La golondrina
El desván de la casa era un habitáculo en forma de
barco invertido donde cabía de todo. Disponía de una claraboya practicable por
la que podía salir al tejado. Allí arriba, apoyado sobre la pared de la
chimenea, llegaba con la mirada hasta la carretera de Salamanca, a cuyos lados
se abrían los campos verdes, salpicados de vez en cuando por el color más vivo
de las casas de labor. Desde aquellas lejanías venían, como bailando a mis
pies, los tejados del barrio vecino y los del mío, sobre los que destacaba la
espadaña de la iglesia de las Dueñas, hasta llegar a los corrales próximos
donde los gatos dormitaban pese al guirigay de las gallinas. Cuando me cansaba
de hacer de Dios, volvía al desván y en su silenciosa penumbra me ponía a
mirar, hipnotizado, los hilos de luz, como de oro viejo, que colgaban aquí
y allá y donde nadaban miles de partículas de polvo.
Sin embargo, lo que me empujaba al desván con más
deseos era comprobar todas las primaveras la llegada de las golondrinas al nido
que habían tejido tiempo atrás en la viga más alta del sobrado. Para ello, cada
año, cuando acababan los fríos y las lluvias, subía para abrir la claraboya. Luego,
de vez en cuando, visitaba el desván para observar con el sigilo de un gato,
para no molestarla, a la golondrina de turno que se encargaba de restaurar y
preparar el nido donde vendrían al mundo sus polluelos. Y hasta que no veía
volar al último golondrino fuera del nido por la claraboya hacia el cielo que
lo llevaba a la emigración ancestral, mi curiosidad y mi cuidado no
desaparecían. Después llegaba el otoño, y yo mismo cerraba la claraboya para
evitar que las lluvias invadiera la casa de goteras. Y a esperar a la siguiente
primavera para subir de nuevo al desván y abrir la claraboya para que pudieran entra volando las sempiternas
golondrinas.
Pero un año el azar me jugó una mala pasada. Un
resfriado que se complicó más de lo debido me mantuvo encamado más tiempo de lo que yo quería, y,
cuando mi madre me dio por curado del todo y me obligó a dejar la cama, un
pensamiento doloroso irrumpió en mi cerebro. Sobresaltado por lo que temía, subí corriendo al desván. Pero ya era
demasiado tarde. Allí, sobre la claraboya, pegado contra el vidrio polvoriento,
descubrí el cuerpo muerto de una golondrina, que, infortunadamente, siguiendo
su instinto atávico de entrar volando hacia la querencia del nido del desván,
había chocado violentamente contra el cristal. Con gran pena abrí la claraboya
y separé del vidrio el cadáver del pobre pájaro con exquisito cuidado para que
no se me deshiciera. Lo envolví en una tela azul, como el cielo que tanto había
querido, y con lágrimas en los ojos y un gran remordimiento en el corazón, bajé
con el envoltorio hasta la orilla del río. Allí, en un brazo de arena protegido
por juncos, hice un pequeño hoyo con mis manos y di tranquila y solitaria
sepultura a la infortunada golondrina.
Era ya lo único que podía hacer por el desventurado pajarillo… después de
muerto.
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