El comandante de la Guardia
Civil nunca llegó a cruzar el umbral del cuartelillo. Llevaba la colilla del
cigarro agarrada a la comisura de sus labios como con cola mientras un hilillo
de saliva teñido de rojo le resbalaba mentón abajo. Sus pasos no eran los de
siempre, eso estaba fuera de toda duda: aquellos pasos suyos firmes, achulados,
como de bailarín de sevillanas que parecían atraer todas las miradas de las
mujeres, se habían convertido en los de alguien que intenta afirmar el pie en
el suelo a cada paso para no perder el equilibrio del cuerpo y dar con todo él
en tierra. A ese detalle tan visible para quien le estuviera observando a
aquellas horas de la mañana se le añadía un extraño temblor que le agitaba su
elegante anatomía desde la cabeza a los pies. Cualquiera que se le hubiera
acercado lo suficiente para ver sus ojos, se habría encontrado con una mirada
neutra, casi blanca, llena de la niebla propia del otoño. Finalmente, el
comandante traía una mano apoyada a la altura del corazón y la otra delante,
formando ángulo con la muñeca, el brazo semiextendido y en actitud de estar
recitando un poema de alto contenido sentimental, aunque también podía
interpretarse como un gesto de querer evitar un golpe que estaba a punto de
suceder. Sólo él sabía la causa de aquel andar y aquellos gestos tan extraños
que se veía forzado a ejecutar. Sólo él y nadie más que él presentía lo que le
iba a ocurrir de un momento a otro. Y entre la niebla, cada vez más espesa, de
su mirada veía la puerta del cuartelillo demasiado lejos, imposible de
franquear. Sólo por un instante una lucecita de esperanza se abrió paso en lo
más oscuro de su pensamiento, el instante en que un número de la Guardia Civil
abría la puerta del cuartelillo para salir corriendo a su encuentro. Pero
súbitamente, un temblor aislado, más agudo y fuerte que los anteriores, agitó
el cuerpo del comandante por última vez antes de desplomarse muerto sobre la
acera. “Le han dado en el corazón”, dijo en voz alta el subordinado agachado
junto a su cadáver mientras miraba hacia el cuartelillo--. “No hay nada que
hacer”.
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