y manejando con destreza de profesor y ensayista
experimentado la extensa bibliografía que sobre el poeta incluye en el
trabajo, comienza definiendo la obra poética de Brines como “una aventura
vital” o “una biografía poética” que tiene como “espacio mítico” Elca, término
del campo de Oliva donde nació el poeta, transcurrió lo mejor de su vida y
descubrió la realidad física de su persona.
A lo largo de la obra de Brines hay, como no podía ser
de otra manera, abundantes referencias a Elca. He escogido, sin embargo, como
muy significativa, la que aparece en Palabras
a la oscuridad (1966), libro donde se da una de las antítesis favoritas del
poeta: la luz, representada por la palabra, en este caso la poesía, frente a
la oscuridad o el fracaso de la vida, considerada como un ejercicio inútil.
Es el poema Elca, que
significativamente dedica a Juan Bautista Bertrán, su primer profesor de
Literatura: “Ya todo es flor: las rosas / aroman el camino. / Y allí pasea el
aire, / se estaciona la luz, / y roza mi mirada / la luz, la flor, el aire. /
Porque todo va al mar: / y larga sombra cae / de los montes de plata, / pisa
los breves huertos, / ciega los pozos, llega/ con su frío hasta el mar. / Ya
todo es paz: la yedra / desborda en el tejado / con rumor de jardín: /
jazmines, alas. Suben, / por el azul del cielo, / las ramas del ciprés. /
Porque todo va al mar: / y el oscuro naranjo / ha enviudado su flor / para
volar al viento, / cruzar hondas alcobas, / ir adentro del mar…” (Selección Propia, 92).
La llamada de la poesía la sintió Brines a los 14 ó 15
años en el colegio de los jesuitas donde estudió Bachillerato. Allí, aconsejado
por su profesor de Literatura, el citado padre Bertrán, se inició en ella a
través de la lectura de Juan Ramón Jiménez, a quien permanecerá fiel hasta el
final. Fue la poesía la que le sirvió de consuelo y refugio
tras la crisis religiosa que sufrió por entonces, junto al amor a la vida
que mostró siempre.
También leyó a Garcilaso, Quevedo, Bécquer, Antonio
Machado, Rubén Darío y otros poetas españoles contemporáneos suyos, como José
Hierro, quien facilitó su primera lectura poética en el Aula de Poesía del Ateneo de
Madrid, que dirigía, cuando Brines estudiaba Filología Románica en la Universidad
Complutense. También en Madrid entró en contacto
con otros poetas como Vicente Aleixandre o Carlos Sahagún.
Precisamente fueron estos dos últimos poetas quienes tuvieron mucho que
ver con que Brines presentara
al Adonais de 1959 su libro Las brasas (Aleixandre le ayudó en la
ordenación del libro y Sahagún a mecanografiar el texto). Brines ganó el premio.
El título dice claramente el contenido del
libro: “lo que arde sin llamas, en
proceso de extinción”, lo que fue fuego abrasador y ahora se halla en el
camino de ser ceniza, de ser nada. El paso del tiempo será ya una de las
constantes de la poesía de Brines, que
para el ensayista es el poeta
metafísico de su generación.
La aprobación del libro fue rápida, y uno
de los lectores preferidos fue Luis Cernuda, que sería ya siempre su
mejor maestro y a quien le había
mandado un ejemplar. A Cernuda lo había descubierto Brines en una
Antología colectiva de Alfonso Moreno y enseguida quedó deslumbrado por la
autenticidad del poeta del 27.
A partir de ese momento le siguió la pista en otras
antologías y revistas hasta localizar en Madrid en la librería Abril, que
vendía libros prohibidos, Como quien
espera el alba, poemario de Cernuda, de 1947, que fue un verdadero tesoro
para Brines y para sus amigos valencianos, a quienes lo dio a conocer.
Fruto de esa devoción que creó en todos ellos
el libro de Cernuda, fue el homenaje que le rindieron en otoño de 1962, a un año de la muerte del poeta, que vivía exiliado en
México, en un número extraordinario de La caña gris, revista que dirigía Jacobo Muñoz, uno de esos
amigos. La colaboración de Brines, una de las más extensas, junto con la
de José Olivio Jiménez, gran conocedor de la obra poética de ambos, es un
sincero reconocimiento de admiración al poeta sevillano y una declaración
de principios de su propia poesía identificada en muchos aspectos con la de Luis
Cernuda.
Desde entonces Brines ya no dejó de cultivar la
poesía, aunque lo hacía sin prisas y con estudiada meditación.
Y llegaron nuevos libros y nuevos premios:
Palabras a la
oscuridad (1966), que mereció ese año
el Nacional de la
Crítica y al año siguiente el de las Letras
Valencianas; hasta lograr en 1987 el Nacional de Literatura
por El otoño de las rosas, dedicado significativamente
a sus grandes maestros, Juan Ramón Jiménez y Luis Cernuda, libro
donde aparece de nuevo la antítesis entre la vida y la muerte,
entre la rosa, símbolo de belleza y plenitud, y el otoño,
que representa la cercanía de la muerte. Paralelamente, el poeta
acepta con serenidad que su vida sufra el paso inexorable del tiempo.
