martes, 10 de junio de 2008

HILO DIRECTO CON DIOS

ANTONIO DORADO Y SUS AMIGOS

Recuerdo las palabras que hace unos meses me decía el "Extremeño" en una de nuestras reuniones respecto al fracaso del Colegio. Hablaba del hundimiento que había efectuado el Colegio en materia de organización escolar y práctica pedagógica.
“Porque, mira que lo han hecho mal los cabrones a partir de los primeros años ochenta. Ahora que lo pienso, parece que se pusieron de acuerdo con los golpistas del 23 F. La única diferencia que hay entre unos y otros es que a estos últimos les salió el tiro por la culata y a los del Colegio bien, me refiero a que se hicieron con el poder que hasta ese momento había estado en manos de quienes sabían didáctica y ejercían la pedagogía con conocimiento de causa. Claro que para nosotros el golpe de estado del Colegio resultó ser el exilio. Sin embargo, hemos salido ganando, ¿no te parece, "Poeta"? Porque no me negarás que el dinero de la indemnización por el despido improcedente nos vino de perlas, ¿eh? Y otra cosa, y más importante: ya no estamos viviendo en aquellas tinieblas. Se habrán creído que nos jodieron bien jodidos, cuando en realidad el tiempo les ha debido de decir que se comportaron, además de pérfidamente, como unos perfectos gilipollas. Stultorum infinitus est numerus. Y respecto a Aurelio, no sé qué pensar. Si no fuera porque está pasando en estos momentos el peor de los tragos... Lo de apuntarnos a la lista del Comité de Empresa ajena a la de ellos fue un duro golpe para los que mandaban allí. En esa lista estábamos algunos de los que teníamos un peso pesado dentro del Colegio: tú, yo, Gimeno, el propio Aurelio... “
Retazos de esa conversación aún permanecen en mis recuerdos como avispas que quieren clavarme su aguijón. Intento en vano sacudírmelos, y en la porfía de esos recuerdos aparecen con insistencia algunos nombres de compañeros, como el de aquel que me acompañó a casa el día que compré un coche. Su nombre era Antonio Dorado.
Antonio Dorado ya estaba trabajando en el Colegio cuando yo llegué a él. Era natural de León, como Pablo Gómez, que en paz descanse, y daba clases de Geografía e Historia a los mayores, que correspondían a la primera promoción del Colegio. Era bastante alto y fornido y un poco desgarbado en el andar y, sobre todo, en la expresión, pero también un hombre formal y serio, responsable y con vocación innata para la enseñanza. Jugaba al fútbol como defensa (otra coincidencia con su paisano Pablo) y lo hacía con las mismas ganas con que daba clases, tantas que no había delantero que se escapara de su férreo marcaje. Sus patadas, debidas a un excesivo celo de defensa, como decía él, se hicieron memorables, hasta el punto de que las grandes jugadas del equipo contrario solían tener lugar en la banda contraria de la que Dorado defendía.
Jugaba al fútbol con la misma pasión que ayudaba a los compañeros a montar el Belén a la entrada del Pabellón o a mí a preparar una clase de Literatura. Recuerdo la vez en que con un bolígrafo golpeaba el pie metálico de una lámpara imitando las campanadas de una iglesia mientras yo, ante el magnetófono, grababa la lectura de El estudiante de Salamanca. Luego nos reíamos los dos al escuchar la grabación y descubrir aquellas campanadas que sonaban a hojalata y a música ratonera.
Él mismo hacía alguna que otra intervención teatral ante los alumnos más pequeños, sobre todo cuando tenía que hacer alguna sustitución. Entonces, para hacer más agradable la clase, contaba chistes de maragatos, muy malos por cierto a juicio de los chavales, pero que éstos se los reían para no hacerle enfadar. O cantaba la canción que se hizo famosa, aquella canción de las brujas que en más de una ocasión cantábamos a dúo entre carcajadas que hacían saltar de miedo los cuadros de los horarios colgados de la pared. La canción decía:
