lunes, 2 de junio de 2008

HILO DIRECTO CON DIOS

LAS "PROEZAS" DE JESÚS MENDOZA

A los casos citados habría que añadir, aunque con reparos, el del maño Mendoza, Jesús de nombre y a quien los chicos llamaban señor Jemén, anagrama extraño y difícil de pronunciar como tantos otros que suelen inventar los chicos en momentos de locura pasajera. Pues bien, este Jemén fue durante mucho tiempo el histrión de la Corte, y por él pasaban la mayoría de las actuaciones de la fiesta de Navidad de profesores. Dichas actuaciones tenían lugar, tras la cena fría del Pabellón de la Mariposa, en el Comedor de los chicos adecuadamente convertido para la circunstancia en “entrañable” salón de actos. Armado de una guitarra, Mendoza era capaz de cantar con voz bastante bien templada canciones humorísticas que eran la delicia de los profesores ajenos a la Obra y la amargura de los pertenecientes a ella. Casi todas las canciones eran producto de su imaginación y trataban de los temas más diversos, sin faltar los referidos al mundo escolar, el trabajo o el amor. Una de ellas, quizás la más conocida y solicitada por el personal, era una parodia de un romance de amor habido entre dos novios, según la cual el enamorado se veía una y otra vez rechazado por la amada en medio de las situaciones más divertidas. Los versos que formaban el estribillo de la canción eran:
“Mientras, metido en un charco,
con toda la lluvia encima,
yo me quedaba observando
la forma en que tú te ibas.
¡Como un verdadero idiota,
sí, sí, como un idiota!”
Más de una vez estuvieron sus jefes a punto de cesarle en tan importante cometido, pero al fin y al cabo gracias a Jemén podían los gerifaltes del Colegio presumir de que un miembro de la Obra era el centro de atención en una fiesta. Y un año tras otro, allí, al lado de la tarima donde, junto a los regalos de Navidad, presidía el evento la cuna del Niño Dios, podía verse a Mendoza divirtiendo a sus colegas de oficio. Unas veces lo hacía cantando y otras contando chistes con una gracia especial. Evidentemente eran chistes de tono azulado, pero contados con un salero que sólo sabía ponérselo él. Enlazaba los chistes que tenían alguna relación entre sí, los de locos, los de médicos o los de alumnos y profesores. Estos últimos eran memorables.
Jesús Mendoza era profesor en el Pabellón de la Pirámide y daba clases de Sociales, Lengua y Religión. Sus lecciones estaban llenas de chistes, o más bien eran chistes con muy poco de lección, con lo cual los chavales se lo pasaban a lo grande. Había inventado un sistema de calificaciones muy singular. Se arrancaba pelos del bigote y los pegaba en las agendas de los chicos. Un pelo significaba bien, dos muy bien y tres excelente. Cuando había mucho ruido en la clase con un gesto de la mano parecía recoger todo el alboroto en su puño y la clase en pleno respondía con un silencio sepulcral. Entonces él, con una voz bajita, apenas audible, decía:
“Ahora que estamos en silencio, vamos a sacar todos de nuestro cuerpo el demonio del grito. Cuando cuente tres, todos echaremos fuera esos demonios. Uno... dos... tres.¡A gritar!”
Y un grito horrible, masivo y ensordecedor hacía temblar los cimientos del Pabellón de la Pirámide. El resto de las clases sabía a ciencia cierta que el señor Mendoza estaba haciendo de las suyas. Pero todo parecía tenerlo controlado. Los chicos lo querían y se portaban muy bien en sus clases, salvo esas pequeñas explosiones de los demonios que llevaban dentro. Sin embargo, lo peor de Jesús Mendoza era que llevaba la broma a límites y ocasiones insospechados y aprovechaba cualquier circunstancia para hacerlas. Además de ofrecer los pelos de su bigote como premio académico a los alumnos, levantaba bulos espectaculares sobre los diversos parientes del resto de los profesores. Fue apoteósico el día en que fue diciendo por las clases que la abuela del Director iba a descender en helicóptero sobre el espacio del Colegio hasta posarse en el campo de fútbol para hacer allí un baile de “majorettes” junto con otras ancianas de la residencia donde se encontraba; no hubo modo de evitar que los chicos de toda la Sección acudieran al estadio para contemplar el espectáculo. Y luego no había nada, por supuesto.
Pero esa no era la única cosa extravagante que hacía. Unas Navidades “decoró” todos los cristales del Pabellón con trapos y papeles sucios en vez de las consabidas estrellas de colores brillantes y copos blancos de nieve. Y lo hizo asegurando que con esas muestras pobres los chicos serían más queridos por el Niño Jesús.
