Yo he sido siempre un hombre corriente, y nada
especial me debe la humanidad. Todo lo contrario: si alguna vez fui algo más de
lo normal fue gracias a los avances de la técnica. Y ahora que recuerdo, esa
vez sucedió cuando me operaron de cataratas. Yo nunca antes había pasado por un
quirófano, y aunque mi paso por él fue rapidísimo, apenas media hora, la
experiencia que viví tras la operación
me marcó para siempre pues nunca he dejado de recordar lo ocurrido al día
siguiente cuando mi mujer me destapó el ojo operado ni he dejado de tener
pesadillas desde entonces.
No me detendré en el proceso previo a la operación ni
a la operación misma, pues son cosas que muchas personas de mi edad han vivido
en su propia piel, quiero decir en sus propios ojos. Así que voy al hecho
singular que me ocurrió cuando mi mujer, siguiendo las indicaciones del
oftalmólogo que me operó, me retiró con sumo cuidado el vendaje que tapaba mi
ojo derecho para ver si todo había ido como se esperaba.
Recuerdo que tenía acorchada media cabeza, la que
correspondía al lado del ojo operado, y que al tacto no sentía, lo que
resultaba una sensación que me llenaba de angustia. Angustia que desapareció
cuando mi mujer me lo dejó al descubierto. Sin embargo, al mirar hacia el marco de la ventana para
ver lo de siempre, es decir, la copa del magnolio del jardín y la parte más
alta de la casa de enfrente, comprobé que la percepción de la realidad del ojo
operado no tenía nada que ver con la del otro, y, lo más extraordinario, que un
ser superior miraba por él.
Mientras mi ojo normal se limitaba como siempre a
percibir las líneas y los volúmenes, los colores, los brillos y los matices del
árbol del jardín y del remate del edificio de enfrente, mi ojo recién operado
me aumentaba de tal modo los objetos y me los acercaba tanto a mi retina, que
tenía la viva impresión de que era yo quien los atravesaba limpiamente y me
metía dentro de ellos. Para decirlo de una vez, sólo en décimas de segundo ese
ser superior que miraba por mi ojo operado había atravesado la copa del
magnolio y penetrado en el altillo de la casa.
Estaba, lo que se dice inconscientemente, alucinando.
Y sonreí embargado de una inmensa emoción. Mi mujer me preguntó si todo iba
bien. “No puede ir mejor”, contesté sin dejar de sonreír. Nos abrazamos
celebrando así el éxito de la operación y me dispuse a aprovecharme de mi nuevo
poder, aunque, eso sí, no dejaba de experimentar el desasosiego que me producía
la insensibilidad y acorchamiento de la mitad de mi cabeza. Y ese mismo día el
poder de mi ojo derecho alcanzaría alturas insuperables y llevaría al ser
superior que miraba por él a límites extremos. Sucedió en la persona del primer
amigo que vino a verme para interesarse por mi salud.
Alfredo, así se llama este amigo, ha trabajado toda su
vida como contratista de obras y durante la época de la burbuja del ladrillo
logró amasar una suculenta fortuna. Ahora lleva tres años jubilado y ha sufrido
en poco tiempo dos anginas de pecho que le han metido el miedo en el cuerpo de
tal modo que desde el último ataque no ha vuelto a fumar un cigarrillo, a tomar
un sorbo de café ni a probar una gota de alcohol. Así que lleva una existencia
de ermitaño, en la que apenas sale de casa si no es para acercarse al quiosco de
la esquina a comprar el periódico o hacer alguna visita de compromiso como ésta
que me disponía a contar.
Al abrirle la puerta evité mirarle. Me limité a
estrecharle la mano y a invitarle a pasar. Alfredo me saludó con una voz lenta
y cansada y echó a caminar con pasitos cortos hacia el comedor. Allí se sentó
en el sillón que encontró primero y yo en el que había enfrente teniendo la
precaución de no fijar mis ojos en su persona. Tomó aliento y me preguntó por
mi operación. Le contesté con los ojos cerrados que todo iba bien, salvo que
aún sentía media cabeza insensible, fría y acorchada. Entonces me dijo que
ahora se explicaba por qué no le había
mirado ni una sola vez a la cara desde que le había abierto la puerta.
“Pero sí podrás echar… una ojeada a la aguja… que
llevo en la corbata”, dijo de tres intentonas. Y tras tomar un respiro añadió en
cuatro turnos: “Eso no… te causará… ningún… daño”. Confieso que la curiosidad
me venció y no tuve otra opción que mirar la aguja de su corbata. Ahora me
alegro de haberlo hecho porque sin duda le salvé la vida. Le miré la aguja
atentamente y mientras mi ojo normal vio lo que realmente era, un delfín de oro
con el ojo de circonita, mi ojo derecho atravesó en décimas de segundo la
corbata, la camisa, la piel, los tejidos del pecho de mi amigo hasta tropezar
en un émbolo que, formado en una vena superior, impedía que la sangre siguiera
su camino vital hacia el corazón.
Aparté la mirada del pecho de Alfredo y, sin atender a
su reacción, descolgué el teléfono. Acto seguido marqué el número de Urgencias
y a la voz que me atendió dije rápido y claro: “Manden una ambulancia al número
12 de la calle Argentina. Peligro de infarto. Sí, al número 12. Gracias.” Y
colgué. Mi amigo se movió inquieto en su sillón antes de preguntarme: “¿Vas a sufrir
un infarto?” Le puse una mano en el brazo para pedirle calma y luego dije: “No,
yo no. Tú. Lo acabo de ver con este ojo.” Y le señalé el recién operado. “¡No me asustes!”, dijo llevándose
instintivamente una mano al pecho. “Es mejor asustarse que morirse”, dije
mientras notaba que mi media cabeza había empezado a adquirir cierta sensibilidad.
Momentos después oímos acercarse por la calle la
sirena de la ambulancia. Alfredo permanecía quieto con los ojos cerrados y con
una mano puesta sobre el lugar del pecho en que, por los gestos de dolor, ahora
sentía realmente la presión. Llamaron al timbre. Eran los del SAMUR. El médico
atendió al paciente durante unos minutos. Luego pidió a sus acompañantes que se
lo llevaran al Hospital para terminar el proceso de recuperación y nos miró a
mi mujer y a mí diciendo. “Si no es por ustedes, no habríamos llegado a
tiempo”. Le sonreí mientras comprobaba que mi vista, las de los dos ojos, era
la de un hombre normal, salvo la pequeña diferencia de nitidez y brillo que me
proporcionaba el ojo recién operado.
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