La Orotava.
Subiendo siempre al cielo azul entre vergeles y
calladas urbanizaciones, el Teide está presente en cada curva, a derecha, a
izquierda, al frente, en lo alto, como lo que es, el auténtico dios de
Tenerife, un dios de fuego dormido pero con su amenaza latente. Siempre belleza
activa.
Pie en tierra, por toboganes de asfalto llegamos al
rincón de San Agustín y la Casa de Cultura. Suena la campana de la espadaña
cuando estamos al frescor y la sombra del interior del templo. La Virgen del
Retablo sonríe serenamente, mientras el Cristo de la esfera nos mira desde la
nave lateral con melancolía y resignación eternas, acostumbrado por los siglos
de los siglos a la soledad silente de la iglesia, sólo rota a veces por los
pasos de los curiosos visitantes. A Ella le toca representar su papel de
ternura y a Él el difícil papel de recordarnos siempre lo que somos.
La impresión que nos causa la famosa Casa de los
Balcones es deprimente. Bella en sí misma, la fachada del siglo XVIII, el patio
y las galerías, es simplemente un reclamo para amasar turistas con euros.
Masificación, negocio, turismo barato. Y a unos pasos, en la otra acera, la Casa del Turista (Casa de los Molina),
para más inri. Pienso en ello en la relativa paz de la cercana plaza de San
Francisco donde se levanta el Hospital de la Santísima Trinidad, y sentado en un
jardín escalonado con fuente y sus gigantescos dragos.
Pensamiento que confirmo en la quietud del cementerio
cercano, entre las tumbas y ante la paz eterna del Teide allá en lo alto,
coronado de nubes.
Por la Carrera del escultor Estévez desandamos el
paseo hasta la estación de las guaguas, no sin antes asistir al rodaje de unas
escenas de época ante la entrada majestuosa de la Quinta Roja, muy cerca del
templete de música.
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