¿Dónde está el
transatlántico?
Entre el prestidigitador y su loro de compañía había
una especie de complicidad que ni ellos mismos sabrían explicar. Pero que a la
hora de los momentos serios en los que el hombre de los juegos de ilusión se
jugaba el oficio ante su público, el animal emplumado, unas veces por una causa
y otras veces por otras, acababa estropeándole el truco chillando desde su
alcándara que la paloma la tenía oculta en la manga izquierda o que la carta
desaparecida estaba escondida en el doble fondo de la chistera. Y el público
estallaba en carcajadas, mientras el prestidigitador agachaba avergonzado la
cabeza y el empresario de turno acababa rescindiendo el contrato firmado con él.
Por este motivo el artista se veía obligado a mudar de región y en todas sufría
el mismo desenlace. Hasta que hubo un momento en que ninguna sala de fiestas de
ninguna provincia solicitaba sus actuaciones. Pese a todo, el prestidigitador
no se desprendió de su mascota y eso se debía sin duda a que le tenía verdadero
cariño y a que el loro había sido en sus principios como artista testigo excepcional
de sus primeros éxitos. Y la pobreza y el hambre se convirtieron en compañeros
inseparables del prestidigitador y su loro. A éste se le veía consumido y desplumado
y al hombre mal vestido y demacrado, y nada parecía venir a cambiar el
deplorable estado de uno y otro. Hasta que un día el artista en paro leyó un
anuncio en el periódico, según el cual un transatlántico atracado en el puerto
de la ciudad requería los servicios de un mago para amenizar las noches de
fiesta que durara el crucero. Los interesados debían presentarse en el barco
aquel mismo día pues a la mañana siguiente se hacía de nuevo al mar. En cuanto
leyó el anuncio el artista se arregló lo más decentemente que pudo y, sin decir
nada al loro, se encaminó al transatlántico provisto de sus tres mejores trucos
para convencer al encargado de programar las fiestas de a bordo. Y así fue. Tras
la exitosa prueba y con el contrato firmado para salir al día siguiente con el
resto del pasaje, volvió a casa más contento que unas castañuelas. El loro lo
advirtió enseguida y se puso a agitar las desplumadas alas uniéndose al
alborozo de su amo. Pero éste se arrimó a la jaula del pájaro y le soltó un
sermón imponente sobre cómo debía comportarse durante la travesía, pues de ello
dependía el que sus vidas empezaran a prosperar de nuevo, y desde luego nada de
desvelar sus trucos de magia en plena actuación, si no quería que volvieran al
actual estado. El loro parecía escuchar con muchísima atención las advertencias
del prestidigitador, así que éste se acostó tranquilo pensando en que sus vidas
mejorarían a partir del día siguiente, desde el momento crucial de presentarse
de nuevo a un público sediento de ver sus juegos de magia. Al día siguiente
subieron los dos a bordo por la rampa de embarque y ocuparon un camarote
confortable. Llegó la noche y con ella la hora de la fiesta. Salieron los dos
al escenario entre fuertes aplausos y el prestidigitador empezó a hacer su
primer número ilusionista. El loro, en su jaula situada detrás de la mesa de
los juegos, seguía con atención los movimientos rápidos de los dedos de su amo,
y cuando éste se disponía a resolver la magia, farfulló con una voz estridente:
“La paloma está oculta en la manga izquierda”. No hay que describir la cara que
puso el mago ni la reacción del público. Descompuesto ante los abucheos de la
gente, el artista se excusó ante el distinguido y, cogiendo la jaula del loro,
abandonó el escenario. Aquella noche ni uno ni otro lograron pegar ojo en la
soledad del camarote. Quizá eso les salvó de una muerte segura pues de
madrugada se levantó un fortísimo temporal que hizo naufragar el
transatlántico. Nadie logró salvarse, excepto el prestidigitador y su loro que,
agarrados a un tablón de madera, lograron llegar sanos y salvos a un pequeño
islote en medio del océano. Allí permanecieron unas horas sin decir nada, cada
uno apresado por sus pensamientos. Hasta que el loro, sin poder aguantar más,
agitó sus alas en señal de verdadera preocupación y le gritó con su acostumbrada
voz estridente: “Tú ganas: me doy por vencido. ¿Dónde está el transatlántico?”
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