EL COLILLAS
Antes de ser el Colillas, Luis Delgado no había sido
tan delgado como su apellido, había tenido, como es lógico, unos padres que lo
querían, una mujer que lo engañaba y una casa llena de humo. Todo fue desapareciendo en su
vida, menos la casa. Primero fueron los padres tras un accidente mortal de
circulación, los cuales, sin embargo, le legaron una fortuna que le sirvió para
vivir holgadamente sin dar un palo al agua el resto de su vida. Con parte de la
herencia se compró una casa a las afueras y allí vivió vegetando y contemplando
el paisaje desde la ventana de su dormitorio, situado en la planta superior de
la vivienda. Semejante actividad le vació de alicientes el alma y el cuerpo; al
aburrimiento del alma no pudo combatirlo con nada, pero al del cuerpo lo hizo
con el tabaco. Por aquel entonces, una mujer del pueblo empezó a tirarle los
tejos más motivada por el dinero que por amor hacia él. Aceptó vivir con él rodeada del
humo y el fétido olor del tabaco esperando que algún día se decidiera a casarse
con ella, pero el fumador sólo aceptaba casarse con las cajetillas de tabaco
que compraba. Aún así, permaneció en la casa compartiendo con él el mismo techo
aunque no el mismo lecho pues, para darle celos y el último empujón que
necesitaba para llevarla al altar, solía acostarse precisamente con el
estanquero que le vendía el tabaco. Sin embargo, esa acción, como en casi todos
los casos, resultó contraproducente pues, a los pocos días de enterarse, Luis, la
puso de patitas en la calle y empezó a comprar el tabaco en la ciudad. Hasta
que me conoció a mí, que según él, soy su mejor amigo porque no me meto con su
costumbre de fumar a todas horas y le dejo hacer su vida, aunque le llamo
simpáticamente el Colillas y le recuerdo a menudo que es realmente un hombre lo
más parecido a un cigarrillo con piernas: seco, blanco, largo…; y sólo le
faltaba dormir sobre un cenicero.
El que hablaba así de Luis Delgado era su mejor amigo
Cándido Guerra, cuyo nombre encerraba veladamente una gran contradicción con su
persona: lo de Cándido le pegaba perfectamente; en cambio, lo de Guerra era casi un insulto, porque Cándido era incapaz de hacer daño a nadie, ni a
sí mismo siquiera porque, a diferencia de su íntimo amigo, en toda su vida
jamás se había llevado a los labios un cigarrillo encendido. Solía decir a
propósito Cándido que el humo del tabaco que se traga el fumador era como un
ser infernal que primero martiriza su garganta y luego pulveriza sus bronquios.
A la garganta la convierte en una caña seca sin música y sin voz, y a los
bronquios en chimeneas sin tiro.
Cándido era bondadosísimo, casi inocente absoluto, de
tal manera que, por no molestar en las tertulias de los sábados por la tarde,
apenas abría la boca si no era para decir dos palabras de aprobación tras la
intervención de algún contertulio. Sin embargo, cuando salía a relucir en la
reunión el recuerdo de Luis Delgado, el Colillas, todos nos callábamos de
repente como congelados por la varita mágica de un brujo porque sabíamos que
Cándido Guerra iba a tomar la palabra. Y es que sabíamos que Cándido conocía
cosas del Colillas que ni siquiera habían pasado por nuestra imaginación, como
las que nos contó en una de aquellas tertulias tras pedir la palabra del modo
tan tímido que tenía de hacerlo.
--Nada más levantarse el Colillas—dijo--, se entregaba
decidido a un rito escandalosamente humeante. Eso lo podía hacer porque, dada
su soltería impenitente, no había nada que se lo impidiera y la casa donde fumaba,
digo vivía, era grande, fría y destartalada. El rito consistía en lo siguiente:
encendía su primer cigarrillo en el dormitorio, situado en lo más alto de la
casa, le daba dos chupadas y lo dejaba humeando en el cenicero de vidrio que
siempre aguardaba insomne en el repecho de la ventana; prendía el segundo
cigarrillo en el arranque la escalera que llevaba a la planta baja, lugar donde
se hallaban el comedor, el lavabo y la cocina; lo prendía, le daba dos chupadas
y lo dejaba humeando en el cenicero de metal que reposaba en lo alto de la
barandilla; bajaba a la cocina y allí encendía el tercer cigarrillo, le daba igualmente
dos chupadas y lo dejaba humeando en el cenicero de roca de la mesa, que
aguardaba impertérrito para cumplir con su cometido; se preparaba un ligero
desayuno de café con leche, que enseguida tomaba. Hasta aquí la primera parte del rito humeante. Porque enseguida, sin darse un segundo de respiro, le
aplicaba al cigarrillo de la mesa de la cocina dos nuevas chupadas y lo volvía
a dejar sobre el cenicero. Subía la escalera y, al llegar a lo alto, daba otras
dos chupadas al cigarrillo que seguía humeando en el cenicero colocado allí y
lo volvía a dejar como en ocasiones anteriores para dirigirse al dormitorio
donde le esperaba el primer cigarrillo; le daba dos chupadas nuevas y lo volvía
a dejar en el cenicero del alféizar de la ventana. Así repetía la operación las
veces que hicieran falta hasta que sólo quedaban sobre los tres ceniceros las
colillas apagadas de los tres cigarrillos. Recitaba cuatro versos que tiempo
atrás había escrito dedicados al cenicero (porque habéis de saber que el
Colillas tenía trazas de poeta, al menos de buen versificador; ya sé que no es
lo mismo, pero para el caso sirve), recitaba, digo, los cuatro versos
siguientes:
“Tu trabajo es muy sencillo:
de vidrio, metal o roca,
tú recoges en tu boca
la muerte del cigarrillo.”
Y a continuación recogía las tres colillas y las
guardaba en un cajón del mueble del comedor junto a las colillas anteriores, abundantes
restos del rito mañanero. Ante mi extrañeza, me decía Luis que recogía las
colillas para tiempos de vacas flacas, tiempos que, desgraciadamente, a la
postre llegaron. Entonces Luis, ya consumido y falto de fuerzas y vida, empezó
a recurrir a esas colillas (de ahí el mote con que se le conoce) para, ayudado
de aquellos librillos de fumar que la estanquera le fiaba como a buen cliente
que había sido durante lustros, prepararse nuevos cigarrillos con que seguir el
rito humeante de cada mañana.
Cándido Guerra se tomaba un respiro antes de concluir
su intervención:
--Pero, como todos sabéis, pocos cigarrillos lió el
Colillas. Una mañana empezó a salir humo de su casa y un vecino, alarmado,
llamó a la policía. Cuando los agentes llegaron, ya era demasiado tarde. Toda
la casa ardía en llamas y, tras lograr a duras penas abrirse paso entre las
llamas para acceder al dormitorio, encontraron a Luis calcinado, humeando como
uno de sus cigarrillos sobre la cama. No
tuvieron que investigar mucho para dictaminar que el fuego se había propagado por la casa a partir del cigarrillo que,
a medio consumir, reposaba a un lado del hombre que, sin duda había encontrado
la muerte sin enterarse.
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