sábado, 17 de mayo de 2008

HILO DIRECTO CON DIOS

UN TRÁGICO DESENLACE

Como el caso del alumno Antonio Duero hubo en el Colegio algunos más que hicieron historia. El más importante fue el protagonizado por Luis Esteban, hijo de un ginecólogo barcelonés que asistió a los partos de varias mujeres de profesores, entre ellas el de Marta, esposa de Pablo Barco. Y aunque el muchacho, Luis Esteban, era reacio a dejarse llevar por consejos de mayores y en especial por profesores del Colegio, llegó a simpatizar medio bien con Pablo y hasta dejó que el profesor se acercara a él mucho más de lo que lo había hecho su propio padre. El caso es que Luis solía “fumarse” algunas clases, sobre todo las de Deportes, y en su lugar frecuentaba el bar Los dos Hermanos, situado fuera del recinto del Colegio, al otro lado de la carretera. Era usual que al bar se acercaran algunos profesores cuando las provisiones de tabaco se acababan o cuando había que tomarse alguna cerveza entre amigos y lejos de las orejas excesivamente atentas de los de la Obra. También, pero muy de cuando en cuando, algunos alumnos saltadores de normas por sistema, como Luis Esteban, se atrevían a darse una vuelta por el bar. El alumno utilizaba para no ser visto el seco cauce de la riera y luego el talud de la vía. Era una operación que le reportaba un placer especial. Tanto que solía comentar con los más próximos a él a propósito de esas idas y venidas al bar de sus escapatorias:
“Sólo es parecido al gusto que tengo cuando me hago una paja”.
Una vez en el bar, se gastaba el dinero locamente en las máquinas de juegos mientras bebía varios refrescos, hasta que pasaba la hora de Gimnasia. Entonces volvía por el mismo camino, se colaba en las duchas con el último turno de alumnos y, aseadito, como si se hubiera castigado el cuerpo con el ejercicio físico y la postrera ducha igual que los demás, se incorporaba al resto del horario académico. Un día tuvo la mala suerte de encontrarse de golpe en el bar conmigo, y en vez de pararse a hablar, cosa que habría ayudado a arreglar el asunto, optó por salir corriendo. Yo, que me llevaba bien con Pablo Barco y sabía la complicidad que había entre el profesor y el alumno, de regreso y a la primera ocasión que tuve le conté mi encuentro con el chico.
Lo que Pablo Barco hablara con él es cosa que ignoro, pero a partir de ese momento Luis se mostró claramente violento y descarado en mis clases. Yo pensé inmediatamente que el chico acababa de descubrir en mí a un maldito chivato. Y me pregunté si tal vez no habría sido mejor cambiar unas palabras con Luis antes de hablar con mi colega. Sin embargo, las cosas habían sucedido así y ahora había que poner remedio a sus faltas de disciplina en clase, que a medida que avanzaba el curso iban aumentando. Rara era la clase en que Luis no soltara algún despropósito en plena explicación, cosa que provocaba que los que habían tirado la toalla respecto de la asignatura (por supuesto que el suspenso más claro era el del propio Luis Esteban, y eso sin necesidad de que yo interviniera, porque la labor del muchacho era nula y no había un sola prueba que consiguiera sacar más de un 2); decía que los rematadamente insalvables, al oír aquellas continuas y extemporáneas intervenciones de Luis, se las aplaudían y vitoreaban. Daba lo mismo el asunto que en ese momento estuviera tratando yo. Si, por ejemplo, hablaba de la elegancia y musical sensibilidad de los versos de Garcilaso, Luis me interrumpía para decir:
“Sí, la elegancia y la sensibilidad propias de un marica.”
O si yo comentaba que Espronceda había muerto de una afección de garganta, se apresuraba a añadir:
“A alguno que yo sé debería pasarle lo mismo”.
Yo intentaba entender la causa de aquellos despropósitos, pero no le pasé ni uno y así se lo hacía saber tomando nota en mi cuaderno del día, de la hora y del contenido de sus palabras y, si podía, hasta anotaba exactamente la frase que él decía. Sancho, el profesor de la Obra que era preceptor del chico, y yo mantuvimos con su padre más de una reunión para ponerle al corriente de qué podía pasar si Luis insistía en su mal proceder. Pero ni con ésas. Y una tarde, en el colmo de la desfachatez, y mientras yo intentaba explicar la extraña enfermedad que había llevado a Bécquer a reponerse al Monasterio de Veruela, Luis Esteban exclamó a gritos:
“¡Eso fue de tanto como le daba al manubrio!”
El cachondeo que se armó en el aula fue de lo que nunca me había encontrado a lo largo de mi vida docente. Así que no tuve otro remedio que invitarle a que saliera de clase para ir al despacho del Jefe de Sección, y más teniendo en cuenta el cúmulo de faltas disciplinarias que había ido coleccionando en su expediente.
El jefe de Sección llamó a su padre por teléfono comunicándole que su hijo había sido expulsado del Colegio por falta grave, que hiciera el favor de venir a recogerlo o mandar a alguien que lo hiciera en su nombre.
El ginecólogo reconoció una vez más que el muchacho había salido torcido como un árbol malo y que su mujer y él habían hecho todo lo posible por él, sobre todo poniéndole en manos de expertos psicólogos de Barcelona, los cuales, al fin y a la postre, tampoco habían podido dictaminar el verdadero alcance del desequilibrio mental y emocional del muchacho, quien, según todas las pruebas que le habían aplicado, era un inadaptado social con síntomas de doble personalidad y acentuada paranoia (todo esto expresado, evidentemente, en términos profesionales y clínicos).
Sólo un año más tarde el muchacho cayó en una horrible depresión y dejó de asistir al Colegio tras las vacaciones de Navidad. Y un día de mayo, mientras en el Colegio sus compañeros de clase se disponían a salir de romería hacia una ermita del Vallés, llegó a los despachos de los profesores una circular dando la terrible noticia. El alumno Luis Esteban acababa de fallecer en su domicilio de un ataque al corazón, al parecer mientras dormía. Pero eso no fue exactamente lo que había ocurrido. La realidad la contó el malogrado Mariano Valdovinos en el despacho que compartía con Aurelio Marqués y Jordí Puig. Al chico lo había encontrado su desconsolada madre ahorcado en el baño. Cuando supimos la verdad, los profesores nos quedamos consternados. Unos días más tarde me encontré a Pablo Barco en el sendero de piedra que separaba los dos grandes parterres del jardín central y le pregunté si sabía algo nuevo sobre la muerte del pobre chaval. Barco, visiblemente afectado, me dijo que no y me corroboró el atroz detalle del suicidio:
“Sí, ahorcado con la cortina de la ducha, completamente desnudo.”

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