martes, 29 de abril de 2008

HILO DIRECTO CON DIOS

ALBERTO AGUIRRE Y SUS AFICIONES

En todo el tiempo que estuve trabajando en el Colegio, y fueron casi treinta años, como ya he dicho, ningún compañero se jubiló a su edad, salvo un curioso navarro llamado Alberto Aguirre, profesor de Matemáticas asignado al Pabellón del Almendro. El día de su despedida los gerifaltes del Colegio le prepararon un pequeño homenaje que consistió en una cena fría y la entrega de un Diploma reconociendo al profesor su entrega al Colegio. Tras la pequeña fiesta y los brindis correspondientes, Espejo le leyó unos versos que había escrito expresamente para el homenajeado.
“Hay pocas cosas tristes en la marcha,
tal vez dejar las cosas sobre el tiempo
como sobre el mantel de los olvidos
o sobre el largo río del silencio,
tal vez dejar un hábito, un trabajo
que se hizo humanidad entre los dedos.
Pero el recuerdo y la nostalgia surten
de milagrosas aguas el venero
que sigue alimentando las raíces
en nuestro tronco abierto a cielos nuevos.
Y así, un papel doblado en el bolsillo,
un horario, una nota, un libro viejo,
la mancha de bolígrafo en un traje...
te evocarán el alma del Colegio,
el ruido de las aulas o la risa
de una urraca posada en el sendero.
Y seguirás anclado de algún modo
al mar de la enseñanza aunque estés lejos”.
Alberto Aguirre era un sabio, conocía a la perfección la asignatura que enseñaba o intentaba enseñar. Pero como profesor y pedagogo tuvo siempre serios problemas con la propia didáctica de las clases. No lograba establecer entre él y los alumnos el hilo especial de unión necesario para que una clase funcione, de modo que a duras penas se hacía entender por los alumnos. Tal vez una de las razones fundamentales se hallara en el hecho de que utilizaba un vocabulario excesivamente elevado para los chicos. Yo lo comparaba en eso con Claudio de la Rosa. Así que, cada lección acababa siendo una lucha contra la disciplina y la atención de los chicos. Alberto era consciente de ello, y hay una frase suya que lo testifica. Cuando un día en que, preocupado por algún problema que habría tenido en clase, le vi especialmente serio a punto de coger su sempiterna maleta para acudir a otra clase, le pregunté qué clase tenía a continuación, intentó velar su inquietud con una forzada sonrisa y me contestó:
“Ahora tengo clase contra COU”.
Contra COU. Me dio un poco de pena la veraz respuesta del navarro, aunque todos sabíamos que sus clases eran contra todos los cursos. Creo que su problema capital era la poca autoridad que lograba imponer en el aula y el casi nulo respeto que le mostraban los cabritos de los alumnos. Y eso que solía vérsele siempre fuera de las clases hablando con los chicos, que acostumbraban consultarle todo tipo de cuestiones. Sin embargo, las consultas de los alumnos solían estar disfrazadas de esa proverbial picardía que caracteriza a la mayor parte de la adolescencia; consultas que, contra todo pronóstico, el profesor no sabía apreciar y que nada tenían que ver con la asignatura, sino con alguna de las aficiones favoritas del matemático, que eran, sobre todo, tres: el pisto, el ajedrez por correspondencia y el piano.
Alberto Aguirre era muy buena persona, pero para la enseñanza no estaba suficientemente dotado, como ya queda dicho. Aunque ¿quién lo está hoy en día ante las masas de estudiantes que llegan a las aulas desmotivados y con ganas de armar gresca a la primera dificultad que encuentran, ya sea en la comprensión de las lecciones del libro del texto, ya en la exigencia que conlleva estar atento más de diez minutos seguidos a las explicaciones de un absoluto desconocido que, envestido de una autoridad que no reconocen, se esfuerza por enseñarles lo que no quieren aprender? Pero esa es otra historia.
Alberto Aguirre ya es también historia y son historia su forma de actuar en clase y los disgustos que se llevaba el hombre al descubrir, por ejemplo, que alguien le había abierto el maletín donde llevaba los exámenes y había causado que todo un curso obtuviera en la prueba sólo nueves y dieces. A esto aducen algunos colegas que lo conocieron tan bien como yo o que compartieron despacho con él que en el aula alardeaba delante de los chicos desafiándoles a que intentaran averiguar la combinación de su maleta a partir de unos cuantos datos y una fórmula matemática que les proporcionaba. Claro está que algún alumno avispado lograba resolver el enigma y, ayudado por quienes siempre están dispuestos a aprobar con la ley del mínimo esfuerzo, conseguía hacerse con el examen original, hacía las copias suficientes y luego retornaba la prueba a la maleta lo más rápido posible y con el mismo sigilo con que la había extraído de ella.
Alberto Aguirre, por otro lado, amenizaba las fiestas de Navidad de los profesores, interpretando al piano alguna pieza de Beethoven o de Saint-Saëns, por quien sentía verdadera devoción. Y en cuanto a sus charlas sobre ajedrez, a más de uno dejaba boquiabierto. Lo del pisto era otra cosa. Decía que casi todos los platos podían ser acompañados con ese guiso hecho a base de productos del huerto fritos. Algunos colegas zumbones, entre ellos el "Extremeño", arremetían contra él diciendo que los huevos fritos con pisto suelen producir graves enfermedades de estómago, así que lo mejor era que se anduviese con cuidado. A pesar de los avisos, con sorna o sin ella, el caso es que Alberto Aguirre padeció durante una temporada principios de úlcera y, según él, su plato favorito era huevos fritos con pisto. Sea lo que fuera, el curioso profesor navarro en cuanto veía que en el menú del día había pisto, se ponía las botas repitiendo varias veces su paso por la barra para que las cocineras le pusieran en el plato más cantidad de su plato favorito.

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