Y no olvidemos La
última costa, que mereció el Premio Fastenrath del Ministerio de
Cultura en 1998, y en el que la vida es comparada con una
embarcación que, tras navegar entre la niebla y sufrir arriesgados accidentes,
llega a la última costa, fin de su
navegación. Sin embargo, paradójicamente
el poeta canta a la vida aunque sepa que se encamina a su inevitable
final. Al año siguiente recibió el Premio Nacional de las Letras por
la totalidad de su obra.
Su brillante carrera poética y profesional
obtuvo el broche de oro en 2001 al ser elegido académico de la RAE para ocupar el sillón
X, vacante desde el fallecimiento de Buero Vallejo. Sin embargo, debido a un
infarto que sufrió dos años más tarde, no leyó su discurso de ingreso
hasta 2006, cuyo título deja a las claras la admiración y el reconocimiento que siempre
había sentido por Cernuda: Unidad
y cercanía personal en la poesía de Luis Cernuda.
En él afirma entre otras cosas del poeta sevillano que
lo que más le importó siempre
fue desvelar en su poesía la verdad del
hombre que era él y reconocerse a sí mismo en cada poema, y “que tal vez no haya en nuestra época
contemporánea un poeta en España que equilibre con tanta intensidad los dos
componentes esenciales del hombre: cuerpo y espíritu. El mundo racional
(pensamiento meditado, que es fruto directo del espíritu), el mundo sensorial
(tan agudo, intenso y delicado que se expande del cuerpo) y el mundo afectivo
(que es el impulso de abrazo o rechazo hacia lo que queremos ser, dependiente
de los mundos racional y sensorial, que en Cernuda aparece con fuerza
desusada). Estamos ante una obra cimera por la plenitud con que se presentan en
ella los tres posibles componentes de la poesía.” Mundo racional, sensorial
y afectivo presentes en la propia poesía de Francisco Brines.
Antonio Machín Romero afirma certeramente que Brines es un
poeta total que ha hecho de la poesía su razón de ser y a la que se ha
entregado en cuerpo y alma; y
que por todo ello es motivo permanente de su reflexión. Y nos recuerda
al respecto las palabras del poeta: “Estimo
particularmente, como poeta y lector, aquella poesía que se ejercita con afán
de conocimiento, y aquella que hace revivir la pasión de la vida. La primera
nos hace más lúcidos, la segunda más intensos.”
Son muchos los poemas donde insiste en ello, pero
prefiero destacar el poema Cuando yo aún
soy la vida, perteneciente a Aún no,
1971, libro que aumenta la visión negativa del vivir, pesimista a
lo Quevedo y lleno de los contrastes del Barroco: vida-muerte,
luz-sombra, amor-soledad, olvido-recuerdo, juventud-vejez, eternidad-vacío,
realidad-apariencia…
He aquí dicho poema: “La vida me rodea, como en
aquellos años / ya perdidos, con el mismo esplendor / de un mundo eterno. La
rosa cuchillada / de la mar, las derribadas luces / de los huertos, fragor de
las palomas / en el aire, la vida entorno a mí, / cuando yo aún soy la vida. /
Con el mismo esplendor, y envejecidos ojos, / y un amor fatigado. / ¿Cuál será
la esperanza? Vivir aún; / y amar, mientras se agota el corazón, / un mundo
fiel, aunque perecedero. / Amar el sueño roto de la vida / y, aunque no pudo
ser, no maldecir / aquel antiguo engaño de lo eterno. / Y el pecho se consuela,
porque sabe / que el mundo pudo ser una bella verdad.” (Selección Propia,161)
Y de este modo, con la desenvoltura y amenidad
que proporciona el dominio del idioma castellano y el rigor
científico y profesional de quien conoce a la perfección el terreno
literario que pisa, Machín Romero hace avanzar su ensayo sobre los pilares
que lo sostienen hasta el estudio pormenorizado de cada uno de los libros del
poeta.
Pilares que
reciben títulos como: Generación (la
de Claudio Rodríguez, Valente, Sahagún, Biedma, Goytisolo y González, entre
otros, que establece un equilibrio entre la poesía de denuncia y la poesía
imaginativa, y además la búsqueda de la dignificación del lenguaje y la
belleza para transmitir una emoción intensa); La poesía no es comunicación (sino medio de conocimiento de lo que
el poeta experimenta mientras crea el poema); La poesía es moral (“te permite asentir al que tú no eres, y esa es
su moral, la moral de la tolerancia”); Visión
del mundo (el destino de todo lo humano es el olvido y que sólo
la poesía misma y el amor inmenso a la vida puede salvar al
poeta, aunque suene paradójico); Sentimiento
o compromiso trágico (“fundado en el rechazo de la moral cristiana
de resignación ante la muerte y en un sentido materialista y trágico de
la vida”); Distanciamiento (sólo
tiene de íntimo aquello que es común a todos los mortales) y Temas.
