jueves, 26 de junio de 2008

HILO DIRECTO CON DIOS

EL MONSEÑOR EN EL COLEGIO

La Tertulia que llevó a cabo el Monseñor en la Biblioteca del Colegio se preparó concienzudamente. Por lo pronto se suspendieron las clases y se nos sugirió a los profesores que no pertenecíamos a la Obra que podíamos elegir entre asistir en directo a las palabras del Monseñor o no, y en este caso debíamos rezar para que todo saliera como se esperaba. Eso sí, Alberto Moral, que a la sazón era el director del Colegio, nos aseguró que no todo el mundo tenía la inmensa suerte de respirar el mismo aire que el Fundador y aprovecharse del fruto especial de sus palabras y que Dios sabía cuándo se iba a poder repetir aquella extraordinaria circunstancia.
Todo el Colegio, al menos por donde debía pasar él, especialmente el Pabellón Central, se perfumó con Akintson, su fragancia favorita, y se decoró con detalles que eran de su predilección, sobre todo, flores de tallo largo como gladiolos, rosas y azucenas, y pequeñas estatuillas de porcelana fina con las formas de patitos nadando o burritos de alforjas llenas, símbolos del trabajo y la actividad.
Desde primeras horas de la mañana fueron llegando al Colegio cochazos lujosísimos con matrimonios y gentes encopetadas de Barcelona, Sabadell y Tarrasa, la mayor parte empresarios y todos miembros o simpatizantes de la Obra, y también de otras partes de España, como Aragón o Valencia. En el aparcamiento de la entrada ya estaba Enrique Santos, un numerario de la Obra, organizando la manera de estacionar aquellas impecables carrocerías, a la vez que, tras saludar a los recién llegados, les indicaba el camino que debían seguir para acceder a la Biblioteca. Aquello se convirtió en una procesión o romería con todas las indulgencias ganadas. Y aquí y allá, plantados en el trayecto como ángeles guías, otros numerarios escogidos concienzudamente para tal ocasión, se encargaban de proporcionar a los romeros información de todo tipo antes de llegar a la Biblioteca. Allí ya estaba preparada, en lugar bien visible y privilegiado, una tarima hecha de maderas nobles desde la que el Monseñor se dirigiría a los asistentes.
Hacía rato que Pedro, Aurelio y yo asistíamos al impresionante despliegue y, sin decir palabra, cuando lo creímos conveniente, acudimos a la Biblioteca dispuestos a escoger un buen sitio para no perdernos detalle de tamaño acontecimiento. En la puerta del Pabellón se hallaba Xavier Botella controlando el paso. Al vernos, se colocó la corbata de rayas azules y rojas en perfecto estado de revista, estiró la barbilla hacia arriba y esperó a que llegáramos junto a él para decirnos en un susurro de voz:
“Se ha creído conveniente que, durante la Tertulia, los profesores del Colegio ocupemos discretamente la zona del altillo de la Biblioteca. Así permitiremos que la gente que ha venido de lejos y ha realizado un viaje prolongado para oír la palabra de nuestro Fundador se encuentre lo más a gusto posible. Espero que lo entendáis. Gracias por vuestra comprensión. Así haremos todos buen espíritu.”
Nada dijimos, con la mirada fue suficiente. Entramos en el vestíbulo y, al ver el despliegue material que había allí dentro, volvimos a mirarnos con complicidad. La decoración y el perfume elegidos lo decían todo. En la puerta de la Biblioteca vimos a Demetrio Velarde rompiéndose la cintura ante cada mujer que se acercaba a la entrada para saludarla y darle la bienvenida. Nos descubrió y, en un momento que se vio desocupado de tanta reverencia, nos hizo un gesto para que tomáramos el camino lateral de la Biblioteca, el de los cuartos que solían habilitarse para celebrar reuniones y cursillos.
“Todo como si creyeran que viene Dios en persona,” se me ocurrió decir a mí en un susurro de voz.
“Más que Dios”, añadió el "Extremeño" un poco más alto.
“Callaos, coño”, exigió Aurelio, “no vaya a ser que nos oigan”.
