ARANJUEZ, MON AMOUR
A las once de otro día tomábamos en Méndez Álvaro el autobús de Aranjuez.
Y una hora más tarde estábamos ya en los Reales Sitios. Los amplios patios con
arcadas y la monumental iglesia de San Antonio es lo primero que el visitante
encuentra nada más empezar a buscar la ubicación del Palacio Real y del Jardín
de la Isla.
En cuanto el visitante entra en la gran explanada,
las cúpulas azules y
el ladrillo rojo de la fachada
le entran por los ojos.
Pero el sonido del agua
cercana es más poderosa
y le obliga a tornear el palacio
para acceder a un
mundo de agua y estatuas,
enmarcado por la magia caediza y ocre del otoño.
Magníficos mármoles de dioses y héroes mitológicos
coronan puentes,
balaustradas, fuentes.
En un banco frío, bajo el otoño bello
y tras la estatua
de Hércules y sus vivos surtidores,
escribo estas calientes impresiones
de un
mundo galante y festivo
que ahora es un cadáver hermoso rodeado de jardines.
Nos esperan paseos matutinos,
bajo un sol que apenas nos calienta,
por
senderos alfombrados de hojas muertas,
laberintos vegetales, diosas blancas
coronando cien fuentes,
jardineros que arreglan los parterres…
Una rosa cortada
y el recuerdo musical del maestro Rodrigo
serán nuestros compañeros.
En Aranjuez suena el agua incesantemente.
El Tajo y los surtidores de las
fuentes
aúnan sus notas para formar sinfonías sin libreto y sin batuta.
Y el
otoño presta su telón de colores a la escena.
Nuestros pasos son voces
solitarias
sobre las alfombras de hojas muertas
que el viento frío ordena y
desordena a su capricho.
Junto a los paseos románticos,
el río, domado sabiamente por el hombre,
se remansa mimoso al pie del Palacio Real.
Ahí el tiempo no existe,
se quedó
bordando siglos de galanteos y jarrones chinos.
Sólo los patos, nuevos amos del
agua,
se burlan de la presa
y firman su constancia nadando sabiamente.
Sobre una piedra lisa, vertical y decidida,
como la vida sin aristas,
como la música del corazón,
asoma la cabeza ciega del maestro Rodrigo.
Su
decisión es clara:
mirar soñadoramente,
con impulso y ahínco insobornables,
a
la cuna inmortal de la tierra,
origen y final de la acción creadora.
Las almas de las rosas
afilan su perfil sedoso y frágil
con sutiles
cuerdas de violín,
entre mármoles de dioses y hojas muertas de otoño,
entre
risas de surtidores que el Tajo regala generoso
y palabras de corazones
enamorados.
Sobre una piedra lisa,
limpio transcurrir del tiempo,
asoma la
memoria impertérrita del músico.
Sinfonía impertérrita,
brota de la piedra como una rosa de bronce
la
cabeza serena del maestro Rodrigo.
Su silente mirada, a sol y a sombra,
otoños
y veranos,
resucita olvidados amores,
promesas que se hicieron y besos que se
besaron.
Richard Anthony les pone letra y voz
entre las rosas y las fuentes de
los jardines de Aranjuez.
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