martes, 15 de abril de 2008

HILO DIRECTO CON DIOS

PRIMEROS CONTACTOS CON EL COLEGIO

El Colegio, considerado físicamente,se encuentra situado a poca distancia de la décima estación de ferrocarril de la línea Barcelona-Tarrasa. La primera vez que salí de la estación para encaminarme al Colegio, miré hacia el lugar donde se asentaba según las referencias que me había dado Fontana, paisano mío del que hablaré a su debido tiempo. De buenas a primeras, el Colegio me pareció un campo de concentración a juzgar por la extensa verja que lo limitaba y el silencio que se desprendía de él, un silencio oscuro y quieto como los pinos y los cipreses que crecen allí.
Los dos mundos físcos del Colegio, el vegetal y el mineral, están perfectamente cuidados; los jardines, los bosquecillos de pinos que sirven de separación a los diversos pabellones de clases y oficinas, el oratorio, grande como una catedral, los campos de deportes, la zona privada de la piscina y una riera de cauce cubierto donde crecen álamos frondosos y románticos, que en otoño decoran sentimentalmente el conjunto. Y caminos, de tierra y de piedra, por donde van y vienen las personas que allí conviven, las que estudian, las que enseñan, las que llevan la burocracia y las que se encargan del mantenimiento.
Nada más incorporarme, fui asignado al Pabellón de la Mariposa, llamado así por el gigantesco mosaico que el Departamento de Arte construyó, con ayuda del alumnado, en la zona del recreo situada delante del Pabellón. Éste tenía dos plantas y en las vidrieras de la escalera que las ponía en comunicación podía verse el escudo del Colegio en gran tamaño y a todo color, con su barco y su águila, símbolos de la vida en marcha y de las altas miras o la espiritualidad. El primer profesor que me encontré en la escalera fue Aurelio Marqués. Recuerdo que me dijo que de tanto subir y bajar aquellas escaleras, unas veces para ir a las clases y otras a su despacho, tenía grabados en sus pupilas aquel barco y aquella águila del escudo. Me presentó luego a nuestro Jefe de Sección, un hombre de baja estatura, pero de mirada inquieta y viva llamado Roberto Dados, que luego resultó ser tan buena persona como gran pedagogo y dotado de un especial don de gentes,características que lo hacían, a la primera de cambio, simpático a profesores y a alumnos. Roberto Dados fue quien me dijo totalmente convencido:
“Lo más importante en la enseñanza para el profesor es ser consciente de que la gente que tiene uno ante sí son hombres, personas en crecimiento y que cada una de ellas es diferente de las demás. Mundos en pequeño que conviene cuidar”
Después conocí a compañeros estupendos, unos desgraciadamente desaparecidos hoy y otros felizmente jubilados. Ente los primeros, Juan Espejo, profesor de Inglés y poeta, con el que pronto asistiría a la tertulia literaria de Jurado Morales de Barcelona. Espejo era una persona encantadora, sensible, muy querida por los alumnos. Soltero y fumador empedernido, le gustaba mucho la música y, sobre todo, viajar. En un viaje que realizó a Estambul contrajo una enfermedad extraña que los médicos tardaron mucho en diagnosticar. Demasiado. Se complicó finalmente con una dolencia antigua producida por el tabaco. Tanto que, cuando se disponían a operarle urgentemente, el pobre Juan se les quedó en el quirófano. Recuerdo que Aurelio le hacía bromas sobre los peligros del fumar. Espejo le respondía que morir por culpa del tabaco era muy poético, y le citaba los casos de ilustres poetas que habían muerto a causa del tabaco, uno de los cuales era su admirado Kavafis aunque,cuando salía a colación el tema, reconocía que no le llegaba ni a la altura del betún al poeta de Alejandría. No olvidaré nunca unos versos suyos que dicen:
“Como siempre tengo la ventana abierta,
irremediablemente abierta,
esperando que entre hasta el último rincón
del último mueble
la última, y para siempre, luz de todas las lunas llenas;
la luz de todos los calores del verano;
el olor alegre de todos los trigos del mundo;
la callada melodía de todos los ruiseñores,
el reflejo de todos los hombres buenos que aún no existan.”
A los pocos días de su muerte organicé para él en el Ateneo de la población donde resido un sentido homenaje. Al acto acudieron, entre otros compañeros del Colegio, José Santamaría, Antonio de Pedro y Aurelio Marqués.
Juan Espejo era poeta. De su Mancha natal le venía la hidalguía que llevaba como se lleva una sonrisa entre los labios o el traje de amistad sobre el corazón. Él sabía cantar la vida como algo que hay que merecer cada mañana. Era poeta. Recuerdo su voz ronca, desgarrada y misteriosa cuando recitaba en la tertulia de José Jurado Morales de Barcelona el último poema que había escrito. Escribía de la soledad y del camino diario, del amor y de la libertad, y siempre el buen gusto y la belleza brillaron en sus versos con luz propia.
Entre los compañeros felizmente jubilados se encontraba Javier Cabañas, que pertenecía a la Obra, pero, como en el caso de Mariano Valdovinos, no hacía de la religión una bandera, sino que la reservaba para sí, como debe ser, y se esforzó siempre por hacer de sus clases verdaderos ratos de aventura, buscando nuevos caminos para la creación e inventiva de sus alumnos. Era profesor de Dibujo y llegó a ser jefe de su Departamento, al que pertenecieron, en épocas diferentes del Colegio, figuras de nuestra pintura nacional, como Higueras, Canales y Montagut.
Cabañas, además de buena persona y profesor de Dibujo en el Colegio, era un excelente pintor que contaba ya por entonces con varias exposiciones y premios pictóricos a sus espaldas. Precisamente, Aurelio había decorado ya algunas paredes de su casa con cuadros de Cabañas. En realidad, era raro el profesor que no tenía colgada alguna marina suya con el puerto de Barcelona al fondo o escenas costumbristas del Vallés envueltas en el pintoresco paisaje de la comarca, cuando no bodegones sobre fondos ocres y sienas. Sin embargo, el profesor más aficionado a asistir a las exposiciones de Cabañas y a comprar cuadros suyos era sin duda José Santamaría.

No hay comentarios:

Publicar un comentario