viernes, 18 de abril de 2008

HILO DIRECTO CON DIOS

JOSÉ SANTAMARÍA

José Santamaría es natural de Jaén y tiene un deje andaluz muy marcado. Es aproximadamente de la edad de Aurelio y entró en el Colegio gracias a un conocido suyo, de la Obra, que habló muy bien de él a los gerifaltes de Barcelona. Su expediente académico, excelente, le ayudó a lograr con facilidad la plaza de profesor de Historia, plaza que había quedado vacante tras la muerte en accidente de coche del profesor que la poseía.
Recuerdo cómo sucedió el trágico accidente. Alejandro Méndez, el profesor en cuestión, acababa de salir en coche de su casa camino del Colegio cuando, sin darse cuenta, se saltó el Stop que tantas veces había respetado y chocó frontalmente contra un autobús que circulaba por la vía principal. El golpe fue tan atroz que el coche quedó convertido en un acordeón de hierro y su conductor murió en el acto. Durante dos días estuvo el cadáver expuesto en la sala contigua a la Recepción, con la cabeza vendada, un traje oscuro y los pies descalzos, metido muy serio en su féretro abierto, para que lo pudiéramos despedir todos sus familiares y compañeros
José Santamaría vivió traumatizado un tiempo por las circunstancias que habían propiciado su ingreso en el Colegio. Pero con el paso de los días y, lamentando mucho lo que la mala suerte había deparado a su difunto antecesor en el puesto, se dedicó a hacer su trabajo, que era enseñar Historia y Geografía. Los problemas económicos que surgían en sus clases los explicaba con casos cotidianos en los que salían a relucir tomates y patatas, con lo que los alumnos le llamaban en “petit comité” el "Verdulero". Allí todos tenían su apodo, y él no se iba a librar. Tenía graves problemas con la pronunciación de los nombres y apellidos de sus alumnos. Decía “Companis” , “Puij” , “Alemani”, “Jordi”, “Joan”, “Josep (los tres con jota), “Fois”, “Vinioli”, “Doménech” (pronunciando la “che” final)... Como descubriera a las primeras de cambio que lo suyo no era el catalán, se apuntó a unas clases de repaso del idioma de Verdaguer, clases que tenían lugar al acabar el horario lectivo, y que impartía Lluís Viladomat, el jefe de departamento de Catalán. Y sólo por oírlo, nos apuntamos también otros compañeros. Era divertido escucharle leer el texto de Josep Pla que decía en nuestro libro de Lectura y ejercicios:
“La part de ponent de la comarca del Monsiá es protegida per les muntanies dels Ports de Beseit. Mentre anem ascendint, i d’una manera sucesiva, trovarme el pi blanc, el pi negre i el pi rojal”. (Pronunciaba con fuerza todas las "r" y “t” finales, aunque Viladomat, el profesor, le había repetido mil veces cuáles se pronunciaban y cuáles no, lo mismo que la “c” de “blanc” y la de “ascendint” o la “g” de “protegida” y la “j” de “rojal”.)
Y más divertido aún era oírle decir aquella frase suya sacada de la vida cotidiana:
“A la zortida del metru que hay en Casterdefer me va trobar a una noya que me va dir: ‘Vamos a tomar una michana”.
Pero no es todo divertido en la vida de José Santamaría. Él conoce muy bien el sufrimiento en carne propia. Cosido a cicatrices tiene el cuerpo, producto de gravísimas operaciones. Una de ellas, a corazón abierto, estuvo a punto de llevárselo por delante hace unos cuantos años. Hoy tiene las arterias remendadas en dos o tres lugares de su cuerpo demacrado y envejecido prematuramente. Como Aurelio, está apunto de jubilarse, pero su suerte en el Colegio no ha sido tan favorable como la del "Árbitro". Una de las bajas por enfermedad lo mantuvo lejos de las aulas más de seis meses, y eso en el Colegio está mal visto. Lo de las bajas no lo llevan muy bien los jerifaltes de allí, los cuales siempre han dicho claramente que la gente que sirve al Colegio debe ser entera, dura, sana y dispuesta a dejarse la piel si es preciso en la tarea cotidiana de bregar con los chicos. No aclararon nunca, como cabía esperar, que eso sólo tenía que ver con los que no éramos de la Obra, a quienes siempre atosigaban con controles de todo tipo, a excepción del pobre "Vale", que era de ellos por convicción personal. La cuestión es que, cuando José Santamaría se incorporó al trabajo después de su peligrosa enfermedad, vio que, ni encomendándose a la excelsa Santa María que está en el cielo, sus clases con los mayores, algo más tranquilos y disciplinados que los de edad menor, se vieron trocadas por un horario apretadísimo en la sección de Séptimo y Octavo de EGB, integrados por chavales de verdadera mala leche, movidos, inquietos, vocingleros y protestones, los cuales claramente y sin tapujos le hicieron la vida imposible al pobre y menguado Santamaría. Eso hizo que se le avinagrara un poco el carácter y echara pestes en “petit comité” de los de la Junta de Gobierno. Pero como su intención, por otra parte, era jubilarse en el Colegio, adoptó una técnica que algunos de sus amigos más cercanos siempre le reprocharon. Esa técnica la llamaba él de escenografía y mascarada.