“A eso de la medianoche,
de las doce al último son,
salen las brujan cantando
y forman todas en procesión.
Y hacen fechorías,
ay, ay, ay,
y mil tropelías,
ay, ay, ay...”
Era realmente divertido verle hacer una pausa intrigante tras los primeros cuatro versos mientras se agachaba imitando a un ser malévolo con las manos curvadas como garras y extendidas hacia delante y los ojos y la boca ampliamente abiertos en una mueca claramente amedrentadora. Y luego, repentinamente, soltaba en voz muy baja y misteriosa los cuatro últimos versos:
“Y hacen fechorías,
ay ay ay...
y mil tropelías
ay, ay, ay...”
logrando con ello que los chicos se sobrecogieran durante breves segundos, aunque enseguida, pasada la impresión, estallaban en grandes carcajadas, más para aliviarse de la mella que había causado en ellos la canción, que para celebrarla.
Antonio Dorado tenía tres buenos amigos dentro de Sendero. El primero y principal era Lluís Viladomat, jefe del Departamento de Latín y Griego durante muchos años pero que al final de su permanencia en Sendero los jerifaltes le encargaron dar las clases de Catalán, pues se había licenciado en Clásicas y Románicas y estaba capacitado según ellos para enseñar tanto el Latín como la lengua de Maragall. La razón del cambio fue otra, sin embargo, y aquellos tres años últimos resultaron ser para él algo parecido a un infierno, y eso que estaba trabajando para quienes tenían hilo directo con Dios, como Molinos.
Otro amigo suyo fue Pablo Gómez, maestro de vocación y licenciado en Historia, aficionado como él al fútbol y ocupando la demarcación de defensa central con la contundencia del leonés. A diferencia de Dorado, Pablo era andaluz, de un pueblecito de Huelva, situado en la sierra de Aracena, de la que hablaba con verdadera pasión.
El tercer amigo era en realidad todo un Departamento, el de Inglés. Y raro era el día en que no pasara por el despacho comunitario para cambiar unas palabras con cualquier profesor que en aquellos momentos estuviera allí.
Pablo Gómez le invitó unas Navidades a su tierra y, siempre que hay ocasión, Dorado habla de las excelencias de los productos del cerdo ibérico que en cualquier bar de la zona lo sirven acompañado de un tinto espeso y rojo como la sangre y, sobre todo, de la fiesta de Fin de Año que pasó en familia con la de Pablo, entrañables todos y cariñosos con él como si fueran de los suyos. Cuando ocurrió lo de la enfermedad de su amigo y su brutal desenlace, creyó que el mundo perdía sus cimientos y él mismo sintió tambalear los suyos, tanto que se apuntó con Lluís a un retiro espiritual en Domus Dei, el santuario de la Obra, para reencontrarse consigo mismo. Luego vio que no, que la vida es así y que de vez en cuando Dios nos envía alguna prueba dolorosa para reforzar nuestra vida interior o, algo más difícil de entender, un golpe bajo para que nos cercioremos de una vez por todas que pertenecemos a la mortificada naturaleza humana.
Con Viladomat hablaba de Museos de Barcelona y de exposiciones de pintura que en la ciudad condal se daban con tanta frecuencia para visitarlas los fines de semana. También de vez en cuando los dos amigos preparaban excursiones para las dos familias por la Cataluña románica. Cuando sucedió lo de Viladomat, todas las alarmas saltaron y las relaciones amistosas que Dorado mantenía con los jerifaltes de Sendero se esfumaron de repente. De la noche a la mañana empezó a preparar Oposiciones. En cosa de un año pidió el finiquito y desapareció. Un día llegó una carta dirigida al Departamento de Inglés cuyo remitente era Antonio Dorado. Todos nos enteramos enseguida de que había obtenido una plaza en un instituto de León, su ciudad natal. Y nos alegramos, sobre todo, por él.

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