En la anterior vuestra merced me contaba lo mal que lo
había pasado sirviendo de aprendiz en el taller de Francisco Herrera el Viejo y
las malas pulgas que gastaba el pintor.
Sin embargo, a mis oídos ha llegado en estos últimos tiempos cosas no tan malas
y alguna hasta positiva; y no sólo me refiero a la obra pictórica que ha salido
de sus esplendorosas manos, de la que recuerdo dos cuadros que siempre me han gustado
mucho: los Pasajes de la vida de la Virgen y El último juicio. Aunque la anécdota
que voy a narrarle (tal vez vuestra merced la conozca ya) está relacionada en
parte con una de sus pinturas más famosas, el cuadro que pintó a San
Hermenegildo y que se conserva en el convento de los jesuitas del mismo nombre
de Sevilla.
Y vamos a la anécdota. Resulta que entre las murmuraciones que los
muchos enemigos que tenía Herrera habían propalado por la ciudad andaluza
destaca la de que el pintor fabricaba monedas de oro falsas, y llegó un momento
en que no sólo era murmuración pues había algunos que aseguraban haber visto
esas monedas en poder del pintor y estaban dispuestos a presentar pruebas de
ello en cuanto se lo pidiese la justicia. Y llegó a tanto el asunto, que esta
última se dispuso a actuar lo más rápidamente posible. Avisado sin embargo
Herrera por un amigo de confianza, corrió a refugiarse en el Colegio de San
Hermenegildo, donde tiempo atrás había pintado el cuadro que sobre el santo
mártir se halla colgado en el altar mayor de la iglesia. Allí nadie fue a
molestarlo y durante años vivió en completa paz al lado de los frailes del
convento. Hasta un día en que el pintor vio que se hacían grandes preparativos
en el Colegio como si una personalidad muy importante estuviese a punto de visitarlo.
Y así fue porque al día siguiente nada más y nada menos que el rey Felipe IV,
acompañado de la Reina
y de un nutrido grupo de cortesanos, fue a visitar el convento. Y recorriendo
las galerías, los patios y las dependencias de la construcción, el Rey se quedó
extasiado en la contemplación del cuadro de San Hermenegildo que domina el
retablo del altar mayor de la iglesia. Al punto preguntó al fraile que le
guiaba en la visita el nombre del autor de tamaña maravilla, y el interpelado
le contestó:
--El autor, su majestad, es un fabricante de monedas
falsas que, para salvarse de la justicia, vino a refugiarse a este convento,
donde todavía sigue viviendo entre nosotros.
--Como en esta causa son juez y parte—respondió
enseguida el Monarca—que comparezca ante mí ese artista fabricante de monedas
falsas. Deseo conocerlo.
Y dicho y hecho. Fueron a buscar a Herrera, que,
temeroso por lo que pidiera ocurrirle, se presentó ante el Rey arrojándose a sus plantas.
Entonces Felipe IV tocó con sus manos la frente del
pintor y dijo mientras volvía a mirar al cuadro de San Hermenegildo:
--Quien ha sido capaz de pintar con sus manos tan
excelso cuadro, no necesita oro y plata para vivir. Levantaos, que sois libres
de vuestro delito, siempre que no volváis a cometer ningún otro de parecida
importancia.
Y hasta aquí la anécdota que le anuncié. Ahora me gustaría que me contara vuestra merced alguna cosa de cuando estuvo a las órdenes de su segundo maestro Francisco Pacheco.
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