EL OLIVO SECO
En el último viaje que el viajero hizo a la isla, en
un pueblo del interior se acercó hasta su iglesia para visitarla y de repente
se topó, a unos metros delante de la entrada, con un olivo seco. Examinó
exhaustivamente el árbol por si descubría algún detalle extraordinario que
explicase la causa de por qué había alcanzado ese estado y no descubrió nada
que lo justificase. El cura, un hombre mayor ya y circunspecto, se acercó al
viajero con ánimo de ayudarle.
--No se extrañe, señor. Este olivo seco sigue en pie porque quiere que nadie en el pueblo olvide nunca lo que aquí ocurrió.
Y a la interrogación silenciosa del viajero, el
sacerdote le explicó lo que sigue.
Una vez que la guerra civil hubo estallado en la Península , los
republicanos de la isla, armados hasta los dientes, se acercaron a la iglesia para exigir al cura agua de
la cisterna. El sacerdote les pidió a cambio que hicieran el favor de dejar
fuera las armas pues iban a entrar en un recinto sagrado. Los soldados se
burlaron de sus pretensiones y le exigieron que se hiciera a un lado para que
los dejara pasar. El cura les recriminó sus intenciones y cerró la puerta de la
iglesia. Los hombres armados golpearon con las culatas de sus fusiles la hoja
de madera insultando al cura y amenazándole a gritos que si no abría la puerta
inmediatamente, la tirarían abajo y harían con él lo que quisieran. El hombre
de Dios, haciendo caso omiso a las amenazas y a los insultos de los
republicanos, se dirigió a las gradas del altar y, poniéndose de rodillas, alzó
los ojos al Crucifijo y empezó a rezar mientras se disponía a morir.
Los de fuera acabaron derribando la puerta y, sin dejar de
proferir insultos al sacerdote y disparando sus armas a las imágenes del interior,
llegaron hasta donde estaba rezando aquél, lo levantaron sin miramientos
y, arrastrándole como si fuera un animal que se lleva al matadero, lo sacaron
de la iglesia, lo desnudaron y lo colgaron del olivo valiéndose de los jirones en
que habían convertido la sotana mientras lo arrastraban.
El cura mayor hizo una pausa en su relato, cogió por
el brazo al viajero y, rodeando el tronco del olivo seco, lo llevó hasta una de
las primeras ramas del árbol. Allí le enseñó unos rasguños en la
corteza.
--¿Ve esto?—le dijo--. Son los rastros que dejó el
jirón de la sotana con que aquellos desalmados colgaron al párroco, que lo único
que pretendía hacer era defender la casa de Dios. Por eso hemos respetado el
olivo. Así, todo el mundo al verlo, recuerda las barbaridades que pueden
provocar los odios de la guerra. Además existe algo en este olivo seco que
prueba que aquel cura joven, fiel servidor de Dios, sigue siendo un santo para
nosotros.
--¿El qué? –preguntó incrédulo el viajero.
--Si usted volviera en primavera por aquí, podría
comprobarlo con sus propios ojos.
El viajero abrió las manos en señal de no entender lo
que quería decirle el cura mayor. Así que éste le dijo:
--De estos rasguños de la rama, cada año, al volver la
primavera, rezuma una savia roja.
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