Hasta ahí había cierto pase. Pero otras veces Mendoza era capaz de hacérselas pasar moradas al Jefe de Sección correspondiente o al profesor que estuviera más cerca de él. Por ejemplo, durante todo un curso fue la bestia negra de Aurelio Marqués, a la sazón su superior en unas actividades extraescolares relacionadas con la prensa. Las quejas de los padres le llovieron por teléfono y no sabía cómo debía contentar a todos; así que intentó en vano hacerlo con explicaciones cada cual más peregrinas y que a la postre no sirvieron de nada, haciendo incluso que la Junta Directiva en pleno tuviera que intervenir. Durante otro curso, quien tuvo que sufrir las bromas de Jemén fui yo mismo. Resulta que, por orden de los gerifaltes, Jemén fue profesor de Lengua y Literatura paralelo a mí y no pude impedir que lo que yo había logrado durante años con rigor y seriedad, en menos de un trimestre se desmoronara en manos de Jesús Mendoza. Seguramente todo se debía a una especie de infantil venganza del histrión por haberse encontrado de golpe con aquellas clases de Literatura, en que era un auténtico novato, sin que nadie le hubiera pedido previamente su opinión. Aunque eso debería de saberlo muy bien él pues así procedían los mandos de la Obra con los que pertenecían a la baja y lisa tropa, pertenecieran o no a ella. A lo que iba: como resultado de su “magnífica” labor docente, los que salieron perdiendo fueron los chicos y el sistema educativo referido a la asignatura. Ocurrieron cosas peregrinas, como aquella en que, llegada la lección en que tenía que hablar del Poema del Cid, Jemén inventaba sobre la marcha datos inverosímiles sobre el héroe castellano.
“Debéis saber, chavales”, les decía muy serio, “que el Cid era un enano así de alto (y ponía muy cerca el dedo pulgar del índice de su mano derecha). Pero, a cambio, tenía una fuerza descomunal y una espada tan inmensa y pesada que de un solo mandoble partía por la mitad al moro que se le ponía por delante. Aunque, a decir verdad, los de la media luna que osaban ponerse en el camino del Cid eran también unos liliputienses de mierda. Uno de estos rivales canijos era el moro Cojonzor (sic), que, huyendo de la Tizona del Campeador, tropezó con una piedra del campo y cayó de bruces sobre su tambor con tan mala fortuna que las cuerdas que tensaban la piel de cabra del instrumento se enredaron en su cuello y lo estrangularon.”
Los chicos, claro está, se morían de risa con estas patrañas, con lo que la clase del señor Mendoza eran las más divertidas de la sección. Pero cuando los alumnos se revolcaban por las baldosas del aula era cuando el profesor hablaba de los Infantes de Carrión. De los que decía, entre otras lindezas, las siguientes:
“En cierta ocasión los Condes de Carrión, para vengarse de su suegro, que los había puesto en ridículo ante sus huestes, se disfrazaron de leones y, emitiendo rugidos más espeluznantes que los de la “Metro”, atacaron al Cid en plena siesta después de haber comido un cocido madrileño de los que hacen historia. Tanto fue el miedo que sintió el Campeador que, sin darle tiempo a vestirse la cota de mallas y esgrimir en esta ocasión la Colada, que estaba recién lavada y puesta al sol, salió corriendo de su tienda y no paró hasta llegar a Zamora. Los Infantes, al verle perder el culo de aquella guisa, se quitaron las cabezas de león para reír mejor la cobardía del Cid y estuvieron riendo un buen rato, casi el que empleó el Cid para llegar hasta las murallas de Zamora. Cuando al fin se vio ante su novia doña Urraca en el aposento del palacio, desde cuyos ventanales se veía una vista impresionante del río y la arboleda, respiró aliviado. Pero en cuanto la Reina oyó entre gimoteos lo que le había pasado a su prometido, lo llamó cobarde y rompió el compromiso que la unía al Campeador. Y acto seguido ordenó a su guardia que lo llevaran a las caballerizas, donde haría el trabajo de un simple criado.”
Otras veces pedía a los chicos ante un texto, que previamente les había entregado, que buscaran todos los eputetos (sic) y prosopopoyas (sic) que hubiera en él.
A la hora del recreo los chicos comentaban entre carcajadas lo vivido en las clases de Jemén, con lo que la media hora del bocadillo se convertía en un dislocado cachondeo.
El "Árbitro" y yo, él por una causa y yo por otra, estábamos hasta el gorro de las ligerezas de Jesús Mendoza. Y aunque éste dejó las clases de Literatura, a la que llamaba en petit comité “litera dura” (otra de sus bromas) al año siguiente, sus gracias siguieron pululando por el Colegio durante mucho tiempo después.
Estaba escrito que Jesús Mendoza más tarde o más temprano se desligaría de la Obra y de la profesión de enseñante (sin duda, ni una ni otra se habían creado para él) pues, transcurridos unos años de marcharse a su tierra, llegó la noticia de que se había casado y que trabajaba en la oficina de la empresa de su suegro, una casa de disfraces y “atrezzos” para compañías de teatro. Ironías del destino.

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