“Me pongo la májcara”, solía decirnos en voz baja y con el deje que lo caracteriza a Aurelio o a mí, “y salgo al ejcenario a comemme a lo sico. Con teatro, muso teatro, le ejplico la leción con cuatro tomate y cuatro patata. Lo esámene, tre pregunta grande y do sica. Corrijo con mano benévola y apruebo a casi tol mundo.”
Dentro de esa técnica incluía el saludar muy ceremonioso a los de la Obra en los pasillos o en los jardines, en cualquier sitio donde se los encontrara, sin hacer la menor distinción entre ellos. Más cortésmente si cabe que a sus propios compañeros. Aunque luego, cuando se veía con nosotros, nos decía:
“E que eso le gutta. Vosotro ya me conocéi. Teatro, muso teatro. Aquí reina la ley del Carnaval”.
Y si los gerifaltes del Colegio por ejemplo pedían voluntarios para ir a La Molina acompañando a los chicos en las convivencias de esquí y oración, José se apuntaba el primero.
En una de esas convivencias de rezo y esquí coincidió con Aurelio y una noche, a la hora de la cena, les ocurrió una anécdota divertidísima. Resulta que el matrimonio que se encargaba de servir la comida en el albergue siempre ponía en la mesa de los profesores una jarrita de vino, tan ridícula que apenas llenaba un vaso. Y esa noche a Santamaría se le ocurrió pedir otra jarrita de vino a la mujer que servía. La señora lo miró extrañada y desapareció rumbo a la cocina seguramente para consultar a su marido si debía o no servir más vino a los profesores. A los pocos segundos se presentó en la mesa el marido. Con rostro circunspecto les preguntó a los profesores en voz baja para que los chicos, sentados en mesas que rodeaban a la de los profesores, no le oyeran:
“Perdonen, ¿ustedes han pedido a mi mujer otra jarra de vino?”
Entonces José Santamaría, adelantándose a Aurelio, le respondió al hombre sin evitar que la voz le saliera muy alta y que todos los alumnos la oyeran:
“Sí, coño, otra jarra de vino. ¿Qué pasa?”
Las carcajadas brotaron de todos los rincones del comedor. Y cuando el hombre, cabizbajo, tras servirle la solicitada jarra de vino, regresaba a la cocina, Santamaría empezó a pedir a su Virgen tocaya que aquello no se saliera de madre y no llegara a oídos de los gerifaltes del Colegio. Pero como las lenguas corren más que la pólvora, al día siguiente de regresar al Colegio tras la convivencia de la nieve, fue requerido al despacho del director, que a la sazón era Alberto Moral, el tercer director de Sendero, una persona adusta que llevaba un parche en el ojo y dos falanges de los dedos de una mano de menos. Este defecto físico y amputaciones menores se debían a su impericia en los experimentos de química que realizaba a menudo en el laboratorio del Colegio rodeado de alumnos, que, gracias a Dios, no resultaron dañados por la desafortunada actuación del inexperto químico. Pues bien, el director de marras llamó a su despacho a Santamaría para echarle una bronca de campeonato por su penosa actuación con la jarra de vino en el albergue de La Molina, ante los señores que se encargaban del comedor.
“Sólo por una jarra de vino”, nos decía después el recriminado profesor medio en broma medio en serio. “Si hubiera sido por una ración de lenteja o patata, ¿qué me habría caído?”
Durante los dos o tres años siguientes de aquello, José Santamaría vivió otras circunstancias chocantes. Quizá la principal fue la que experimentó durante el retiro espiritual que los alumnos de Octavo realizaron durante todo un día en la Casa del Bosque, una caserón grande y oscuro que la Obra poseía en Collserola, el gran pulmón vegetal del Vallés. Es algo que los compañeros, aún hoy, le pedimos que cuente cuando nos reunimos en casa de alguno de nosotros

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