Y por la escalera posterior accedimos a la parte superior de la Biblioteca, una especie de balconcillo corrido que, a la sazón, estaba ya atestado de gente. Otros profesores y personal no docente nos hicieron gestos en cuanto nos vieron. Devolvimos el saludo a un lado y a otro y buscamos hacia los ventanales que daban al pequeño jardín del vecino Oratorio un sitio para colocarnos. En apenas unos minutos la zona baja de la Biblioteca se llenó a rebosar. La gente ocupaba hasta los escalones de la escalera de caracol que subía a la parte del altillo donde nosotros nos encontrábamos y tapaba las cristaleras de las estanterías de los libros. El "Extremeño" se disponía a hacer al respecto uno de sus típicos comentarios, cuando de fuera nos llegó un murmullo esclarecedor.
“Silencio”, dijo Aurelio, “algo ocurre en el exterior. Seguramente, el Fundador ha llegado.”
Se hizo un silencio celestial, de esos en que el alma puede oír las voces más peregrinas y saborear el contacto solitario del Más Allá. La expectación allí dentro fue espectacular. De repente, apareció en la puerta de la Biblioteca Alberto Moral y tras él, dos sacerdotes que flanqueaban a un tercero rechoncho y blanco que traía en los labios una sonrisa seráfica, el Monseñor. Finalmente, entró detrás, como en comitiva etérea, un grupo de gente joven que siempre suele acompañar al Fundador de la Obra en sus desplazamientos o que son requeridos para la ocasión en la zona donde tiene lugar la Tertulia. Todos se distribuyeron de forma estudiada sobre la tarima, de manera que reprodujeran lo más fiel posible el Sermón de la Montaña: el grupo de jóvenes alrededor del Monseñor, sentados a sus pies; los dos sacerdotes, como dos guardianes, a ambos lados de él, aunque ligeramente atrasados y ocupando dos sillas; y a un lado, fuera de la idílica escena, el director del Colegio, fijos sus ojos en el protagonista del momento.
Éste, carraspeó ligeramente para aclararse la voz y luego empezó la charla hablando del papel que deben ocupar en la educación de los hijos primero los padres y después los profesores. Se movía con mucha soltura, sonreía de vez en cuando, encarándose con las personas que tenía más cerca, sentada en los primeros bancos de la Biblioteca, o mirando hacia el altillo para hacer referencia al privilegio que teníamos los que nos apiñábamos allí por estar en las alturas. De vez en cuando utilizaba palabras del pueblo llano y pequeñas sentencias que su padre y su madre le repetían de niño, así como chistecillos populares, para acercarse más al público de aquella tertulia, que parecía estar en el cielo.
Mirando todo aquello con detalle, descubrí allí abajo, entre la gente que atendía fervientemente al Fundador de la Obra, a Octavio Tapia asintiendo con la cabeza a cada palabra que decía aquél, a riesgo de clavar su nariz en la espalda de su vecino de delante.
El Monseñor estuvo hablando un buen rato de la labor del profesor, de la del padre y de la del alumno comparándolos con trabajos del campo todos necesarios, progresivos y relacionados entre sí: la siembra de los padres, el riego y abonado de los profesores, el crecimiento recto de la semilla del alumno, luego transformada en planta que da fruto, y la consecuente buena cosecha, ayudada también por las lluvias y las bonanzas que caen del cielo sobre el campo de la vida para hacer más perfecta, más divina la recolección. Luego hizo una pausa de silencio, cruzó las manos sobre el pecho y sonrió beatíficamente mientras asomaba la punta de la lengua por la comisura de sus labios y recorría con la mirada los rostros de los oyentes.
Allí dentro, entre las cuatro paredes de la Biblioteca, había una química especial entre el sacerdote rechoncho y blanco de la sonrisa eterna y la gente que abarrotaba el local encendida de admiración hacia él, casi sumida en el éxtasis de los santos.
Después llegó el turno de las preguntas de los extasiados y las respuestas del Fundador. Al "Extremeño", por la facilidad con que el Monseñor contestaba todas las preguntas, le pareció enseguida que éstas debían ser preparadas, y así me lo iba diciendo a mí en un susurro de voz para que nadie lo advirtiera.
Una señora embutida en visón de primera clase y situada en las primeras filas le preguntó:
“Padre, ¿qué debemos hacer los cónyuges para no desestabilizar el ambiente que nuestros hijos deben vivir en casa y en familia?
