1.
Era una tarde de mayo de 1829 en que
Lucas Lanjarón recogía sus bártulos de dibujo para regresar a la fonda después
de un día lleno de emociones, y en su cartapacio llevaba la prueba fehaciente de ello.
Como cada
día había subido muy temprano a la colina de La Alhambra para capturar
algunos rincones que hasta el momento no había descubierto o que simplemente no
había sabido ver. Y ocurrió que al pasar por unas viejas ruinas situadas al
borde del camino que conduce al Generalife, le salió al encuentro una familia
de gitanos compuesta por un hombre mayor, posiblemente el patriarca, una madre
con dos niños pequeños, un apuesto muchacho con enormes patillas y una guitarra
en bandolera y, cerrando el grupo, una joven de sorprendente belleza. Nada más
ver al pintor, el hombre mayor, que llevaba una vara de mimbre en la mano, se
dirigió a él de este modo:
—Buenos
días, señor artista. Si usted lo desea nos prestamos gustosamente a que nos
dibuje en sus papeles.
Lanjarón,
sorprendido por la súbita aparición del grupo, se quitó el sombrero para
saludar al hombre y, tras agradecerle su generoso ofrecimiento, se fijó en la
bellísima joven de grandes ojos negros que cerraba el grupo. El patriarca, que
advirtió enseguida la admiración que la muchacha había despertado en el pintor,
siguió diciendo:
—Ya veo que
la belleza de mi sobrina le ha impresionado vivamente. Se llama Aurora y, si
quiere empezar sus apuntes por ella, no hay ningún inconveniente.
El pintor,
encantado con la idea, pasó por alto al resto de los componentes del grupo que
para cualquier mediano observador habrían servido para bosquejar igualmente
motivos costumbristas, como la indumentaria del propio patriarca gitano, el
aspecto primitivo y alegre de los churumbeles o la seriedad de la ropa negra
con que vestía de los pies a la cabeza la madre
de los pequeños, sin olvidar el temple del joven de las grandes patillas
y guitarra en bandolera que no perdía de vista a Aurora.
Y así dijo:
—De
acuerdo, buen hombre; siguiendo su consejo, comenzaré por ella.
Y dicho y
hecho. Rogó a la joven que se apoyara sobre un pedazo de muro que poseía
milagrosamente entero un ajimez y, mientras el resto del grupo se acercaba para
contemplar el trabajo del pintor, éste tomó por asiento una gran piedra, abrió
sobre sus rodillas el cartapacio con el material de dibujo e, impulsado por el
afán de aprisionar en el papel la extraordinaria mirada de Aurora, empezó a
trazar las primeras líneas.
La joven no
pestañeaba y, con los ojos puestos en las torres de La Alhambra , esperó
pacientemente a que el artista acabara de retratarla.
Mientras
Lanjarón progresaba en su dibujo, los dos churumbeles reían sin parar viendo
cómo el pintor iba copiando fielmente en el papel el cabello de Aurora, oscuro
como el azabache, la frente amplia, las cejas finamente perfiladas, los grandes
y negros ojos sombreados por largas pestañas, la nariz pequeña, los gordezuelos
labios, el hoyuelo de la barbilla, el contorno almendrado de la cara… Y reían,
reían sin parar exclamando entre risa y risa:
—¡Es ella!
¡Es ella!
Pero el
joven de las largas patillas y la guitarra en bandolera ni siquiera sonreía; al
contrario, fruncía el ceño y apretaba los puños con rabia viendo que aquel
osado artista era capaz de robar con un simple lápiz el rostro de Aurora y
encerrarlo en los estrechos márgenes de un papel. Mientras que, por su lado, la
madre de los pequeños y el patriarca, sumidos los labios en un gesto de
admiración, movían de arriba abajo la cabeza aprobando el trabajo de Lanjarón.
—¡Cómo se
parece!—exclamaba él.
—¡Sólo le
falta hablar!—exclamaba ella.
Más de hora
y media le llevó a Lanjarón retratar a bella gitana, Acabado por fin el
retrato, se lo enseñó a la joven, que esbozó una sonrisa al verse reflejada con
tanta fidelidad en el papel, pero no dijo nada: se limitó a retirarse del muro
para acabar mirando con aquellos ojos suyos profundos, tristes, un punto
elevado de la fortaleza árabe.
Después el
pintor hizo un alto en su trabajo y repartió con los gitanos las viandas que llevaba
en la mochila. El grupo se arrimó a la sombra de una higuera y empezó a comer
sin decir palabra, mientras Lanjarón, sentado sobre la misma piedra que le
había servido de lugar de trabajo, daba cuenta de su ración sin perder de vista
a Aurora, que se dedicaba a regalar su parte a los dos gitanillos.
Cuando el
artista vio que los demás habían acabado de comer, les pidió que posaran para
él en la postura en la que cada cual se sintiera más a gusto. Mientras los
dibujaba, el patriarca acabó de contarle otros datos de la familia que lo
conmovieron vivamente. En resumen, le dijo que él había sido en otro tiempo el
jefe de un clan gitano de la
Alpujarra granadina diezmado por luchas fratricidas, a
resultas de las cuales sólo quedaban de él los seis miembros que allí
había. Lanjarón se quedó con ganas de saber algo más de Aurora, quien, todo el
tiempo que duró la tarea de retratar a sus parientes, no había apartado un
segundo su melancólica mirada de las torres más altas de La Alhambra.