Ya adelantamos que Machín Romero acierta al calificar
a Brines de poeta metafísico, porque sin duda el tema fundamental de
su poesía es el tiempo, acompañado de la infancia, el amor, la vejez y
la naturaleza, que, paradójicamente, es la única que se renueva
cíclicamente y por lo tanto no se acaba nunca.
Somos
tiempo, el tiempo que gastamos, el tiempo que nos gasta y el que finalmente nos
quitará el ser.
Efectivamente, el paso destructor del tiempo,
aunque va haciendo al hombre más reflexivo, también lo hace más pobre
en su relación con la vida. No en balde Brines justifica su quehacer
poético así: “Una de las motivaciones
más frecuentes en mí es la necesidad de ese intento desvalido de fijar el
tiempo que se nos escapa, de salvar esos momentos de dicha o de dolor que tan
precariamente nos pertenecen y que, en definitiva, somos nosotros mismos”.
Relacionado con el tiempo, está el tema de la infancia, pues para Brines es
el tiempo de la dicha absoluta, de la vida en plenitud, de la inocencia, de
ahí que vuelva una y otra vez a ella cuando aparece en él el sabor amargo de
la vida. En esto reside el
canto y la elegía que modulan el significado de su poesía.
Y el del
amor, en cuanto es el acto más intenso de la vida pero se
transforma en el acto en que la desposesión, el vacío, se hace más evidente.
Pues considerado desde la pasión, se transforma en símbolo de
la carencia última, “es el ardor
apagado”, es el que anuncia cómo se va apagando la vida.
Y el de la vejez, que nos anuncia la muerte,
la irrealidad, la sombra, la nada. Deduce muy bien Machín Romero
que la aceptación de la vida, el amor y la propia poesía como un engaño es
la consecuencia de la vejez.
Finalmente, está la naturaleza que, frente al
hombre que es mortal por definición, permanece inmortal en sus ciclos
constantes, del morir y renacer con el otoño y la primavera. Es además testigo
inexorable del apagamiento del ser humano. La naturaleza es para
Brines, junto con la poesía, el principal referente de permanencia
frente a su propia transitoriedad.
Donde mejor se ve lo que estamos diciendo es en el poema
Continuidad de las rosas,
perteneciente al libro Insistencias en
Luzbel, 1977, en el que la experiencia de la nada (tema presente en
la primera parte) y la experiencia de la vida (tema de la segunda) son
irreconciliables; aun así, el poeta se aferra desesperadamente a la
poesía, porque componer poesía, dice, es “insistir en esa dimensión esencialmente engañosa de la existencia”.
He aquí el poema anunciado: “Donde viste la luz, sigue la luz, / y allí donde
los cuerpos estuvieron / siguen las olas mojando las arenas; / donde oliste la
flor, zumban abejas / nuevas, y otros veleros tiene el mar. / En el lugar donde
absorto viviste / el engaño del mundo: tu inocencia, / los mismos astros
permanecen…” (Selección Propia, 189)
Concluyendo ya, hemos podido advertir en los poemas
leídos lo esencial de la poesía de Brines en cuanto a su vestidura. Son
poemas que adoptan la forma clásica y serena, de contención, sin
altisonancias ni quejas, aunque muchas veces no faltan los tonos
elegíacos, como buen discípulo de Quevedo y de Cernuda. Los versos, heptasílabos
y endecasílabos la mayoría, avanzan con elegantes encabalgamientos y
sin agruparse en estrofas, hasta formar el poema, donde
las evocaciones tienen un lugar predominante y la claridad
expresiva priva sobre cualquier otro aspecto. Respecto al sujeto
lírico de cada poema, que suele arrancar casi siempre de una anécdota
personal, Brines se vale indistintamente de las tres personas gramaticales,
y así, aunque domina el empleo de la primera persona (caso de los dos primeros
poemas leídos), a veces para evitar exceso de subjetivismo aparece un tú identificado
con el poeta (como en el poema tercero), o un él con el mismo valor (los
ejemplos más abundantes se hallan en Las
Brasas, su primer libro).
Y en cuanto al fondo, él mismo nos lo resume
así: “En mi poesía hay un centro que lo
devora todo, que lo arrastra, y que tiene que ver con una idea: la del mundo
como pérdida.” Pero lo canta.
El poeta tiene así muy presente
lo que dijo Machado: “Se canta lo que se pierde.”
Y esto es algo de lo mucho que dice el ensayista
en su magnífico libro. Ahora sólo falta que el seguidor de Brines entre en
sus páginas y aproveche el regalo que nos hace el autor al proporcionarnos
tantos y tan bien coordinados conocimientos sobre la vida y la obra del poeta
de Oliva.
Ateneo barcelonés, 14 de octubre de 2013