Me pide vuestra merced que le recuerde detalles de mi
vida relacionadas con mi obra pictórica y, como es natural, empezaré por el principio,
es decir, por los años en que fui aprendiz de pintor. Y todo sucedió de la
forma más sencilla. Como mi padre viera que emborronaba los libros y
cartapacios de mis primeras letras con dibujos de todo tipo, encontró más
acertado ponerme en la escuela de Francisco de Herrera el Viejo. Éste era como
artista muy buen pintor, pero como hombre tenía el carácter de un basilisco;
así que muy poca gente lograba convivir bajo su mismo techo. Con decirle que su
hija por no aguantar su condición desabrida y áspera se metió monja y su hijo
huyó a Italia tras robarle, se lo digo todo. Los discípulos tampoco aguantamos
mucho sus intransigencias e insultos, y yo mismo, cansado de que recriminara
mis formas y procederes en repetidas ocasiones y sin causa conocida, abandoné
el taller no habiendo cumplido aún los catorce años para ingresar en el de
Francisco Pacheco.
Los dos Franciscos sólo se parecían en el nombre pues este
segundo era un modelo de sabio sencillo y generoso que no dudaba en
trasmitirnos a los discípulos cuanto sabía de técnicas y modos pictóricos, a la
vez que nos daba ánimos cuando alguna parte del proceso de la pintura
emprendida se nos resistía.
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