A mediodía
dio por terminados los retratos de los gitanos y, dándoles las gracias por su
amabilidad y paciencia, se despidió de ellos para enfilar el camino del Palacio
Real. Antes de entrar se giró para verlos una vez más, pero se quedó con las
ganas porque habían desaparecido en las ruinas donde le habían salido al
encuentro.
La tía
Antonia, que era la mujer que se cuidaba del Palacio, una señora mayor,
vivaracha y atenta, nada más verlo aparecer, se dirigió a él con un botijo de
agua rezumante en la mano.
—Dele un trago,
Lanjarón, que hoy Lorenzo pica más que de costumbre. Y eso que todavía es mayo.
¿Qué hará cuando llegue el verano?
El artista
dejó a sus pies el cartapacio y cogió agradecido el botijo que le ofrecía la
mujer, lo levantó a una altura prudente y dejó durante unos segundos que un
chorro cristalino y frío cayera impetuoso en su boca entre leves salpicaduras
que refrescaron igualmente parte de su rostro.
Después se
lo devolvió con un gesto de satisfacción mientras se secaba los labios con el
revés de la mano.
—Gracias,
señora Antonia. Está deliciosa.
—Es que
como el agua de La Alhambra
no hay ninguna. Ya lo sabe. ¿Ha dibujado mucho esta mañana?
—Alguna
cosa.
—¿Me la
enseña?
—Claro.
—Pero antes
pasemos dentro para que pueda reposar un rato.
La siguió
al interior.
—¿Alguna
novedad? –preguntó el artista.
—Se me
olvidaba. ¡Vaya cabeza tengo! Cada día peor. La vejez es lo que tiene. Te va
quitando todo lo que de joven te dio. Antes tenía una memoria extraordinaria y
ahora se me olvida hasta lo que acabo de hacer. Perdone, ¿qué me había
preguntado?
—Que si hay
alguna novedad en el Palacio.
—Una muy
grande, sí, señor. Hoy ha llegado un escritor norteamericano que se llama Irvin
o algo así. El señor Serna, ya sabe el gobernador de todo esto, le ha ofrecido
algunas estancias del Palacio para que se instale a su capricho en ellas.
—Debe de
ser Washington Irving, que días atrás, según los periódicos, andaba por Sevilla
en busca de documentación para los libros que anda escribiendo ahora.
—Pues ese
mismo Irvin, sí.
—¡Menuda noticia! Me gustaría muchísimo conocerlo y cambiar con él unas palabras.
¿Dónde está ahora?
—Ha ido a
visitar el Generalife. Le acompaña un señor de nombre raro…, no me pregunte
cuál. Dalcuri o algo parecido. Va con ellos ese pesado de Mateo, que se ha empeñado
en hacerles de guía. Pero veamos esos dibujos, señor Lanjarón.
Cuando la
tía Antonia vio el retrato de Aurora, no pudo menos de sorprenderse.
—¡Qué guapa
es! ¿Quién es?
—Una gitana
que con parte de su familia se me ha aparecido esta mañana en las ruinas que
hay al borde del camino del Generalife.
—¿Una
familia dice? ¿En las ruinas? No recuerdo que viva ninguna familia gitana ahí.
Deben ir de paso. Pero esta muchacha es guapa de por sí. Estos ojos grandes,
negros, con esta mirada tan triste. Buen retrato para su exposición. ¿Cuándo
será?
—En otoño.
Si todo va según mis previsiones. Volviendo al escritor, al señor Irving, ¿qué
habitaciones ocupa?
—Las que
dan a la plaza de los Aljibes. Mi sobrina Dolores, que hace de criada, ha puesto todo su empeño en
que se encuentre en ellas a su completa comodidad.
—¿Conoce el
plan que el escritor ha preparado para hoy?
—No mucho;
sólo que para esta tarde tiene previsto celebrar una tertulia en el patio de
los Aljibes con algún mutilado del ejército, ese Dalcuri o como se llame y,
claro está, con Mateo Jiménez, que no se despega del señor Irvin ni un momento.
—Pero el
tal Mateo ¿no es ese vagabundo de capa oscura y harapos sin cuento que anda a
la que salta sacando unas monedas a todo aquel que venga a visitar a La Alhambra ?
—El mismo
que viste y calza. Pero sabe un montón de cuentos y leyendas que tienen que ver
con la historia de Boabdil y los moros y cristianos que poblaron estas paredes
hace siglos. Sin ir más lejos esta mañana cuando el escritor norteamericano cruzaba
la puerta de la Justicia ,
camino del Palacio, se le ha acercado Mateo y, sin que se lo pidiese, se ha
puesto a contarle la leyenda de la llave y la mano que figuran esculpidas en el
arco. Más tarde, cuando Dolores le estaba arreglando una de las habitaciones,
el escritor se lo ha comentado, y mi sobrina le ha dicho en seguida que no hay
nadie que conozca mejor los misterios y secretos de La Alhambra que él y que si
quiere saber cosas de aparecidos, crímenes, amores ocultos y tesoros
escondidos, no tiene más que pedírselo a Mateo.
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