Miedo
Miedo, lo que se dice miedo, no lo he sentido nunca con tanta
fuerza como el día en que recibí una misteriosa llamada telefónica nada más
alojarme en el hotel. He viajado mucho y he vivido momentos peligrosos, y el miedo
estaba justificado. Sin embargo, la voz lenta y cavernosa del móvil me
descompuso el alma. Me dijo: “Antes de la medianoche usted morirá a mis manos.”
Evidentemente, no abandoné la habitación hasta oír las campanadas de las doce
de la noche. Entonces, extremando las precauciones, me atreví a bajar al
vestíbulo del hotel. El recepcionista se debió de fijar en la lividez de mi
rostro y me preguntó si me ocurría algo. Deseoso de explayarme, le comenté lo
de la llamada telefónica. Al punto sonrió y me dijo: “No es usted el primero.
No haga caso. Se trata de un “chalao” que se divierte llamando a los clientes.”
El confidente
Por el móvil un confidente le había dicho al inspector que le
esperaría en el quiosco de la plaza para informarle del asunto de tráfico de
drogas, y que llevaría el cuello de la gabardina alzado y las manos en los
bolsillos. Hacía frío y la lluvia había encharolado las calles. El inspector se
encaminaba a su casa donde le esperaba su hijo pequeño para acabar el puzzle de
Nueva York. Como la plaza le caía de paso, mataría dos pájaros de un tiro. Al
entrar en ella, descubrió, arrimado al quiosco, a un hombre que respondía a las
señas del confidente, y hacia él se dirigió esperando resolver el caso que le
traía de cabeza. “¿Es usted el confidente?”, dijo. “¿Me toma el pelo?”, respondió el aludido.
“Como lleva el cuello alzado y las manos en los bolsillos…”, insistió el
policía. “Es que llueve y tengo frío, ¿sabe?”
Una persona pacífica
Yo nunca había tenido una pistola en la mano. Yo siempre he sido
una persona pacífica, rayana a veces en la pusilanimidad, por no decir
cobardía. Para que se haga uno una idea de cómo era yo hasta ayer, juro que incluso
de niño jamás me peleé con nadie en el patio de la escuela o en la yerbera del
río donde jugábamos a policías y ladrones, y cuando veía que otro chico mataba
un pájaro con el tirador, salía corriendo incapaz de soportar la visión del
animalito muerto. Pero ayer, al entrar en el jardín comunitario y descubrir al
vecino golpeando con un palo a mi perro, me entró un calambre de ira
incontenible. Fui a la armería, adquirí una pistola con su munición, volví a
casa y, sin cambiar palabra con el vecino, vacié el cargador en su cuerpo.
Completamente aliviado, me acabo de entregar a la policía.
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