A Borges (Buenos Aires, 1899- Ginebra, 1986) lo conocí
en sus cuentos de Ficciones (1944),
para muchos su mejor obra narrativa. Y enseguida me aficioné a sus relatos de
sueños, laberintos, sorpresas, magia y erudición. Desde el principio fue una de
mis lecturas favoritas. Pero si el mundo del eterno retorno, las bibliotecas o
la creación recurrente presentes en su magnífica prosa llamaron poderosamente
mi atención, mayor impresión recibí, si cabe, cuando entré en el ámbito mágico
y sencillo a la vez de su poesía, en cuya producción destacan los títulos siguientes: Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente o Cuaderno de San Martín.
Dejando aparte sus hallazgos ultraístas, sus juegos de
palabras, sus símbolos y ricas imágenes, que siempre constituyen una aliciente
para ser leído, lo que más me gusta de su creación poética es la facilidad con
que sabe encerrar en la cárcel intransigente de la métrica el mundo complejo de
las ideas, la filosofía y la ciencia vital que atraviesa el río imparable de
los siglos. Con qué maestría avanza por el verso mientras va destilando un
caudal de sentidos y significados que acompleja al lector. Y no se nota, como
en el caso siguiente donde las palabras que riman son las mismas en cada
cuarteto, pero con connotaciones diferentes:
ARTE POÉTICA
Mirar el río
hecho de tiempo y agua
y recordar que el tiempo es otro río,
saber que nos perdemos como el río
y que los rostros pasan como el agua.
Sentir que la vigilia es otro sueño
que sueña no soñar y que la muerte
que teme nuestra carne es esa muerte
de cada noche que se llama sueño.
Ver en el día o en el año un símbolo
de los días del hombre y de sus años,
convertir el ultraje de los años
en una música, un rumor y un símbolo.
Ver en la muerte el sueño, en el ocaso
un triste oro, tal es la poesía
que es inmortal y pobre. La poesía
vuelve como la aurora y el ocaso.
A veces en las tardes una cara
nos mira desde el fondo de un espejo;
el arte debe ser como ese espejo
que nos revela nuestra propia cara.
Cuentan que Ulises, harto de prodigios,
lloró de amor al divisar su Itaca
verde y humilde. El arte es esa Itaca
de verde eternidad, no de prodigios.
También es como el río interminable
que pasa y queda y es cristal de un mismo
Heráclito inconstante, que es el mismo
y es otro, como el río interminable.
y recordar que el tiempo es otro río,
saber que nos perdemos como el río
y que los rostros pasan como el agua.
Sentir que la vigilia es otro sueño
que sueña no soñar y que la muerte
que teme nuestra carne es esa muerte
de cada noche que se llama sueño.
Ver en el día o en el año un símbolo
de los días del hombre y de sus años,
convertir el ultraje de los años
en una música, un rumor y un símbolo.
Ver en la muerte el sueño, en el ocaso
un triste oro, tal es la poesía
que es inmortal y pobre. La poesía
vuelve como la aurora y el ocaso.
A veces en las tardes una cara
nos mira desde el fondo de un espejo;
el arte debe ser como ese espejo
que nos revela nuestra propia cara.
Cuentan que Ulises, harto de prodigios,
lloró de amor al divisar su Itaca
verde y humilde. El arte es esa Itaca
de verde eternidad, no de prodigios.
También es como el río interminable
que pasa y queda y es cristal de un mismo
Heráclito inconstante, que es el mismo
y es otro, como el río interminable.
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