LOS TEBEOS DE ANTOLÍN
Cuando me colé en el cuarto donde estaba el ataúd con
el cuerpo de Antolín, tan quieto y tan amarillo, me pareció estar en otro mundo.
Su cara ya no era la de aquel niño que intentaba a veces sonreír cuando le
contábamos alguna de nuestras aventuras por las huertas del barrio o las
últimas hazañas de Carlos el Latas en el río ante la mirada asombrada de
decenas de personas asomadas a la barandilla del Puente.
Antolín, metido en una caja de madera barnizada, tenía
la nariz afilada, las manos cruzadas sobre el pecho y un rosario enredado entre
los dedos. Como no había allí nadie más que yo, me incliné sobre él y le toqué
una mano. ¡Qué helada estaba! ¡Qué tristeza me entró de repente!
Pero no se me escapó ni una lágrima. ¡Qué cosas más
raras nos ocurren cuando somos niños! A veces llorábamos viendo una escena
tonta de una película de dibujos animados, y otras permanecíamos con los ojos
secos aunque tuviéramos muchas ganas de llorar. Como yo cuando estaba a solas
con el ataúd donde se helaba el cadáver de Antolín.
La madre entró con una corona de flores en el cuarto
donde estaba su hijo de cuerpo presente y la colocó a los pies de la cama.
Entonces reparó en mí y, mientras me acariciaba la nuca, se le escapó un
sollozo. Me escurrí hacia la sala contigua donde estaban los familiares y los
vecinos rezando el rosario en torno a una mesa llena de dulces y algunos
licores.
Luego llegó don Alberto acompañado de un monaguillo y
eso fue el toque de alarma para que las mujeres allí reunidas estallaran en
llanto. Yo sabía que iba a empezar de un momento a otro la parte más dolorosa
del velatorio, aquella en la que el cura se dirigiría al ataúd donde dormía
para siempre Antolín para rezar los responsos con voz grave y triste mientras
el hisopo lanzaba agua bendita sobre el cuerpo muerto y en los rincones de la
estancia despertaban las intensas fragancias de las coronas de flores.
Y luego ocurrió lo que yo nunca me había imaginado. Durante
unos segundos don Alberto, mientras decía aquello tan terrible de “Dies irae…
lux aeterna… requiescat in pace…”, tembló de arriba abajo. Durante unos
segundos su negra sotana se agitó como un junco bajo el viento. Lo juro. Él, un
hombre de Dios, siempre tan fuerte en los diversos avatares de la vida, estaba verdaderamente
emocionado por la muerte de Antolín. Entonces sentí un calambrazo en la espalda
y unas ganas inmensas de deshacerme en lágrimas.
Salí a la calle y bajé hasta la orilla del río. Allí,
mientras el agua bajaba brincando sobre los guijarros camino del primer ojo del
Puente, di rienda suelta al llanto. Cuando, al cabo de un rato me sentí
aliviado, empecé a subir la cuesta mientras pasaban raudamente por mi cabeza
mil momentos de la vida del barrio, con sus personajes más carismáticos y sus
aventuras más chocantes, los juegos con los amigos, el aire del soto, la piedra
Lupe, las tartanas del señor Rafael, los pichones de la aceña, los recortes de
pan de ángel, la carcoma de la iglesia, los gusanos de seda y los tebeos de
Antolín…
Y aunque sabía muy bien que la gente nace, vive y
acaba muriéndose, vi con claridad la enorme diferencia entre la muerte del señor
Longinos, que había muerto muy mayor, y la de Antolín, que se había ido siendo
todavía un niño. Al menos el señor Longinos había vivido y disfrutado lo suyo,
pero ¿y el pobre Antolín? Siempre atado a su silla de ruedas y sin haber podido
bañarse ni una sola vez en el río, subir a los árboles a coger nidos o saltar
las tapias del Carruco para robar unas cuantas peras... Instantáneamente pensé
en la injusticia del mundo y de la vida.
Cuando llegué a casa, ya mi madre había vuelto del
entierro. Se me ocurrió decirle:
--He visto llorar a don Alberto.
Mi madre me miró fijamente a los ojos. Luego, con toda
la delicadeza del mundo me preguntó:
--¿Sí?
--Sí. Cuando bendecía el ataúd con el hisopo de agua
bendita.
Mi madre me revolvió el pelo, como siempre que me veía
preocupado. Luego dijo:
--Piensa, hijo, que don Alberto antes que cura es hombre,
y tiene sentimientos como los demás. ¿A quién no hace llorar la muerte de un
niño?
Y me abrazó tanto que casi me deja sin respiración.
Luego cambió de tema:
--La madre de Antolín me ha dicho que, cuando pasen
unos días, te acerques por su casa, que tiene que decirte algo.
Las palabras de mi madre me sorprendieron.
--Pues hoy me ha visto y no me ha dicho nada.
--Hoy no era día para decir muchas cosas, ¿no crees?
Y volvió a estrujarme entre sus brazos.
Al cabo de una semana aún seguía sin atreverme a pasar
por la casa de Antolín para ver qué quería decirme su madre. Y una tarde que
bajaba a pescar barbos al garbanzo, la madre
de Antolín me llamó al pasar. Dejé la caña en la puerta y seguí a la mujer
hasta el interior de la casa. Me extrañó el silencio que había allí dentro y,
de refilón, eché una ojeada a la habitación del niño muerto. Un escalofrío me
bajó por el espinazo al entrever en las sombras del cuarto su silla de ruedas.
--¿Quieres un poco de pan con chocolate?—me preguntó solícita.
--No, gracias. Ya he merendado.
--Como quieras. Siéntate un momento.
La obedecí y, mientras ella entraba en la habitación
del chico a buscar algo, yo apoyé los codos sobre la mesa del comedor cubierta
con un hule donde tantas veces había hablado con Antolín mientras cambiaba con
él las aventuras de Roberto Alcázar y
Pedrín, El Cachorro o El Guerrero del Antifaz, siembre ante la
mirada atenta de su madre.
Un montón de recuerdos de escenas entrañables se
agolparon en mi cabeza. Pero no tuve tiempo de recrearme con ellos porque la
mujer de la casa apareció portando dos cajas que enseguida reconocí. El corazón
me dio un vuelco cuando las puso delante de mí. Luego me cogió las manos y me
miró a los ojos profundamente. Me dijo:
--Sé cuánto te quería Antolín. Siempre hablaba de ti y
decía que eras diferente de los que venían a cambiar sus tebeos con él. Decía
que tú sabías cuidarlos y contabas sus aventuras como nadie. Por eso he creído
que sus tebeos debes tenerlos tú.
Se me hizo un nudo en la garganta y no pude evitar que
se me empañaran los ojos. Le di las gracias.
Minutos después, con la caña al hombro y las cajas de
tebeos bajo el brazo, me olvidé de la pesca y regresé a casa llorando a moco
tendido. La primera en verme con los ojos rojos fue mi hermana Mari. De un
golpe me limpié las lágrimas con el dorso de la mano para que no me viera.
--Has llorado—dijo con cierto tono de burla.
--¡Qué va!—respondí haciendo notar al momento mi
orgullo de niño--. Ha sido un granito de arena que se me ha metido en el ojo.
Luego fui a la sala donde cosía mi madre ante la luz
que entraba por el balcón. Le di un beso y le conté lo que me había pasado con
la madre de Antolín y lo que me había dicho, aunque no fui capaz de terminar,
ahogado por los sollozos.
--Deberías estar contento—me dijo.
--Y lo estoy, pero no puedo dejar de llorar.
(Del libro Cuentos del Barrio)