El poema que incluyo en esta entrada, formó parte en otro tiempo de una colección de relatos a caballo entre el ensayo y la lírica. Incluso apareció en este mismo blog bajo otro título. Hoy lo presento aquí con la forma final.
A veces
Dios es así
Dios es así
Dios necesita ver desde más cerca la tierra.
Desde tan
alto no puede arbitrar los destinos humanos.
Necesita ver a las personas a una
altura prudente;
de otra manera,
éstas escaparían fácilmente
de sus continuas
acechanzas,
del mismo modo que las hormigas,
ocultas entre la hojarasca del
jardín,
burlan mejor las intenciones de los niños
de pisarlas con sus enormes
zapatillas de deportes.
A Dios no le gusta viajar en avión
porque sólo podría
controlar
las vidas de quienes viajan con él
apretujados en la lata de sardinas
del cielo.
Y eso sería
hacerle un flaco favor a su arrogante omnipotencia,
acostumbrada a los multitudinarios desastres.
De ahí que, lógicamente,
aborrezca las nubes,
cuya aburrida belleza
la deja para los poetas sin
inspiración y sin talento
que cualquier tema,
por insignificante que parezca,
les satisface.
Insistimos,
lo que quiere Dios
es estar lo más cerca posible del
hombre,
pero sin que éste lo vea,
para no verse obligado
a sufrir una de sus
rabietas existenciales;
de modo que,
oculto y pertrechado
a una altura
prudencial de la víctima,
pueda desde su tramoya mover los hilos
con toda la
impunidad del mundo
y a la vez sin que sea advertida su trampa.
Amparado, pues,
por su invisible ventaja,
aprovecha cualquier momento de indecisión
de tantos
como experimenta el hombre
a lo largo de una sola jornada
para mover el hilo de
una mano enemiga,
de un pie agresivo,
de una mente perversa
o de un corazón
desenamorado.
Y cuando se cansa de su juego diurno favorito
cambia de tercio
y
aprovecha las sombras nocturnas
y se vale del descanso reparador
para irrumpir
como un bandido
en la alcoba de los sueños,
modificar los temperamentos de sus
protagonistas
y confundir al sujeto con apariciones de monstruos,
hechos
afligidos o aventuras peligrosas
de donde casi siempre sale derrotado.
Sólo
cuando la pesadilla
hace despertarse sobresaltado al que sueña,
empapado de
sudor
y presa de espasmos y palpitaciones,
abandona como un cobarde los
bastidores de la escena,
alegrándose del infortunio del sujeto.
En vez de un
padre solícito
que hace lo imposible
para ayudar a sobrellevar los avatares de
la vida a su hijo,
se comporta como un padrastro sin entrañas.
Menos mal que el resto de las veces
se olvida de nosotros.
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