El Fundador, esbozando una de sus sonrisas especiales, le contestó:
“Que os queráis, hija mía, que os queráis mucho. Con eso basta. El amor en la familia es el mejor campo para que crezcan sanos y rectos vuestros hijos. Pero qué te voy yo a decir a ti que tú ya no hagas. Anda y sigue queriendo mucho a tu marido. Lo demás vendrá solo.”
Otro padre de familia pidió la palabra para preguntarle:
“Padre, ¿ cómo puedo vencer la resistencia y la dificultad con que a veces se me presenta en el mundo diario, personal y social, la comprensión respecto de otras personas que no son de la Obra?
Y el Monseñor le contestó sin dejar de sonreír:
“¿Comprensión dices? Hijo mío, yo he ido por el mundo como Diógenes con su lámpara, buscando comprensión por todas partes, y no la he encontrado. ¿Y me he dado por vencido? No, de ninguna manera. ¿Y vosotros vais a daros por vencidos? Luchad, luchad con vuestras herramientas lo mejor que podáis y haced vuestro trabajo con rectitud y buen espíritu, y saldréis adelante. Los demás, los que no os entienden o hacen todo lo posible por no entenderos, algún día verán su equivocación. Vosotros, hijos míos, sembrad con buenas obras y recogeréis. Mirad al pobre burro cómo trabaja y cómo lo muelen a palos. Y fue el único animal que entró con Dios en Jerusalén.”
Y de pronto sucedió. La mano que se levantaba ahora entre el público era la de Octavio Tapia. Se puso en pie y, con voz temblorosa por la emoción, le formuló su pregunta al Fundador de la Obra, su ídolo aquí en la tierra y el puente seguro para su salvación eterna:
“Padre, ¿ qué cualidades debo reunir para ser un buen profesor?
Y el padre de la sonrisa eterna le contestó:
“Hijo mío, para ser un buen profesor lo primero que debes cumplir es ser un buen cristiano, cumplir con las leyes de la iglesia y los mandamientos de Dios, para que tus alumnos vean en ti un espejo de virtudes. Y en segundo lugar, estudiar y trabajar para que tu asignatura se enriquezca de sabiduría y sea comprendida en sus rectos límites por tus discípulos. Y otra cosa, en la clase procura lograr un aire de familia. Así que, si eres buen cristiano, trabajas como un burro y te haces querer por tus alumnos, serás un buen profesor, el mejor de los profesores. Pero tú no necesitas que yo te lo recuerde. Tú ya tienes todo eso. Se te ve en la cara. Anda y sigue así, hijo mío.”
Vimos desde nuestra privilegiada atalaya cómo Octavio, tras oír las palabras del Fundador, se restregaba los ojos para limpiarse las lágrimas de emoción que le salían a borbotones. Sin duda estaba viviendo el más excelso de sus éxtasis. Luego le dio las gracias y se sentó en el cielo. El "Extremeño" arrimó su boca a mi oreja y dijo:
“Ése mea hoy agua bendita.”
Después la Tertulia entró en una atmósfera de gloria, indulgencias y perdones, así como de complacencias mutuas, hasta que uno de los sacerdotes custodios se acercó al Monseñor como solía hacer en situaciones parecidas y, señalándose el reloj de la muñeca, le recordó que se había hecho tarde, gesto que rechazó teatralmente el Fundador como había hecho otras veces mientras con aquella sonrisa tan suya, especial y seráfica, comentaba:
“¡Que va a ser tarde! Voy a seguir un ratito más con estos hijos míos tan atentos. Porque os lo merecéis. ¿Verdad que sí? Y cuando un día yo ya no esté entre vosotros, seguid con este espíritu de entrega y trabajo, que la labor que le queda por hacer a la Obra es inmensa. Y vivid, vivid muchos años. Porque, hijos míos, en el cielo se puede amar, pero no se puede trabajar por Dios; hay que seguir trabajando mucho por Él antes de ir al cielo. Está bien lo que decía Santa Teresa: “Que muero porque no muero”. Pero eso no es lo nuestro. Debemos desear vivir para trabajar por Dios. Así que, seguid siendo buenos padres y buenos profesores trabajando cuanto podáis y más para ser santos aquí en la tierra.”

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