El libro habla al posible lector, y es impertinente
que el autor haga de intermediario.
Es abusivo que quiera abrir los ojos al lector para
que vea aquello que el escritor quiere –y que posiblemente no exista.
Después de escribir, el autor ha de callar. Si el
lector se ha creído el libro tal como lo ha leído, es de una ofensiva mala
educación advertirle que lo había de leer de otra manera.
Un libro literario no va acompañado de un manual de
instrucciones. Cada lector tiene derecho a reconstruirlo, a manipularlo, a
hacerlo funcionar como le parezca. (El libre parla)
Si he llegado a alguna reflexión y me ha parecido
válida, estoy seguro de que un día y otro la he vuelto a formular.
Sencillamente porque continúo estando de acuerdo con ella.
Me pregunto si ya he pensado todo lo que había de
pensar. No es muy animador. Pero al mismo tiempo la reiteración me tranquiliza.
Mientras conserve unas cuantas ideas como columnas, el tejado aguantará.
(Plagi)
El chatear me preocupa muy poco, pienso que es un
campo alternativo de lenguaje, que establece su propio código, que además es
imprevisible.
Yo creo que si se cometen faltas de ortografía es por
una razón principal: la incapacidad de visualizar una palabra. Si se visualiza
bien, la forma de la palabra se graba en el cerebro y se conserva en la
memoria. La ortografía entra por los ojos.
La espontaneidad es una cualidad innata, detenida; en
cambio, la exigencia del rigor formal ayuda a construir un proceso de
perfeccionamiento progresivo. (Ortografia)
Ni escribir ni vivir me han cansado nunca. Por eso,
mientras pueda, continuaré con este oficio y con esta vida. (Descans)
Un libro que valga la pena leer ha de trasladarnos, o
despertarnos, una de estas dos cosas: ideas o emociones. Y las dos, si no es
pedir demasiado.
Sobre los libros que contienen ideas sólo puedo
expresar este deseo: que las ideas se entiendan. Si tenemos lo que llamamos una
idea –alguna reflexión que no sea absolutamente tópica--, ¿no es lógico
expresarla con claridad?
Si creemos que nos encontramos ante una idea pero no
la comprendemos suficientemente bien, es que a menudo se trata de una supuesta
idea, de una posible idea que el autor no ha sabido concretarla él mismo.
Sólo hay una manera de certificar que hemos pensado
alguna cosa: que la podemos explicar con palabras. Las ideas y las palabras
están estrechamente unidas. Las ideas claras se formulan siempre con palabras
claras.
Eso tan repetido de “ya sé lo que quiero decir, pero
no me salen las palabras” es una falsedad considerable. Si no nos salen las
palabras es porque aún no tenemos suficientemente claro qué queremos decir.
Las ideas y las emociones son compatibles en un mismo
libro, naturalmente. Pero hay una diferencia de origen. Las ideas las ha de
portar el autor, aunque a partir de aquí el lector pueda hacer de ellas lo que
desee. En los libros que contienen emociones, en cambio, las posibles emociones
del autor no se han de ver en ellos, o lo menos posible.
El escritor ha de procurar ser lo suficientemente
austero y hábil para que el lector viva una emoción sin tener la sensación de
que el autor se lo pide. (Idees)
Puedo imaginarme una obra literaria culta o popular,
ambiciosa o modesta, pero me cuesta amarla sin ningún indicio de emoción.
Una obra literaria no nos ha de dejar inmóviles. Ha de
hacer que alguna cosa se mueva dentro de nosotros, ha de crear un pequeño
vínculo que nos haga avanzar por el texto solidariamente con el autor, y en
algún momento la lectura nos lleve a una parada mínima, y esta parada es lo que
permite que la emoción respire.
Cuando el lector se emociona, en ese instante abre un
camino hacia la identificación profunda con lo que está escrito. (Emoció)
Pienso que es bueno, psíquicamente, admitir que en
todo lo que haces hay una dosis inevitable de fracaso. No siempre tendrás tú la
culpa de ello. Ni este lector ni aquel otro.
Sencillamente, escribes como te parece y los demás
tienen el derecho de leerte a su manera –de tantas maneras diferentes como
lectores.
Y si así lo comprendes, podrás ejercer tu oficio sin
que te condicionen ni los elogios ni las críticas. (Articles, èxit i fracàs)
La profesionalidad no se define por los ingresos sino
por el rigor.
Parece positivo que el profesional tenga alguna
actividad externa a su oficio. Eso le salva del enclaustramiento, le abre un
campo vital lleno de estímulos y puede vivir en unos ámbitos diversos que
probablemente le serán útiles e higiénicos como escritor.
El profesional no nace, el profesional se hace. Con
paciencia y aprendizaje. Y también puede ser que acabe no haciéndose.
(Aficionats i professionals)
En la representación de las obras de teatro, el éxito
depende en gran parte de los actores.
En el ámbito de la literatura, el éxito es una decisión
de los lectores. (Quan diem èxit)
Desde la habitación, oigo vagamente el rumor de las
plácidas olas que llegan a la playa, una tras otra. Con una regularidad
perfecta.
Las páginas también van llegando una tras otra, pero
con un ritmo más lento, más irregular; mirar el azul del mar me adormece, mirar
el blanco del papel me despierta.
Y así navego sin salir de mi puerto, una navegación
incierta, con poco viento en la vela, pero paciente, llena de rincones por
descubrir, para lanzar en ellos el ancla, pero sólo un rato, una página, e ir a
buscar otro punto para fondear. (La màquina interior)
La cantidad no siempre es juzgada favorablemente
cuando se trata de un escritor. Se pone en marcha una descalificación: si
escribe tanto, no todo lo que escriba puede ser bueno. Es lógico. Si un
crítico, durante años, analiza cada semana unos cuantos libros, es también
natural que no todas las críticas tengan la misma calidad.
Proponerse escribir poco para asegurarse que la propia
producción –relativamente reducida—no tenga defectos es bastante ilusorio.
Porque no hay ninguna garantía de que lo que se está haciendo con mucha
reflexión, y sólo cuando uno se siente tocado por alguna clase de gracia
–sensación bastante subjetiva—llegue a un mejor resultado que lo que se escribe
en un ejercicio constante. (Abundància)
Mi escasa susceptibilidad debe ser producto de una
cierta propensión a la indiferencia. Siempre he escrito a mi manera, no tenido
ningun deseo de influir ni de imitar, admito tranquilamente –desde hace tiempo—
que sé escribir lo que quiero escribir pero que no soy un genio. Y sobre todo
no busco en los demás segundas intenciones ni interpreto negativamente, por
sistema, cualquier comentario de los colegas.
Yo tengo demasiado trabajo para ofenderme fácilmente.
I si me ofendiese, habría de olvidarlo rápidamente. No se puede estar tan
pendiente de lo que dicen los otros. (Susceptible)
El conocimiento --y la valoración—de una obra
literaria en el ámbito internacional sólo es posible si ha sido traducida. Y la
traducción no depende, sólo, de la existencia de un traductor que la haga y un
editor que la publique. Depende, para que sea bien recibida en otras lenguas,
de las características literarias de la obra original.
La calidad del texto puede que se base en la estructura
rítmica de la narración, la combinación de los efectos fonéticos que siempre
provoca una escritura; y la fuerza, la gracia o la innovación de estos recursos
desaparecen forzosamente en una traducción.
Creo sinceramente que in libro fácilmente legible en
todas las lenguas puede ser tan bueno como un libro construido con unos
condicionamientos –o unas exigencias—que no favorecen su difusión más allá de
una frontera ligüística. (Límit de les traduccions)